-Kriller71-

   El sueño de toda célula es un canto a la generosidad intrínseca al privilegio de habitar este espacio llamado mundo. Una oda a compartir hueco, nido, trampa, desde el respeto y la sororidad entre especies, tan denostada desde el común egoísmo nuestro frente al resto de participantes. