-Páginas de Espuma-

La inmensa boca de Lina Meruane: llena de dientes, sangre, palabras, textos. Su avi-lidad para masticar y tatuar la muela en el papel: una huella de dolor, violencia, familia, erotismo, hambre, hambrE, hambRE, hamBRE, HAMBRE, identidad. Una voz que vomita certezas desde la oscuridad más arraigada al ser humano. Una colección digna de museo.
Avidez comprende trece cuentos y una “explicación” a posteriori de sus orígenes (en datación, espíritu original y acaso primera publicación) titulada “Origen de los cuentos”. La trecena de relatos alberga una jugosa disparidad de extensiones y unos motivos, ingredientes, fetiches esparcidos con divina chispa sobre el irregular campo de historias que, sin embargo, logran cohesionar en puntos de encuentro gracias a la especial preocupación literaria de su autora por determinados temas y cuestiones.
Estamos ante una estupenda carta de presentación de la narrativa breve de Meruane: Páginas de Espuma expone un volumen que integra el núcleo de los pilares literarios de la trayectoria de la autora, tanto desde el punto de vista del simbolismo y el imaginario como desde la perspectiva formal, estructural, según el modo narrativo que se propone en la secuencia de cuentos. Así las cosas, tenemos el privilegio de gozar de un libro rotundo para asomarnos a una de las plumas más poderosas de la literatura hispanohablante. Comencemos.
Platos sucios
Un narrador hombre (excepcional) desarrolla en primera persona (habitual) una escena cotidiana con base familiar presencial en torno al grupo de varones (padre y hermanos) del cual forma parte. Es de noche y contamos dos espacios, presentados cronológicamente por orden de ocupación hasta alcanzar una simultaneidad que saca el jugo del texto: la cocina y el baño, conectados por el hilo argumental tejido alrededor de los cuerpos del padre y el hijo-narrador.
Familia y sangre serán dos buenos amigos a lo largo de esta aventura antológica: inauguramos su vínculo a través del juego de la salsa de tomate de la pasta cocinada para esa cena que, desde el principio de la escena, proyecta un punto de inflexión para sus comensales, un-antes-y-un-después convertido en peonza sobre pérdida, intuición, momentos finales de, y mucho simbolismo, volcado en su pausa de rutina, en el ejercicio de cenar y recoger y lavar…
Conforme se vacía la cocina, quedando en solitario el afanoso padre, se llena el baño, de: dientes, encías, sangre y escupir y manchar, estableciendo la primera bandera parida por el contraste brutal de rojo y blanco. Meruane abre su mordisco hasta desencajar mandíbula: nos está adentrando en su universo visceral, despiadado, seco, un universo que gusta del aroma flotante de sensaciones y soluciones que debe acoplar el propio lector, según su subjetivo grado de inflamabilidad -esa terrible, escalofriante libertad regalada-… Un universo que cierra este primer manto chorreante así: “Con la boca vacía llamé a mi padre”.
No solo sobresale la sangre, sino que también se nos dirige la mirada hacia la boca (los dientes, la lengua…), que tantísima relevancia, explícita e implícita, va a ocupar en diferentes cuentos, tanta como su colorida compañera, pues Sangre de narices o Dientes de leche son apenas dos líneas titulares para todo lo que cabe en el subsuelo textual de nuestra autora. Nos levantamos de la mesa mareados por un comienzo huracanado.
Tan preciosa su piel
Conservamos voz de hijo como canal de expresión en una especie de reverso extraño del cuento anterior, empujando al padre hacia otros significados y colocando a la madre en su posición céntrica para recibir el fuego. También conservamos la manada de hombres-de-la-casa.
Este segundo cuento familiar (la especie predilecta de Meruane) integra a mamá, papá y vástagos en un espacio de desesperación, azotado por el mismísimo contexto radiactivo-chileno, que desemboca muy especialmente en uno de los mastodónticos conflictos humanos de la saga entera: el hambre. Como segundo plato, alternativo, paralelo, con el mismo sabor a fuerte, habitamos por vez primera el pestilente fango del machismo, que en los cuentos de Avidez restalla en forma de abuso, maltrato, abandono, ausencia, secuelas estructurales, prejuicios o recuerdos infantojuveniles funestos, entre otros.
