-Pathosformel-

   Ah, regresó la apisonadora, la serpiente de la literatura horrible, la emperatriz de las almas torturadas, la matriarca de las bocas que muerden, la diosa del sadismo escrito, la ama y señora del escenario de nuestras pesadillas, la capitana de… bien, sentimos que captan la idea al presentar a Flor Canosa cual luchadora de wrestling con doscientos apodos posibles acerca de su brutalidad somatizada, de su enormérrima capacidad sabrosa para la destrucción del humano como conjunto amorfo de normas rotas y huesos magullados. Bien.

   Post Mortem, que nos traslada desde antes de abrirlo siquiera una nube de sangre y humo muy negro, está compuesto por una veintena de “opus” a modo de actos narrativos de la historia y contiene como extra una entrevista a la autora. Coincide la mitad (opus diez) con la salida de Noemí del Orfanato a la mayoría de edad. Es una gran fábula tenebrosa y horrenda, un escupitajo negro mugre en la boca blanca impoluta del dulce cuento fantástico. Un auténtico festín post-traumático que persigue una supervivencia constante refugiada solo en las paredes del cuerpo de la protagonista y su palabra clave: “no”.

   Nos fascina Noemí desde su mera etimología. No recordamos un personaje de tamaña dimensión en la novela contemporánea. Ella es el vehículo argumental y discursivo, el todo y sus bordes. Atravesamos su vida desde una espectacular, tan soberana, impresionante y odiable primera secuencia de nacimiento hasta la conclusión de su presente instaurado entre sombras, castigos y sabotajes mentales y un universo onírico cada vez más abierto, imparable, como una gran boca que la mastica.

   Post Mortem es una milanesa de venganza y muerte, de búsqueda interior y férrea resistencia al exterior -entendiendo por exterior todo aquello que se aleja de nuestros límites físicos-. Esa masa caliente y viscosa se mueve lenta, casi insultante, sobre la ouija de la familia, un tablero que marca a fuego origen y destino, como si de las banderas de una travesía en transporte se tratara, de parada a parada. Esa marca (de nacimiento, perdón) es inquebrantable, y la determinación de nuestra niña, que nace más mujer adulta que niña, está a su altura.

   Los aledaños socioemocionales de Noemí quedan en las antípodas: solo reconocemos daño-dolor, muy tenues pero fundamentales consuelos en forma de excepcionales personas buenas y potenciales armas en contra detectadas con solo echar a andar, tanto dentro (del Orfanato, del sistema), como fuera (del Orfanato, en la calle de la vida, en la permeable identidad de una crianza como la suya). No vemos caras ni manos, sentimos alientos, oídos heridas, leemos frustración y veneno, olor como a fruta podrida.

   La novela no ahonda en la descripción atmosférica del entorno, de un ambiente previsiblemente viciado, jodido, sino que decide una estrategia más inteligente y, resultantemente, genial: todo lo expuesto en el foco visual nace de las tripas y costillas de Noemí, que cataliza el mundo según cómo este choca contra su piel. Noemí come el cosmos, lo vomita y nos lo entrega con sus manos pringosas. La subjetividad obvia aparcada al margen, nos recreamos en efectos, luciendo Canosa su habitual virtud para la falta de adorno pavo, de capricho filigranesco inoperante. Su literatura es puro páncreas.

   En esas coordenadas seguimos -a veces en una especie de found footage- la escalada de Noemí por materializar su propiedad personal y por acometer la complicada vendetta que le quema los pulmones. Esa travesía por el conducto suturado entre pasado y futuro derrocha desagradabilidad, repleta la odisea de episodios rudos, implacables en la dosis de humor negro cuando la mano que oprime descansa o se olvida brevemente de apretar.

