-Urraca Pega-

Desde que me propusieron escribir sobre el Camino de Santiago, he estado estrujándome los sesos sobre cómo explicar mi experiencia. Porque, vamos a ver: ¿estamos todos hasta las meninges de artículos en los que la o el articulista habla de sus positivas experiencias personales? Espero que sí. Porque a mí me repatean. Y es difícil no hablar del Camino en positivo.
Porque el Camino no es todo alegría y jolgorio. En televisión salen los peregrinos risueños, emocionados, satisfechos, pero eso no es ni de coña la realidad exclusiva del Camino. Por ello, me resisto a escribir una pieza romantizando el Camino. Además, tengo el agravante de que escribo fantasía urbana, maldita sea. A la que pierdo el control, empiezo y acabo pariendo piezas de realismo mágico.
Y aunque hubo magia, señores, no es plan de elevar las expectativas hasta el punto que encontrarse con la Santa Compaña sea un must. Eso me daría una pésima evaluación en tripadvisor.
Así que no nos engañemos: el Camino es sacrificio y esfuerzo. No es una experiencia para cualquiera. Es muy fácil rendirse. Personalmente, yo habría abandonado el segundo día de no haber sido porque me desafiaron con un “no hay huevos” al que respondí con un “sujétame el cubata”. Una tiene su orgullo. (Por cierto, a todos los que dijisteis que no sería capaz: it sucks to be you.)
Entonces, ¿qué me queda? ¿Cómo explicar por qué yo (ni por asomo una trend setter) y tantos otros hemos contribuido a batir el récord de peregrinos en 2023? Pues queda explicar mal, la verdad. Así, a pelo, diría que quizás, quizás, después de la pandemia y tras una interminable cadena de crisis, todos nosotros hemos necesitado dos años para que nos pongan entre la espada y la pared y nos pudiéramos percatar de la misma necesidad de… ¿cambio? A saber. Lo que sí os puedo confirmar es que, en efecto, la mayoría estábamos buscando algo.
Y he aquí por qué cuesta explicar el Camino. Porque no solo es arduo: es que no es generalizable. Todos los peregrinos tienen inquietudes diferentes. Y yo solo puedo hablar por mí, de mis desquiciamientos (que son una jartá) y mi búsqueda particular. ¿Y ha tenido esta éxito? Pues no. Ni de lejos.
Porque tú buscas, pero el Camino te da, no lo que esperas, no lo que quieres, sino lo que necesitas. Y no sabéis lo que me repatea haber escrito esta frase. Es demasiado zen para estas horas del día. Pero hay que asumirlo… El universo no te da respuestas, las decisiones tienen que ser todas tuyas.
Pero el Camino ha ayudado. Lo empecé buscando dirección y clarividencia. (Y volver eventualmente a por aquel cubata.) ¿Y qué me ha dado el Camino? Paz de espíritu. Sigo igual de perdida, pero me dejé la ansiedad en los senderos.
Ahora me toca averiguar por mí misma por qué gónadas es así. ¿Qué es el Camino?, preguntas, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul…
El Camino es encontrarte con un peregrino, charlar un buen rato y despedirte de él sabiendo que probablemente nunca más volverás a verlo… para luego encontraros dos jornadas más tarde en medio de una carretera… y montar una escena: él tira la bicicleta por un lado, tú los palos de andar por el otro, corréis y os fundís en un abrazo como si fuerais hermanos separados al nacer.
El Camino es que te miren con asombro porque no tienes miedo de caminar sola, aún cuando amigablemente se narran casos de peregrinas que fueron asaltadas, violadas, heridas o matadas en años pasados. Eso, sí, que te lo dicen de buen rollo, ¿eh?
El Camino es que te salgan ampollas. Y luego te salgan ampollas sobre las ampollas. Y luego te salgan aún más ampollas sobre las ampollas… hasta el punto que se te peguen los dedos gordos con los índices de los pies mediante bolsas de piel saturadas de icor. Es que medio presupuesto se te vaya en comprar tiritas con gel. También es decirle al pie derecho que tiene el doble de ampollas que el otro y cuya uña gorda se ha puesto roja y te duele una barbaridad (se caerá dos semanas más tarde), que es por cosas como esta que te cae mejor el pie izquierdo. Y es luego coger el pie derecho con las manos y pedirle llorando perdón porque sabes que los favoritismos no llegan a ningún lado y lamentas herir sus sentimientos. Porque cuando te dan bajonas estando exhausta, te dan de verdad…
El Camino es que al menos tres veces al día tu cerebro se cachondee de ti diciendo lo de “caminante, no hay camino, se hace camino al andar” o haciéndote oír a la del Monte con aquello de “yo iba de peregrina y me cogiste de la maaaaanooooo”.