La decisión drástica, tan arriesgada, de salir a cazar para comer le corresponde al cabezón de familia, que no se marchará sin antes obsequiarnos con algunas escenas de ominosa potencia violenta. Pero es que todo se hereda: también el hambre y su complejo manejo emocional.
En un texto en el que brota la cuestión de las especies animales y la cadena alimenticia se inserta a las mil maravillas la rebelión de los miniclones paternos, asfixiados en el fondo de un cuento claustrofóbico que impacta desde sus entrañas de carne y hueso. El encierro y la trinchera. Tragar la salida y forjar una resistencia tan inesperable, tan endeble, tan triste. Con ella mueren las opciones más amables. Lina, se fue la luz de nuestros ojos.
La huesera
Redondeamos el hat-trick de excepcionales voces masculinas con la presumiblemente más bisoña de todas. Pertenece a Cucho (a.k.a. Luis para el resto), fiel escudero (y masajista rascador) de su hermana mayor Carlota -apunten sus nombres ante la rareza de la denominación concreta de los personajes que pueblan estas páginas-. Compite por ser el dúo estrella de la colección.
Entre rituales rutinarios, picores y bichos en la nariz (ah, la nariz, que rasca en altura a la boca en términos de atención facial recurrente), contemplamos una relación muy ciertamente íntima de hermanos en la que uno se entrega a otra para menesteres tan dispares como el entretenido columpio o la feria recaudadora que tanto necesitan.
Se aproxima el aniversario de sus padres y requieren de algunos preparativos: en la botillería del tocayo Luis el vino supone un peaje extraordinario. En este particular capítulo de la guerra mujeres vs. hombres Cucho se erige como héroe sobre la masa bastarda y putrefacta de mirones y.
Tras un periplo de emociones en zig-zag pero convicción inescrutable, arriban al cuando menos curioso lugar de la celebración, que se encuentra cerrado. Comida, baile y delirio es todo cuanto necesitaban. ¡Feliz aniversario! Y larga vida a este relato brutal que toca las teclas del binomio Eros-Thanatos a través de dos cuerpos fraternales que brillan hasta doler.
Función triple
Apartado el tono varonil, que pasen las tres hermanas, danzando sobre el candente hilo de ultratumba una jornada más. Cedido el testigo a la garganta femenil, la prole la completan tres hembras más: una muerta y dos gemelas. Una madre y dos gemelas. Una madre y dos hijas. Tan distinguido frente al anterior, su ritual consiste en la estudiada, obsesiva, responsabilísima (amén incluso de humillación o castigo) imitación, recreación de la realidad-con-madre.
Ese entrenamiento de la maternidad -en uno de los cuentos más importantes dedicados al tema, como lo será también Hambre perra– se representa la salida al exterior, al ajardinado cosmos en el que acontecen los misterios. Allá se extravían mascotas y se descubren huevos, imanes de un ciclo vital que activa un mecanismo de espejo a escala, con episodio de rotura y celebración incluido. La hija-narradora es la que asume el tercer, último y mejor intento de rol. Tan, tan evocador. Tan invocador.
La secuencia final es digna de una prodigiosa dirección cinematográfica inscrita al horror (nos atrevemos a tildarlo de ‘folk horror’). Hipnótica, solvente, transmisora de poso amargo y fascinante. Alcanzamos uno de los planos más oscuros de Avidez entregados al sacrificio, a la ofrenda, al eterno y jubiloso amparo: la piedad, la compañía de una madre que con su posesión acuchilla la soledad de sus crías. Y las… ¿salva?
Doble de cuerpo
Reducimos triple a doble en otro juego de sucesión de títulos para pulsar ahora una historia bárbara alrededor ese terreno tan lúdico para Meruane: el cuerpo. Habilitada por una de las dos piezas infranqueables del puzle protagónico de dos piezas, convivimos en la lectura con sus graves problemas cotidianos -accidente, narcolepsia como sal y pimienta sobre la herida- hasta obtener un milagro científico-técnológico. Quizás demasiado tecnológico. Biónico.
Herederas de la catástrofe radiactiva -hermanastras lejanas de la protagonista del venidero Reptil-, la [enésima] ausencia mortal de madre les otorga una vida de “in”dependencia colosal en la que el “auto”descubrimiento alimenta paulatinamente irreconciliables diferencias que solo con una medida sanitaria se puede zanjar. A priori.
