Eloy Tizón
-Páginas de Espuma-

Eloy Tizón. El maestro de la pluma fascinante. A menudo, hace años, en otros espacios literarios que tenían que ver con iluminaciones y velocidades, pensábamos en él como una suerte de mago que en lugar de varita poseía bolígrafo. Hoy, después de haber tenido la ocasión de degustar su imponente nueva colección de cuentos, tal concepción se nos queda demasiado entallada: Eloy Tizón no solo hace trucos manuales, sino que también vuela. Plegaria para pirómanos es una maravillosa propuesta, tan inteligente, visualmente espléndida, de aeronáutica: nos situamos en una posición de privilegio para contemplar y contemplarnos. La vida y su reverso fatal, la ausencia -en toda su gama de grises-, las paradojas más lacerantes, la sorpresa más infantil, el escenario de danzas y tropiezos. Eloy Tizón nos presta unos ojos superdotados que recortan siluetas y traspasan cajas torácicas.
Nueve cuentos son los pastores reunidos alrededor de un fuego incesante. Algunos hablan en voz más baja, amarrados al susurro; otros se animan a la contundencia de la bengala. Con precisa y preciosa cita introductoria global, que implica el contraste que dialoga con el título (entre el ardor y el rezo, la piromanía y explosividad vitales con el aguante, la resiliencia, la última función o bala…), nos asomamos a todos ellos con la curiosidad de un precipicio: se hallan dispuestos en una estructura 3-2-4 en cuanto a extensiones irregulares A-B-A y ciertas modificaciones en tono y paisaje si tomamos esos dos relatos centrales como bisagra para trasladamos desde los primeros hacia los últimos. Una obra que está atravesada por la voz narradora de un personaje-ancla -salvo en contadas y muy ricas excepciones- y que da cuenta del poderío formal que atesora nuestro autor, que da siempre en el clavo al emplear un formato sobre otro o sostener una adecuadísima combinación de cuales le sirven para determinados menesteres. Sin más dilación (y al grito ultrasónico de: ¡Ha regresado!), procedamos a la visita. Llevamos vela y papel en blanco.
Grafía
La gran puerta deseada, casi una novelita corta que lo sería si se extendiera su inercia. Una delicia. Este primer texto es cuento metaliterario, un ejercicio de capas que nos ofrece la entrada al mundo editorial por vía de diversas figuras escritoriles respecto del espectro del éxito y el reconocimiento.
Tallado en primera persona -marca registrada a lo largo de toda la antología- y de extensión considerable, supone la irrupción del fantástico protagonista de -o lo más parecido a uno- de la saga: el personaje de Erizo, quizás alter ego, quizás otra forma de voz, quizás amigo lejano del mismísimo Eloy Tizón, que se enfunda una máscara para andar las diferentes rutas psicoemocionales que con tanta elegancia como lirismo se proyectan bajo nuestros pies.
La primera clave de la configuración de Erizo como entidad ciertamente compleja -que iremos desentrañando mota a mota- atañe a su obsesiva adoración -casi al modo de Stan de Eminem- por el infravalorado escritor Xavier Serio, tan ídolo como espejo translúcido. La segunda clave -que quizás requiere de una profundidad explicativa mucho más avanzada que la apenas intuida- nos revela la localización de la acción en Rotonda.
La vida del desdichado/fracasado está plagada de movimientos automáticos y otros impuestos externamente en un laberinto templado, levantado sobre lágrimas y victorias celebradas tímidamente. Un encargo de “ghostwriting” ad extremum supondrá el movimiento más significativo: Erizo orientará su peculiar interés escritural hacia la reputadísima autora Halma Tigredi, monumento comercial que completará un cuento sobre la imagen y la vida del profesional de las letras en el panorama sociocultural, tan trufado de sombras y líneas difusas.