   Pero por supuesto que disfrutamos de las babas, de la bilis, del pestazo a rata muerta; por supuesto que nos escurrimos ufanos entre los temblores del corazón que no encaja en el irregular rompecabezas de un sistema trunco, capado, machista, aislante, “excesivamente burocrático”. Sin embargo, no desamparamos jamás la empatía: Noemí no es ninguna heroína porque además no lo pretende y se la suda, reviente cánones de comportamiento y bases de posibles alineamientos, si bien no alcanza ni a la mártir ni a la antagonista, ni imita a Charlize Theron en Mad Max: Fury Road ni se erige como imponente Lara Croft. Tan solo quiere saber vivir y curarse. Tan solo es un accidente que niega y pelea.

   La parte final, en torno al último tercio, desembarca una estampida de oscuridad atroz, una borrasca suficientemente críptica como para pellizcarnos el vello, repleta de momentos turbios, asfixiantes, catárticos. En este hueco es donde mejor entra nuestro comentario sobre el estilo canosiano, sobre el léxico individual -que tanto contrasta con el conjunto de autores que aglutina el catálogo de Pathosformel, catálogo en el que cuadra soberanamente bien esta voz y esta obra, siendo Flor máxima exponente latinoamericana de las letras oscuras-, una forma, en definitiva, que agiliza, que acelera sobremanera el caudal visual y acompaña al lector con una solvencia extraordinaria. Puro avión contaminante.

   Tal vez lo más bonito de Post Mortem es que identificamos la mano de su autora: la argentina se cuela en el asqueroso jardín mortal del splatterpunk para cagarse sobre las mustias flores, lo hace siendo ella misma, una pluma de águila negra, con sus garras y su pico nacido para la literatura. Abróchense las vendas para vivir este viaje al infierno terrestre presidido por verbos como romper y sangrar.

Altavoz Cultural

Entrevista a Flor Canosa

Bienvenida a tu casa, bienvenida a Altavoz Cultural, querida Flor. ¿Cómo nace Post Mortem y qué propósitos principales alberga propuesta?

En primer lugar, siempre es un placer acercarme a ustedes que tan bien me tratan, así que va mi más sincero y amoroso agradecimiento.

Con respecto a Post Mortem, nació de una imagen. Aunque suene raro, esa imagen era un meme de un bebé naciendo con cara de enojado. Así es la cultura popular, un chiste puede ser la idea disparadora de una historia violenta y política. Por supuesto que ese rostro es una interpretación de los adultos, un bebé no conoce todavía el significado de las expresiones faciales, pero me despertó la pregunta ¿siente dolor?, ¿está molesto?, ¿qué puede haber sucedido en la panza de su madre o en el parto mismo para nacer tan contrariado? Y de esa pregunta surgió una respuesta que prevaleció por encima de las demás: el horror, la muerte, el sufrimiento.

Con ese punto de partida, me propuse construir una suerte de fábula que acompañe parte de la vida de la protagonista, dando lugar a la idea de que todo debía ser posible. Sin seguir una línea de realismo, coqueteando con el terror, la ciencia ficción, el realismo mágico, el policial, la denuncia y la mitología, y con la intención de que tanto la narradora como la protagonista estuvieran muy cerca en lo formal, para que la narradora pudiera ponerle palabras a aquello que Noemí no lograría conceptualizar. Por eso es una tercera persona intervenida, no es pura, no es objetiva. La narradora a veces se enoja y traspasa su rol.

¿Cómo diseñas el personaje de Noemí, que tanto nos ha cautivado? ¿Qué elementos de tu imaginario, de tu simbolismo autoral y qué referencias personales y/o literarias podemos apreciar, aunque fuese livianamente, al observar su desarrollo a lo largo de las páginas, a través de todas esas etapas vitales?

Con Noemí me propuse llevar al extremo las características del trauma. Ella es, por momentos, bastante inconsciente de su entorno macro, porque es un personaje que no cree en la existencia de un futuro. No se permite proyectar, vive en un presente continuo y está justificado por todo lo que le sucede. Su cuerpo es del Estado hasta los 18 años y tiene un pie siempre en la muerte. El único objetivo que encuentra es subsistir y encontrar la punta del ovillo de su genealogía. En la presentación con los editores de Pathosformel surgió la pregunta acerca de la herida del trauma, y eso es algo que queda estampado en la psiquis y en las formas de actuar. 