De la desidia al abuso de control. Quien clamaba descanso comienza a adueñarse de la otra: para su beneficio, para su balanza al fin desequilibrada (pequeña venganza). Roza la piel psicópata, el veneno, que bombea pensamientos perversos latiendo callado en ese fondo de alma que retrotrae a la infantil luz del origen después del origen.
Pero ay el despertar de la memoria: de la repentina megaconciencia. El impulso humano irrumpiendo en la selva de última generación, destrozando avances para conquistar su mayor arma, tan incomparable: el alma. Acude primero la confrontación y finalmente la amenaza: la reclamación de una vida, de un placer, de un mundo, por derecho. Por derecho feroz de leona.
Si hasta este conato de más que apetitoso desenlace llegamos entusiasmados, lo que viene a continuación y remata definitivamente el cuento bien merece un atronador reconocimiento para la buena Lina Meruane. Directo a nuestro podio de imprescindibles.
Reptil
Un peldaño más en la edad de la protagonista-narradora surfea un apasionante texto construido a base de párrafos encabezados todos por la recurrente, martilleante y tan acertada fórmula: “Dicen…”. Va creciendo el volumen sucesivamente, igual que el color del escalofrío en su contenido, que explora una curiosísima vida desde la incubadora hasta un punto de no-retorno.
El relato de esta peculiar muchacha post-radiactividad bombea su gracia entre la leyenda y el testimonio -pensamos rápidamente en Liliana Colanzi y alguna de sus propuestas afines en Ustedes brillan en lo oscuro-. La sangre se hace dueña de buena parte del escenario en el que se mueve un personaje que ilustra el despoje de lo biónico y última-generación que eligió Meruane para aquella otra personita y la adopción de un disfraz mucho más anfibio, no alejado del alienígena.
La increíble cubierta de Avidez se hace quizás aún más notable en nuestro subconsciente en estas líneas de Reptil. El feroz contraste sangre/dolor/mutación/cuerpo femenino vs. blanco/pureza/libertad se proyecta en diversas direcciones. En todas se siente la irrupción de dos madres, pareja que gira la concepción familiar hasta ahora recogida en la colección -casi diríamos que estas dos madres no distan tantísimo de las siamesas de Doble de cuerpo-.
Si la sangre es la sombra incansable, la lengua es el arma latente: nuestra protagonista dispone en ella de un poder incontrolable y extraordinario, como herramienta de aniquilación de pieles, muebles, texturas… las paredes flageladas como protesta por el encierro anti-escuela.
Tal vez sea exagerado comentar qué visual es este cuento tratándose de otro hijo más de Meruane, después del repertorio que hemos disfrutado antes de estas páginas. Pero, vaya, que lo es: Reptil aglutina algunas de las composiciones fotográficas más fascinantes del excelso océano vertido por la autora.
Otro motivo de ovación que tampoco resulta sencillo de destacar después de todo es el gobierno de los espacios: en diseño e importancia argumental; para Meruane son un excelso personaje más. En este caso asistimos a la transición de la casa a la escuela como prevista solución y final aventura selvática entre rechazos, pánico histérico y…
Pensamos en la protagonista de Goodnight Mommy para explicar el extraño regreso al hogar de nuestra criatura. Esa oscuridad. Esa incertidumbre. Esa ¿suplantación? Ese ¿cambiazo drástico? Las madres lo celebran con una felicidad nunca antes vista -no nos hemos detenido en resaltar que ambas se muestran emocional y activamente de diversas y complementarias maneras que dan mucho juego a la trama, como aquellas siamesas, sí, especialmente cuando la secuencia envuelve su mirada sobre su hija-.
El desenlace imprime una huella más en la retahíla de pisadas livianas de Meruane: entrega en bandeja de plata la necesaria libertad para que el lector proceda a extraer sus propias y probablemente grotescas conclusiones, dentro de esa magia esparcida como maíz sobre otro delicioso plato familiar caliente y espinoso. Rico, muy rico este Reptil.
Hojas de afeitar
Acampamos en el instituto para ver florecer un cuento genial, explosivo, irreverente, hasta erótico: no soltamos la mano a la adolescente y ahora ponemos en ella una cuchilla de afeitar (una gillette, claro). Comienza el ritual de frotamiento del grupo de muchachas en el instituto, escondidas en el baño, en días marcados…
Pero entonces la irrupción (tan habitual en estos cuentos, a menudo vinculada a la salida, a la pérdida, a la llegada, a la novedad): Pilar emerge como potencial aliada, amiga-de-juegos-rasurados y presa. Estalla la adrenalina, estallan la sangre y la ambigüedad, estallan “lengua” y excitación sexualfestiva. Estalla todo entre sus piernas. Ah, bendita Pilar. Y que viva el vello. Nunca antes fue tan entretenido el acto del esquilado. Pequeña joya hermana pequeña de Varillazos.
Varillazos
En Varillazos observamos una imprevista “segunda parte” de Hojas de afeitar: permanece el grupo de adolescentes hormonadas dentro de institución educativa, encauzado por una voz narradora que perfectamente podría ser la misma del relato precedente. El imán no procede, sin embargo, en esta ocasión de una incorporación en cuerpo de compañera, sino del morboso cambio de registro en la dirección académico-social del centro por el que revolotean ufanas. Han llegado los británicos.
El chicas vs. chicos se hace terrible en torno al estricto nuevo inspector/director/presidente, que relega a su antecesora y sus debiluchas normas al ostracismo más hondo. Se impone la educación inglesa, entre ladies y thank you sir. Aterrizan los castigos corporales a los muchachos díscolos como parte del adquirido régimen. Y las diferencias de trato molestan, hasta ofenden: ellas también requieren de esos azotes, los necesitan, los anhelan, los aullan a la luna de la provocación.
El secuestro en el baño -ese déjà vu- es colectivo y tiene por objetivo el hurto de uniformes, esa piel masculina, ese traje de hombre castigable. No faltan las imágenes sugerentes, los picos de erotismo y los estímulos juguetones. Todo va rumbo hacia un final coral. En pompa.
Por el camino caen como prendas interiores al suelo distintos e interesantes elementos y trayectorias: el gato como animal que representa todo un mundo de texturas, olores, figuras… presentado al principio de un texto fileteado en pedazos que denotan ciertos avances progresivos en el argumento (a saber: avance de la acción, movimiento de la historia de una localización a otra, las partes del plan en favor del azotamiento…). Un guiño a la rasuración de vello femenino, un contraste -a veces llamado colisión- de mundos entre el anglosajón y el pretérito, una pelea salvaje en el comedor -guerra de comida que tantas veces nos ha divertido en la gran pantalla-…
A partir de la clave de la visión atrofiada podemos observar, paradójicamente, el enorme abismo entre ellas y ellos tan maravillosamente representado aquí: la forma de comportarse, de ser, el carácter sexual, el estatus social, la igualdad despreciada incluso cuando se trata de castigos. Ese punto cómico del señor cegato abarca por supuesto toda una desgraciada mirada universal. Varillazos es un golpe encima de la mesa. Y muy divertido.
Lo profundo
¡Un cuento en tercera persona! ¡Pidan un deseo! La voz narradora sigue a Mirta Sepúlveda con motivo de un conflicto en torno a un agujero ¿a modo de ombligo? que no se termina de curar -ni ella se deja-. Se presenta uno de los grandes nombres de esta antología rodeada de secretarias y asistentes y enfermeras y mucho ruido. Todas hablando, en una hipérbole del elemento boca que tantas habitaciones ocupa entre estas páginas.
Y saliente sobre toda esa cascada de palabras la favorita de Mirta: ‘no’. Una leve mención al hambre (como en tantos cuentos, pero a colación dado que el siguiente es Hambre perra) y un cierto halo de misterio alrededor de la ficha de Mirta desatascan el nudo del planteamiento para convertir la propuesta en algo mucho más complejo que un ‘hoyo’ en el cuerpo.
Se revela el poder del agujero entre lo erótico y lo desagradable, entre lo misterioso y lo extrañísimo, secuencias que hacen gala de un espectacular cosmos dedicado a ese hueco, a ese espacio indefinido, a esa cavidad (in)deseable, con tantos sinónimos, imágenes y metáforas que terminamos embelesados por cuanto da de sí el dichoso boquete. No es el único momento hilarante: buena parte de la carcajada se la debemos al dúo de vigilantas de la protagonista, que hacen de su conversación un oasis antidramático.