La especial identidad de Tigredi participa de un juego metaliterario -y de ruptura constante de la cuarta pared- que halla en un corte estructural interno con la palabra FIN tatuada en pleno texto para apartar y separar en dos tramos -y correspondientes ópticas- la narración. Mientras esa máquina de producción imparable y la arqueológica carrera de Xavier Serio continúan alimentando su paralela oposición, Erizo toca cierta calma, cierta calidez al fin, alcanzada tras una brillante demostración de su mejor virtud: la capacidad de supervivencia.
Una nota suya redondea maravillosamente todo el rompecabezas: Eloy Tizón se pasa el juego de las referencias, reminiscencias y préstamos nunca devueltos para crear un broche espectacular, un tesoro, que nos arranca el primer aplauso de muchos.
El fango que suspira
Continuamos disfrutando a lomos de Erizo, que ahora se sitúa algo más distanciado -perspectiva condimentada por una manera narrativa extrañísima: el futuro probabilístico indeterminado se adueña del presente con su ejército de fórmulas (llegará, pasará…)- respecto del foco.
La raíz se encuentra en una azorada comunidad de vecinos que asiste al primer día del resto de su vida después de la muerte de una de sus semejantes. En el espacio temporal aún no recibido se suceden la tremenda secuencia de profanación de su casa, de sus bienes y objetos, de su intimidad para luego manejar el tema administrativo y de venta del inmueble… Una cadena de reflexión con eslabones muy entretenidos, jocosos, sobre el dolor de la soledad y la verdadera herencia postmortem.
Las genialidades ingeniosas abundan: Tizón se desata con el lenguaje, las imágenes e ideas, presentando un perfecto ejemplo de cuento lúcido. Mientras tanto, en esa nueva dimensión del apocalipsis urbano, la vida sigue y llegarán los nuevos vecinos a ocupar la casa fría mientras se suceden acontecimientos en la comunidad y se repite un mantra que identificamos como la eterna espera y expectativa -llegará ahora ese personaje que tanto deseas conocer pero te vas ya-.
Erizo canaliza momentos realmente severos, insertados en un espacio eminentemente irónico, vistoso y luminoso. Concluye con una sucesión de tiempo acelerada, contada en los meses de final de año, de cara a enero, hormigueando en bucle. En este texto ya confirmamos una tendencia del autor: pocos personajes encontraremos con nombre -aquí tenemos el portero Porfirio-, pues Tizón prefiere la masa como unidad de múltiples miembros -brazos, piernas, cerebros- frente a la impenetrable, excluyente denominación. En este sentido, se remite a elevar los nombres de cuales considera vehículos superiores, necesarios para el ambicioso nivel de digestión de tamaña cantidad de estímulos.
El fango que suspira reúne esencialmente la mezcla que sitúa Plegaria para pirómanos en la primera fila literaria: una habilidad para contar lo ordinario como extraordinario y un tono regulado para hacer de cada capítulo una experiencia incomparable. Nos queda tiempo.
Agudeza
Y llega la sombra, acaso la penumbra, desde luego una incipiente oscuridad. Estos tres primeros cuentos forman un paquete estructural uniforme que sin embargo se asimetriza al llegar a la semántica: Erizo abre sus costillas, se revela como un personaje agridulce, crudamente honesto, que nos traslada a episodios, pequeños traumas y molestias de su infancia, en un texto más hondo y menos ligero en cuanto a peso y tono. Nos encontramos con un Erizo mucho más desbocado en su ritmo y su torpeza al expresarse, mucho más oral y coloquial, también detenido en la etapa de la adolescencia, raspando eventos desdichados o vergonzosos protagonizados u observados por un ser humano apocado, poco atrevido, que no sabe hacer el mal o que si lo hace le duele muchísimo.
Aquí se ve muy bien la cuestión de los no-nombres: Erizo nos sitúa en el ámbito de sus “mejores amigos”, directamente denominados así, de manera tan afectuosa como adjetival. Los conflictos de alguno de ellos nos llevan hasta escenas que nos recuerdan a ciertos pasajes de la película Armageddon Time, pero, más allá de presenciar momentos para la recurrencia obsesiva, manías y tics, ¡la carraspera! y… el problema de la ceguera, lo que baña todo el conjunto es identificado como uno de los padres conceptuales de la antología: la espera. La maldita, tediosa, necesaria espera.