Creo que, con respecto al imaginario, hay más de Pulpa que de otras de mis obras en Post Mortem, más que nada por el estilo directo y lo explícito de la violencia. También en ese propósito de una forma más coloquial de narrar, sin tantos artificios formales. El cuerpo, por supuesto, es siempre mi tema central, y creo que esta historia me dio la posibilidad de otras exploraciones. Tiene algo de cuento de hadas (la bella no durmiente, el lobo feroz, las tres hadas madrinas), así como las menciones a la mitología. 

¿Cómo sientes que contribuye el matrimonio entre cuerpo y horror explayado en esta obra a tu trayectoria, tan cultivada en esa unión? ¿Qué implica Post Mortem en ese sentido para tu cosecha personal de escenas extremas?

Me resulta más horroroso el matrimonio entre el cuerpo y el horror que otras formas de terror. Siento que no me interpela tanto un horror que viene de afuera y que se manifiesta en otras figuras espectrales, pero sí me atrae aquel horror que nace o se hospeda en el cuerpo. Una especie de terror de adentro hacia afuera que, por supuesto, tiene origen en ese exterior hostil representado por un asesino, el abandono, el abuso y otras manifestaciones. De todas formas, sigo escribiendo y estoy explorando otros campos, como el vampiro o el fantasma, pero siempre intento narrar lo que le pasa al cuerpo en las distintas representaciones del monstruo. En Post Mortem, específicamente, hay de todo un poco: un parto que es una autopsia, el abuso en las infancias, la sexualidad, la necrofilia, etc.

Experimentamos una sensación brutal en torno a cómo se mueve Noemí por los diferentes estadios de la trama: es como si Flor Canosa le hubiera otorgado su corazón, como si creadora y creada estuvierais estrechamente vinculadas a niveles casi carnales, casi biográficos. Damos por obvio, quizás en exceso, que la autora no sufre o no sufre mucho escribiendo una obra así, pues te conocemos y hemos leído más textos tuyos, pero vamos a confirmar o desmentir: ¿has padecido en algún momento durante el proceso de desarrollo de este diario que dibuja la vida de una chica como la protagonista? ¿Cuáles son los miedos más salvajes y cuáles son las críticas sociales más feroces que esconde ese proceso desde tu propia implicación personal en la obra?

En realidad, Noemí tiene nada que ver conmigo, es quizás uno de los personajes menos autobiográficos que he escrito y ese fue el desafío. He sufrido episodios de microviolencia, de abuso psicológico, de acoso laboral y es, por desgracia, casi inherente a las prácticas que están impregnadas en la sociedad y que, por suerte, tienden a desnaturalizarse, aunque falta muchísimo todavía. Sobre todo en el caso de los colectivos más vulnerados. Tal vez por eso la narradora es tan íntima, para comprender a Noemí y explicarla a lo largo de la trama. Lo que le pasa es, quizás, la extrapolación de los grandes miedos (sobre todo femeninos) que tienen que ver con el cuerpo, con la violación, con la pérdida del control, la falta de amor y también en cómo podemos ser víctimas del sistema que no sólo no nos cuida, sino que tiene muchos actores que pueden intervenir para dañarnos a lo largo de nuestra vida. Quería crear un personaje indefenso, pero que intentara salir de ese espiral descendente, aún con todo en contra. Luego, es un catálogo de horrores con una dosis de exageración, pero no tan lejos de la realidad de muchas mujeres que no tienen contención o que son directamente violentadas e ignoradas. Estoy en una situación de privilegio al poder narrar cosas que no viví de esa forma tan extrema y no pretendo ser panfletaria, aunque sí siempre política.