La originalidad impera en un texto magnético, que nos atrapa por su ritmo, su fantástica elaboración de los personajes y sus virtudes estilísticas. ¡Hasta da tiempo para incidir en el choque mujeres-hombres de manera más superficial! Qué difícil nos lo pone Lina para las quinielas, eh.
Hambre perra
El cuento animal por excelencia (muy corporal, pues, como ya hemos dicho, el cuerpo es el gran terreno de juego de Lina en estos relatos; muy animal, incluso por delante de otros que integran ejemplares como el reptil o la burra, porque el personaje de La Negra se los come a todos).
Recuperamos la primera persona tras la excepción de Lo profundo y leemos a oscuras un cuento particularmente teñido de color negro, de noche, de opresión. Un cuento familiar configurado en dos capas (sucesivas cuando no simultáneas) que funciona como reverso imprevisible del inicial Platos sucios: allí todo hombres, aquí todo mujeres+hembras. De paso, se reconoce de manera muy explícita la amenaza del hombre como especie propia.
Nos encontramos con una historia brutal en torno a la maternidad (quizás sea el cuento más destacado en este aspecto dentro del abanico que puedan conformar Tan preciosa su piel, Función triple, Reptil…). Demoledora en la relación maternofilial madre(s)-hija(s), con acento en el proceso del embarazo y alumbramiento.
El hambre hecho monstruo: desgracia y venganza se enzarzan en una disputa por el sentimiento más cruel. Supervivencia, soledad, muerte y el regreso del cuchillo como amigo íntimo para finalizar rituales. Las imágenes confeccionadas en sus páginas, sobre todo aquellas pertenecientes a su remate, son auténticos monumentos principales del Terror que puede exhibir Avidez. Cuesta tragarlo. Nos encanta.
Dientes de leche
¿El más inclasificable? Una perla literaria -y metaliteraria-. En muy poco espacio (el más breve de todos los cuentos) y con muy pocos personajes: el viejo, la burra lechosa, la muchacha infantilizada y las taberneras socarronas que la instan u hostigan. El hambre y el hombre como binomio destructivo, la figura quijotesca, el lenguaje puramente oral. Vinculamos el escenario a un western. Su entretenimiento, su peso social y su fuerza conmovedora ejercen de pilares de una píldora fabulosa. Es un texto escandaloso.
Sangre de narices
El thriller de Avidez. Por supuesto: narices. Por supuesto: sangre. La historia muy entretenida y rítmica de María Carolina Geel, escritora, antes conocida como Georgina -nombre que es cedido a su nueva rata-hámster-.
Gracias a dicha adquisición-regalo se abre el debate definitivo en la dimensión menos esperable de la confrontación hombre/masculino vs. mujer/femenino: el de los artículos, el de la gramática, el el contra el la, el un contra el una… todos vertidos en combate sobre un lienzo de esos que de vez en cuando, a modo de paréntesis narrativo, nos regala Lina para introducir con gracia y apariencia cuestiones o reflexiones subliminales.
La escritora se halla reclusa, sin cejar en su desempeño literario, persiguiendo tocar con sus deseos el hasta ahora frustrado sueño de la vida plena de autora. Se desliza el hambre entre las costuras de la misoginia y el crimen. María Carolina Geel nos cuenta su sórdida actualidad a causa de un olor. Un olor tan particular como insoportable, obsesivo, fóbico.
El componente celoso, asqueroso-hormonal y trastornado juega un papel fundamental en la configuración de un cuento divertido, potente y más policíaco que ninguno. Nuestra protagonista es arrolladora, exhibe una personalidad rara vez saboreada en otros personajes de esta antología (figuras mucho más difusas, sombrías, ambiguas). Su poder de atracción resulta el epicentro de una trama muy golosa. ¡Disfruten!
Ay
El cuento final de la serie con título onomatopéyico: un texto frenético escrito sin trocear en párrafos físicos, sino un bloque gigantesco de palabras, como un iceberg, que comienza con el ‘Ay’ que tanto acompañará el relato a cada paso para ir introduciendo saltos y partes de la narración (como hace la autora con “Dice…” en el cuento Reptil).
Esta vez la voz de mujer-madre se muestra orientada hacia un tú determinado (acaso el tú más sólido del conjunto), su hija Aitana, que sufrió un accidente y perdió una mano. La “ausencia” del padre parece justificada en esta ocasión, como sucedía en Tan preciosa su piel: sale en busca de la mano de su hija.