El amor se expresa por fin, al menos mínimamente, concretado en una mujer-referencia llamada Jelen por conveniencia (otra vuelta de tuerca al juego nomenclator), que fosiliza como una diana pintada de círculos y puntuaciones un poso conflictivo que se arrastraba de antes.
Agudeza -que cuenta con uno de los títulos más accesiblemente explícitos junto a su mediohermano Dichosos los ojos– presenta en su cuando menos llamativa resolución -de manos de un cuando menos llamativo oculista- la enésima cualidad narrativa de Tizón (acaso la más importante de las aún no mencionadas): la conservación de un nunca indiferente desenlace hasta el instante adecuado para su liberación.
Con todo ello, este es un cuento muy chulo, embadurnado por un discurso mucho más quebrado, de pausas y rebobinaje, fragmentado, en el que los traspiés y las lagunas son meros flotadores para el progreso del argumento. Por su parte, Erizo mantiene su trato con el lector: sus confesiones y concesiones y métodos de inmersión… y su afán por conservar la eterna duda sobre la mesa en la que clavan sus codos realidad y ficción. Bajamos un microtelón.
Dichosos los ojos
Ah, una pequeña obra maestra. La enciclopedia tizonesca abierta de par en par, el estilo cortazariano peleándose con el de algún otro ínclito hispanohablante, la genial decisión del cómo hasta redondear el resultado. Una obra de orfebrería.
Es el primer cuento más breve de los dos (seguidos) de esta antología frente al resto de extensiones. Abrazamos la vista como el sentido definitivo, como herramienta para acumular experiencias a través de una gigantesca cascada, imparable en ritmo, inconformista entre paisajes y personalidades vertidos desde la esfera literaria, la cultura popular y el espacio mítico, desde lo más mundano, sucio, rutinario… huellas clasificadas bajo la recurrente, archivadora, sentencia “Si ya he visto”, fórmula tan altiva, acaso despreciativa, bastante más agradecida de lo que aparenta, hija mayor para la pregunta que inicia el viaje: “¿Qué me falta a mí por ver?”.
Se trata de uno de nuestros cuentos favoritos del libro, una muestra exponencial e impresionante -casi pariente del efecto abrumador de Midsommar- del poder visual de las palabras. Eloy nos regala multitud de estampas que se descuelgan con admirable singularidad o con afilado humor -huelga alabar la cuidada elección de los sucesivos elementos, partes de una sólida cadena cuyos contrastes huyen de lo baladí-; el autor aprovecha para contar diversas historias entre líneas, tiñendo de un abanico de emociones, otra vez con la vida y la muerte fijadas en los extremos.
De la Gioconda a una lápida muy íntima, la voz entrelaza para acelerar o pausar: el primer párrafo es deliberadamente apabullante, asfixiante para el lector, que reclama oxígeno y margen neuronal. La belleza, el horror, la extrañeza (hijastra de ambos), el absurdo más artístico, la piedad y varios colegas más se miran entre sí con complicidad. Arribamos a uno de los más perfectos finales de los últimos tiempos en nuestro panorama cuentístico. ¡Bravo!
Mi vida entre caníbales
En mitad del pastel surge repentina, por ende tan imprevisible, la voz narradora femenina. Una voz perfectamente moldeada, encargada de un cuento salvaje, despiadado desde el juego alegórico que propone, del cual extraemos un alto deleite alrededor de sus protagonistas, integrantes del Club de las Amazonas.
El personaje más colectivo ensaya para representar la obra Los infortunios de la Virtud, propuesto en un tan bien elegido contexto pro-religioso, con su particular simbolismo en carne viva. El tira-y-afloja de representación y convivencia -casi como si de un experimento social en plena ebullición juvenil femenil se tratase- aporta la salsa.