El Camino es encontrarte con una arqueóloga en Santa Caterina, quedarte a charlar con ella durante tres horas y que se te entelen los ojos porque te deja sostener en las manos piezas de cerámica celtíbera de más de dos milenios de antigüedad.
El Camino es argumentar que, habiendo llegado al destino del día, has de continuar caminando al siguiente pueblo aunque no te sientas las piernas porque, y esto es absolutamente verdad, te has dejado un pensamiento a medias.
El Camino es ver estampitas de un Jesucristo super cachas desperdigadas por doquier y tragarte la risa cuando oyes al americano de turno preguntar “was Jesus always this buff??”…
El Camino es aprender a llevar ligero. Porque no se te ocurre usar el servicio de transporte de mochilas (al fin y al cabo, no sabes dónde te caerás muerta). Nunca volverás a viajar como antes porque habrás aprendido lo que es imprescindible llevar. A partir de ahora, a la mierda los porsiacas.
El Camino es percibir maravillas. Un arco iris vertical entrando a El Bierzo. El trayecto de Foncebadón a Acebo cruzando matas de brezo en flor en medio de una nube de mariposas tornasoladas. Salir de madrugada a oscuras de Sarria, quedarte sin linterna, y mientras esperas que salga el sol, verte rodeada de luciérnagas. Y, luego, al comentárselo a algún hospitalero, que éste te mire con los ojos muy abiertos y te diga, emocionado, “¿sabes que casi no quedan?”.
El Camino es en cierto albergue descubrir que, en la veintena de literas, eres la única tía, pero no pasa nada, y pasarte los instantes antes de dormir imaginándote la cara de escándalo que pondría tu madre.
El Camino es reír hasta llorar y no poder respirar con el relato verídico de una noche de pasión tórrida en una litera de cierto albergue en Astorga, narrada con salero por un testigo salmantino más bruto que hecho de encargo, o con la historia de las novicias, la madre superiora y la forma del miembro que tuvieron a bien narrarte en Pontecampaña.
El Camino es cruzar la frontera de León y Lugo y, tan pronto como pones pie en las arboledas de Galicia, sentir que te invade la sensación de por fin haber vuelto a donde debías haber estado siempre, caer de rodillas y ponerte a sollozar a grito vivo. Y que nadie te diga nada porque lo entienden.
El Camino es pasar la octava jornada (ola de calor, cuarenta a la sombra) llorando de debilidad porque no puedes más. E ir preguntando de albergue en albergue si tienen plazas y que te digan que está todo reservado (qué narices). Y llegar a Portomarín al borde del colapso y casi viendo la luz al final del túnel.
El Camino es que se te adelante la regla por el exceso de ejercicio y desesperarte porque no te cruzas con un misérrimo supermercado, o una farmacia, y te indignas porque las máquinas expendedoras de primeros auxilios de los albergues no venden compresas o tampones (¿¿en serio??). Los dioses bendigan a las camareras de buena voluntad que te ofrecen productos de primera necesidad y te arrancan el más sentido “que dios te lo pague” en tu primer ramalazo cristiano en años.
El Camino es oír “¿has oído lo de la plaga de chinches?” y sentir sudores fríos.
El Camino es encontrarte con gente nueva, con segunda visión, que te lean las auras, que te toquen la mano para darte su bendición, que te enseñen los cuarzos, que te guíen por laberintos… Es hablar de todo con todos (¿pero tú no eras asocial, criatura?), recibir abrazos, coger manos y oír historias.
El Camino es ver el botafumeiro y preguntarte qué le ve la gente porque… meh…
El Camino es llegar al Pórtico de la Gloria y, al contrario de la gente que observas a tu alrededor, no sentir orgullo por la proeza de recorrer trescientos y pico kilómetros, sino desazón porque se ha acabado. Y es que la última hospitalera te coja la mano y te diga “es normal estar triste, y ¿sabes?, te vas pero seguirás transformándote… el Camino es muy grande…”.
El Camino es saber que volverás a él.