El texto despega con otro gran homenaje al olor como perfecta introducción para una sucesión de páginas angustiosa, por la forma en la que está escrito, acentuado además por esa dirección hacia el tú que tanto abruma al lector. Hambre y muerte se fusionan en un diálogo espeluznante en torno a los dos trabajos del personaje narrador: el de madre y la tanatopraxia, una madre que defiende a ultranza a su hija (de su imprudencia, de su negligencia, de su ¿crimen?) durante el denso y espinoso recorrido de los acontecimientos sobre terreno social y juvenil. Se trata de una madre ciertamente distinta a la mayoría de las que pueblan esta antología.
Un cuento mordaz, muy fresco y entretenido, ideal para echar el candado a un libro que va del tirón a la lista de imprescindibles: qué voz la de Lina Meruane.
Avidez nos traslada la sensación general de haber conocido personajes obsesivos, nerviosos, histéricos, cuyo comportamiento afecta a la manera de narrar de la autora, que se viste como un filtro tembloroso, transparente, de piel pegada a su creación. Ella usa el ritmo para causar inmersión y constante agitación. Propone a la mujer como gran protagonista de una colección de la que cuesta elegir un cuento favorito o tres predilectos, pues estamos ante un libro extraordinariamente igualado, equilibrado, instalado en nivel alto, fantástico para descubrir o revisitar a Lina Meruane. Bravísima.
Altavoz Cultural
Entrevista a Lina Meruane

Bienvenida a Altavoz Cultural, querida Lina. Avidez reúne en sus páginas una colección de cuentos cuya datación abarca desde Platos sucios (1994) a Reptil (2023). ¿Qué identidad global consideras que puede extraer el lector a nivel conceptual o, quizás, argumental? Asimismo, nos gustaría conocer los motivos que te llevaron a decidir el orden en el que aparecen presentados los cuentos.
Es precisamente el título lo que hila los relatos de este libro; cuando los leí todos juntos vi claramente que todas las protagonistas, porque son sobre todo mujeres las que protagonizan los relatos del libro, estaban movilizadas por una avidez que va de lo concreto (el deseo de comer) a lo pulsional (el deseo obsesivo de algo indefinido). Tomando en cuenta la variación del deseo, que tiene una cierta correlación con la edad de los personajes, decidí no organizarlos siguiendo la cronología de la escritura sino más bien siguiendo las edades de los personajes, de la infancia a la adultez.
Dentro del vasto repertorio corporal que desatas en los diversos cuentos destaca especialmente la boca (con sus dientes, sus encías, sus labios, su hambre…) como elemento catalizador. ¿Cuándo recuerdas que comienzas a interesarte por su presencia en tus textos y qué bocas ilustres (desde la literatura, desde el arte, desde el horror, desde el mero y burdo intento de representación…) han contribuido de algún modo a tu propia configuración de su imagen?
Qué cierto: uso una serie de imágenes que convocan la oralidad, tanto alimenticia (comer y devolver) como discursiva (inspirar y hablar); me interesan ambos planos, ambos movimientos. Me cuesta identificar traumas bucales propios en este libro o en alguno de mis libros: no está la extracción de los premolares que no me cabían en las encías ni los dolorosos ajustes de frenillos para enderezar lo que mi dentista llamaba mi “ensalada de dientes”; sin embargo, tal vez esos episodios me hicieran reparar en la boca como lugar de dolor y de placer… Y acaso por ello me haya detenido en imágenes de bocas muy poderosas, entre las cuales acaso las más impresionantes e inolvidables sean estas. La representación teatral de “Not I” (literalmente, “no yo”), una obra breve de Samuel Beckett en la que sólo se ve la boca roja de la mujer que habla repetidamente sobre un episodio de violencia. “El grito”, esa pintura conmovedora e inolvidable de Edward Munch que es casi pura boca. Y “Saturno devorando a sus hijos”, de Goya.
Dos de los ingredientes que podemos reconocer en esta colección son el erotismo y el horror. Observamos dosis del primero en Hojas de afeitar o Varillazos; vislumbramos el segundo en Función triple o Hambre perra. Pero ¿cuál es tu concepción literaria de cada uno de ellos, dada la forma tan original, personal, de expresarlos en esos cuentos?
