Jorge López Llorente presenta:

La serenata de Terrance Hayes a iconos de EE.UU.

¿Qué es un soneto? Algo que es mitad canción de amor, mitad amenaza, o «mitad caja de música, mitad / picadora de carne, para separar el canto del pájaro de los huesos». Así responde Terrance Hayes en su reciente poemario Sonetos Estadounidenses para mi Asesino del Pasado y del Futuro (American Sonnets for my Past and Future Assassin), demostrando en 70 sonetos innovadores que puede ser (casi) lo que quieras, que se adapta como nunca al tema y al estilo que toque, que por algo es la forma poética que más ha perdurado en plena hegemonía del verso libre, sin caer en la curiosidad arqueológica. Eso sí, no deja de ser una estructura cargada de tradición, en una constante conversación silenciosa con todos los que han dejado su marca en ella desde Dante o Shakespeare a T.S. Eliot y Lorca y muchísimos más, siempre dentro de un canon, por mucha innovación que absorba. Precisamente por eso, Hayes aprovecha esta bella «picadora de carne» para extraer huesos, para hablar de/con fantasmas y dedicar una gran parte del libro a iconos artísticos de EE.UU., tanto poetas como músicos y otros artistas, en su búsqueda de un alma estadounidense, en las estrellas de su soul más elevado, pero sobre todo en las barras que atrancan el armario donde se esconden sus esqueletos más terribles de violencia y racismo.

Ya en el título, Hayes indica que escribe «sonetos estadounidenses», una continuación de la nueva tradición afroamericana de los sonetos jazzísticos en verso semilibre y a menudo coloquial de Wanda Coleman, la poeta que los definió así. Su única limitación es tener 14 líneas de más de 10 sílabas cada una, normalmente sin rima y con más encabalgamientos de lo habitual, pero sin perder musicalidad, potenciando rimas y asonancias internas además de juegos de palabras. También son una respuesta a los sonetos de Gwendolyn Brooks, una de las mayores inspiraciones de Hayes, en un estilo parecido. En el epígrafe, Hayes se apoya en un soneto de Wanda Coleman para declarar: «tráeme / adonde / corra mi sangre». En eso se fija, en las raíces culturales de EE.UU., sobre todo su cultura afroamericana, la de la sangre que lleva en sus venas y la que se sigue derramando por la violencia policial. Desde ahí dirige su mirada a los nombres propios de EE.UU., con su impactante pero delicada ambivalencia, pues Hayes ha dicho en entrevistas que lo que más le importa del soneto y lo que le parece más estadounidense en ello es la volta, el cambio de mentalidad que implica, al conjugar contradicciones. Así nos lleva a lo más alto y lo más bajo, en un amor-odio a unos EE.UU. asesinos-amantes, a quienes canta que «no basta / con quererte. No basta con querer que te destruyan». Pero sí basta con ponerles cara y acercarnos a ellos.