Con polizonte masculino observador incorporado -una de las piezas de misterio entre otras que forjan el trasfondo-, asistimos a la paulatina aparición del caos, un caos íntimamente pegado al amor, moteado sobre un lienzo que se nos entrega troceado en porciones, fragmentos de texto.
Una de nuestras principales debilidades de la antología se abre paso gracias a su oportuna ubicación, a su fuerza discursiva natural; florece como un cardo en territorio Erizo para refrescar e impactar. La todavía-no-revelada narradora se hace cargo de una historia que nos recuerda lo importante que es dominar el silencio como técnica comunicativa suprema.
Ni siquiera monstruos
El hermano pequeño -o anticipo- de Cárpatos (a la manera del anterior relato respecto del próximo Anisópteros) nos devuelve a Erizo, que nos zambulle en una vorágine fotográfica de instantáneas que cuentan realidades -mayoritariamente crudas-. Asimismo este cuento conversa con Dichosos los ojos a través del hilo de lo visual y la imagen: volamos hacia diferentes localizaciones -desde República de Kubeï hasta Detroit-, entre las que se encuentra el pasado.
Erizo revisita desagradables recuerdos -que complementan aquellos compartidos en Agudeza-, como su repetición de curso forzada y aquellos consecuentes truncados probables futuros. Es el cuento con tono más frío hasta el momento en la línea de lectura natural. Nuestro personaje, más avanzado en términos familiares, rescata retales de su biografía mientras se suceden noticias y desgracias.
Como un puente de polos geográficos antónimos, el final cruel, terrible (“somos basura, de acuerdo, pero basura bellísima”) encaja sobremanera en un sutil tratado sobre la muerte. El mantra de la repetición de frases e ideas, más acentuada aun que en otros módulos, casi enfermiza, brota en uno de los textos más oscuros del libro, anestesiado por un componente de amor ahora bastante más naturalizado, balancín de la felicidad vs. infelicidad, y dispuesto en una perspectiva similar -pero con otra dimensión- de distancia respecto de los otros, tal y como sucede en El fango que suspira. Esa ajeneidad que sin embargo nos mancha.
Hemos regresado del paréntesis breve que se situaba en la corteza central de la colección y sentimos que tras doblar aquella página de Mi vida entre caníbales nos hemos adentrado en un nuevo plano cósmico del itinerario: uno con muchas estrellas apagadas y algunas parpadeantes. El ‘otro’ Tizón nos saluda.
Anisópteros
El cuento-libélula que tan idílicamente podría ajustarse al monólogo teatral. Y nuestra última apuesta personal al podio. Recuperamos la voz femenina de Mi vida entre caníbales para observarla pulular histérica. Cordelia, protagonista y narradora, ex-integrante de aquel Club de las Amazonas, es el personaje-espejo-mellizo de Erizo.
Troceado formalmente en partes fragmentadas -igual que aquel relato-, describe mejor que cualquiera del resto la cuestión de la ausencia del otro, proyectada en el personaje de Magnes, uno de los túes más importantes de la obra por su función (de objetivo, compañía inerte, receptor de las palabras). Todo ocurre en la tela del no-diálogo entre Cordelia y Magnes, un inmenso río sobre recuerdos, sentimientos, escenas -de textura cómica o tragicómica-, profesado por boca de quien resultó ser relevante en algún punto de la vida de Erizo (cuyo destino nos es confesado en este mismo texto).
Anisópteros es apabullante, quizás incluso más que Dichosos los ojos, pues a la verticalidad de su ritmo se le añade una cultivada sensación de ansiedad, sin renunciar al entretenimiento, en manos de un personaje central que se mueve divinamente entre el delirio y la brillantez.
La ambigüedad en torno a la direccionalidad del cuidado Cordelia-Magnes/Magnes-Cordelia es el penúltimo truco de un autor infatigable, que a su vez tiene tiempo para sembrar varios fragmentos -en la línea de “cómo amaestrar pulgas” de aquel cuento caníbal- que apuntan de lleno a una generosidad intelectocultural abominable. Si bien ya hemos ovacionado el caudal vertido, este texto también tolera semejanzas con Agudeza y su desbocada manera de vomitar sílabas -tan coloquial y oral, en modo automático, rememorando aquella amable torpeza-.