No he hecho una reflexión sobre el erotismo ni sobre el horror en mi obra: esas son las libertades que yo, como pensadora de la literatura, me permito cuando escribo ficción. No conceptualizar. No sobre-analizar. No escribir-pensando. Y me parece que en la escritura del cuento es donde más dejo correr la tecla, donde más dejo que mis personajes hagan lo que tienen que hacer, donde nunca cambio los finales y nomás pulo la escritura. A diferencia de la novela que es más lenta y requiere más tiempo, los cuentos los escribo de una sentada o de dos sentadas y no les doy más vueltas.
La figura de la madre está de rabiosa actualidad: mediante ensayos psicosociales, antologías de relatos que retratan su capacidad imprevisiblemente monstruosa, desgarradoras crónicas sobre la pérdida o la ausencia… En Avidez encontramos algunos ejemplos fantásticos de su poderío como personaje y símbolo. ¿Cómo sientes que ha evolucionado la visión de la madre (y de la maternidad) en el ámbito de la ficción y de qué modo te satisface más a ti acercarte a su expresión?
Estoy de acuerdo con esto que señalan, desde que escribí mi diatriba Contra los hijos y examiné la representación literaria de las madres y la crianza, vi cómo comenzaba a validarse y valorarse literariamente este tema. Y en los últimos años asistimos a una multiplicación de novelas muy potentes que trabajan en torno a estos asuntos (La hija única de Guadalupe Nettel es una, Distancia de rescate de Samanta Schweblin es otra), pero hay decenas). Y observo que incluso los escritores hombres se han hecho eco de esta tendencia y empiezan a escribir sobre la paternidad. (Andrés Neuman y Alejandro Zambra, por dar dos ejemplos). A mí la madre que me interesa, y sobre la que he escrito más, es la atormentada figura de la madre profesional, la madre que trabaja fuera de la casa, la que se ausenta, la que sufre una serie de demandas difíciles de compaginar. En Avidez, libro que tiene un recorrido temporal tan extenso, aparece una variedad de madres más amplia (las muertas y las vivas, las profesionales y las domésticas, las crueles y las culposas, las casadas, las solteras, las cuir): no hay un modelo de madre, no hay una madre, porque las madres, dentro y fuera de la ficción, son muchas y muy diversas.
¿Cómo crees que contribuye Chile al panorama literario actual, sobre todo respecto de la narrativa breve, el cuento, y, desde tu experiencia docente, qué rasgos de su ecosistema sociocultural consideras que se aprecian de manera más clara y relevante una vez que se leen sus obras desde la distancia, desde otros países y contextos?
En Chile, como en todos los países latinoamericanos, hay una importante producción cuentística que ha sido invisibilizada por las editoriales grandes, porque existe la idea (a mi juicio infundada) de que el cuento no se lee. Y por supuesto que no se lee si no se publica… pero precisamente hoy que se habla del poco tiempo para la lectura, de la poca concentración de los lectores emergentes, el cuento es un género muy afín a estos tiempos y yo acostumbro a enseñar relatos más que novelas… Pero volviendo a la pregunta, Chile tiene una tradición de escritura de cuentos cortos y cortísimos (porque el género del microcuento tiene muchos autores), no hay en Chile novelista sin cuentos excelentes y las editoriales medianas empiezan a valorar el relato corto y la novela corta donde se concentra la trama.
¿Cómo ha sido tu experiencia editorial con Páginas de Espuma en torno a esta tremenda aventura de publicación de Avidez?
Una experiencia preciosa: Juan Casamayor es un gran lector y por lo tanto un gran editor, y fue estupendo lo que su lectura me descubrió en cada cuento y en la articulación del libro, pero además el equipo editorial es entusiasta y efectivo, se mueve junto en el acompañamiento del libro. Eso, en mi ya largo recorrido de publicación (en editoriales grandes, medianas, pequeñas y minúsculas), es un verdadero lujo.
¿Con qué fruta acompañarías su lectura?
Con un membrillo, esa fruta fibrosa, dura y peligrosa de pelar, esa fruta áspera y amarga e incluso astringente que deja con sed cuando se come cruda (como se come en este libro), pero que cocinada y hecha dulce es lo contrario, suave y perfumada. Esa es la mezcla de sensaciones que quise producir en este libro.