En este poemario rico en alusiones, Hayes se centra en artistas afroamericanos, usando el potencial de carta de amor del soneto para celebrarlos. Dedica guiños cariñosos a Prince y Toni Morrison, como iconos ejemplares que nos hacen salir de nosotros mismos a algo más grande. También compara el jazz explosivo de Miles Davis y John Coltrane con la heroicidad de clásicos como la Eneida y la Odisea. Aun así, no por ello endiosa Hayes a estos ídolos afroamericanos, ya que también asocia las inseguridades al bailar de Jimi Hendrix con las suyas propias. En otro soneto, casi como un amante devoto, alaba «siete de las diez cosas que me encantan de la cara / de James Baldwin» porque «tienen que ver con la electricidad / espiritual de sus expresiones» , tan místicamente, pero tan terrenalmente, hasta las raíces, desmitificándolo a la vez, ya que Baldwin está hecho de «arrugas / del color & la textura de la madera que arrastra la corriente / hasta el barro» y «de sencilla lluvia & tierra» . En un soneto de la misma serie publicado individualmente, cita de nuevo a este cercano Baldwin en un dúo dinámico surrealista y a priori ilusionante con Audre Lorde, imaginando que estos dos le ceden sus globos oculares a Stevie Wonder para alzar a estos tres iconos a las alturas de una trinidad divina, con el «halo de afro» de Lorde y el «rostro luminoso» de Stevie Wonder. Aun así, vuelve a bajar esta imagen a la tierra (literalmente), ya que el nuevo Stevie «inmediatamente se las ve / con la gravedad, cayendo de rodillas o de bruces» y los tres son conscientes de que son perseguidos, de que se vuelven «aterradores para los blancos» , con el cruel racismo que eso conlleva. Hayes no se cansa de denunciar el racismo, pero tampoco ignora el lado oscuro de ciertos referentes negros, como el poeta Derek Walcott, a quien dedica un soneto señalando su historial de acusaciones de abuso sexual, aunque aún parece fascinado por su poesía. Al fin y al cabo, desde el primer soneto, Hayes advierte de que la mitomanía no es el camino, aunque nos emocione. Analiza cómo «al poeta negro le encantaría decir que su siglo empezó / con Hughes o […] con Wheatley, pero en realidad / todo empezó con los raros & los rayados de la poesía, los guerreros, / los berrincheros & los borrachos caídos de proas de barcos, puentes / panorámicos & ventanas» . Con el anonimato. No la identidad pública, sino la personalidad. Tampoco se limita a una tradición exclusivamente afroamericana, sino que la enlaza ahí con la incomprensión sufrida por Sylvia Plath y Orfeo. Y es que Hayes puede apreciar y citar versos de grandes poetas blancos, como Rilke, James Wright y Ruth Stone, y a la vez enmudecerlos con el estruendo de tiroteos contra víctimas negras en EE.UU., haciendo que nos replanteemos esos mismos versos. Una de cal y otra de arena.

Hayes también manda sonetos de amor realista y crudo a artistas blancos, sin perder de vista su posición privilegiada en contraste con el racismo sufrido por los negros. Dedica un soneto erótico a Emily Dickinson, liberándola del corsé de solterona encerrada y asexual con el que nos la imaginamos, al suponer que «es como la amante / abandonada de Orfeo & que también le encantaba masturbarse / cuchicheándole a la muerte un arrorró triste, oscuro y solitario» . Así la imagina disfrutona pero melancólica, realista y mítica, pero sobre todo provocadora, rompiendo su pedestal. Hayes conecta esta escena con las de animales en diferentes éxtasis en otros poemas, enraizando a la icónica poeta en la naturaleza que ella tanto apreciaba. También manda un beso a nuestro Lorca, homenajeándolo en el último soneto al inventarse una bella orquídea llamada «Aliento de Lorca», cuyos pétalos son «del color de una luna hinchada», y una mano de Lorca con «una manga / de textura celestial». Hayes dijo en una entrevista que acaba el libro así «porque Lorca fue asesinado y no sabemos dónde está su cuerpo. Por eso se hace arte en medio de la guerra» y elogia su arte como «su resistencia, una herramienta y un arma» contra el asesino metafórico que lo persigue a lo largo del libro: esa violencia política, más allá de las fronteras.

Se ve cómo los sonetos de Hayes son en parte una cariñosa y juguetona pero sobre todo espeluznante ouija con artistas muertos, aunque la duda es qué nos queda ahora, si sobrevivirán a ese asesino del pasado y del futuro o no. Ese asesino que es mil cosas, una metáfora cambiante: asesinos literales, la sociedad capitalista, la violencia policial y racista, Donald Trump, pero también el lector, también el autor mismo y la violencia internalizada. Aunque el libro detalla cómo este asesino mancha de sangre la sociedad actual, este deja una sensación de vacío en nuestra actualidad, ya que asesina en el pasado y el futuro, como dice el título. Hayes refleja cómo se liquida el sentido del presente bajo la presidencia de Trump, este presente aún más mareante por la falta de referentes artísticos tan inspiradores como los James Baldwin y las Audre Lorde, entre el amor desmitificado por tales ídolos del pasado y un futuro roto. Por eso, la única inspiración cultural actual que resulta positiva es un Dr. Who ficticio al que Hayes quisiera imitar para viajar en el tiempo y huir del presente. Sin eso, nos queda asumir este presente de pesadilla, tan desangelado por culpa de la política, con esos referentes como recuerdos que se distancian, ya que «es probable que los fantasmas sean alérgicos a nosotros». Pero Hayes intenta revivirlos y despertarnos con ellos.

(P.S.: Las traducciones con hipervínculo son obra de Ezequiel Zaidenwerg y Beverly Pérez Rego. El resto son propias).

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