Es un fabuloso comienzo de una serie de tres relatos muy orientados hacia el tú (desde Magnes, después Manison en Cárpatos y finalmente Marianne en el último -¿además los tres túes comienzan por la letra M?-). Por encima de ellos triunfa la C mayúscula de una virtuosísima Cordelia.
Cárpatos
A continuación seguimos a Erizo en su previamente (Ni siquiera monstruos) anunciada aventura de expedición, llena de dificultades, permanentemente vinculada al personaje de su compañero Manison, en un descenso a los infiernos estructurado en seis capítulos: El Puente; La Mina; El Disparo; El Castillo; La Cripta; La Playa.
Estamos ante un texto selvático, sombrío, con haces de luz que se cuelan en esa penumbra, especialmente gracias al cariño de Erizo hacia su querido compañero; es un texto más denso, que sirve para completar la psique y el carácter de Erizo como personaje que ya se intuye total, cien por cien formado, ahora con ingredientes más profundos e inaccesibles a simple lectura -que resultarían indescifrables si no hubiéramos realizado todo este recorrido hasta llegar a la presente etapa final de su camino-.
Apenas quedan coletazos del Erizo original, ahora tan lejano al intento de escritor, mucho más vulgarizado, con mucha más carne y hueso que tinta e ingenio, mucho más pragmático, enigmático, hermético. En este sentido, “Cárpatos” no solo tiene el honor de ser el único lugar encumbrado a título, sino que eleva su representación hasta el tono sepulcral.
El relato ‘de acción’ por excelencia de Plegaria para pirómanos desarrolla una especie de cierre antes del cierre, una conclusión propia que deja fuera el epílogo. La literatura, la fotografía o el teatro a veces son insuficientes para retratar la vida cuando esta se viste de gris.
Confirmación del susurro
La voz masculina es arrebatada por un nuevo inquilino: Erizo cede su batuta a otro protoartista (musical) en el sacrificado ejercicio de contarse a sí mismo; en este caso, en formato epistolar, con una destinataria llamada Marianne situada al otro lado de las letras.
En su labor metaliteraria, el susurro entronca con la plegaria para clausurar la colección. Una forma de discurrir más pulida que sin embargo no renuncia a un cierto deje natural, fluido, propio de la voz que nos ha acompañado hasta ahora, aunque en otra boca, o, mejor, como parte de la gran boca, que todas las reúne: ese camaleón Eloy Tizón. El broche es muy adecuado para la antología, además mantiene hasta el final una búsqueda de diversidad formal y juego de formatos, haciendo brillar el concepto de plegaria hasta el punto de referirse a ella explícitamente (“querida Marianne: recito mi plegaria”) en el arranque del discurso de un cantante surfeando en su ocaso, hacia una mujer quizás ya alejada en tiempo y ausencia -este es otro de los textos en los que mejor se aprecia la cuestión de la ausencia-.
“Gracias, gracias por la tristeza” es la despedida icónica para personaje y compositor, para voz visible y voz en off. Tizón alcanza la meta con el sano cansancio de quien ha dejado su piel en los párrafos, en lugar de fingir una fuerza anacrónica que sería equivocada y abucheada por irreal. Su despedida a Marianne es su despedida al lector, que provoca el beso entre páginas en sus manos, con un suave clap que pica y cura.
Bienvenido, querido Eloy. Te hemos estado esperando. Ha merecido la pena. Plegaria para pirómanos es un libro excelente, que demuestra que la forma puede ser más importante o impresionante que el fondo, que el cómo puede causar más admiración que el qué. Entre ambas aguas hallamos dos joyas centrales: Dichosos los ojos y Mi vida entre caníbales, magníficas en mitad de un muy interesante puzle de tonos, localizaciones pequeñas y grandes, literatura desbordante como motor y juegos de voces que planta un magnífico, inolvidable Erizo en su epicentro.
Altavoz Cultural