Hablemos de cosas más amables, como la violencia: ¿te parece más peligrosa la que es explícita (abusos, maltrato, sadismo injustificable…) o la que daña por omisión de socorro, por preferir no salir perjudicado, por reír las torturas que ejercen otros en lugar de censurarlas (abrimos este paréntesis, aunque nos salgamos de la novela un instante, para incluir la cuestión de las redes sociales)? 

Toda la violencia es peligrosa porque siempre encuentra la forma de colarse a través de los espacios que más daño hacen. Ya escribí sobre el masoquismo consentido, en donde Irma (la protagonista de Pulpa) era feliz siendo torturada, pero no hay que confundir eso con la violencia no consensuada. Amenazar a alguien por las redes sociales puede dañar mucho la psiquis de quien recibe ese hostigamiento. No conseguir apoyo cuando se quiere salir de un círculo de violencia es tan nocivo como la violencia misma. No creer en un relato de abuso, la crueldad hacia los más necesitados o indefensos, la omisión o la burla, son todas formas de perversión. A su vez, vivimos en una época en que la violencia está completamente naturalizada desde los materiales audiovisuales. Fernanda Melchor dijo en una entrevista: «hay una intención de devolverle el horror a la violencia, porque la hemos ido espectacularizando o banalizando, porque hablar de la violencia ahora es un cliché».

Estamos insensibles ante la violencia en general. Creo que ahí está la clave de muchos comportamientos sociales. Pareciera que el otro (más si es un usuario de redes) no tuviera entidad y ni hubiera consecuencias en maltratarlo con total impunidad. Además, nos hemos acostumbrado al reguero de muertos sin nombre en la ficción (cine, juegos), como cuerpos descartables. No somos conscientes de que cada masacre está compuesta por seres humanos con nombres y apellidos, entonces ahí creo que es importante devolverle el horror a la violencia, porque en la vida real no existe el respawn y detrás de cada muerto hay dolor, familia, una red que se rompe.

Ahora vayamos a esa impresionante resolución, a ese gran desenlace sin hablar directamente de él para no destriparlo: ¿tenías claro que querías llegar a ese punto cuando comenzaste a escribir?, ¿cómo fue el proceso de cierre de la novela en cuanto a decisiones y último tramo de escritura?

Justamente, el final original (que a mí no me convencía) fue conversado con Albert Kadmon y Sergi G. Oset, porque había una especie de final feliz que atentaba contra el «mensaje» (y lo pongo entre comillas porque no quiero que se entienda que hay una moraleja directa), y apenas lo charlamos se me acomodaron todas las fichas en la cabeza y supe exactamente lo que necesitaba. La violencia no termina cuando termina el libro, y era eso. No se puede ganarle fácilmente al patriarcado.

En el catálogo editorial de Pathosformel abunda la perversión como ingrediente cotidiano, entre nombres como Edward Lee, Ash Ericmore o Sean Hawker. ¿Qué tal te sienta compartir espacio con tales gárgolas del splatterpunk y cómo ha sido tu experiencia trabajando con el equipo que ha hecho posible el libro?

No escribí un splatterpunk conscientemente, pero lo es, tiene todo lo que se necesita para ese género, y lo supe gracias a las editoras de Horror Vacui que lo leyeron y me dijeron: «Esto va en Pathosformel» y fue instantáneo. Albert y Sergi abrieron espacio en el catálogo que ya tenían cerrado para albergar a mi criatura y fue un trabajo precioso. Trabajamos el texto para pulirle algunas desprolijidades y, sobre todo, el final. Tuve que desenamorarme de Noemí para poder estar a la altura de lo que necesitaba la novela. Y estar ahí, con las gárgolas, es un privilegio. Siempre hay que apostar a meterse también en los espacios donde, por propia inseguridad, pareciera que una no cabe. Ellos supieron ver que sí, que era mi lugar entre esos nombres. Espero estar a la altura. 

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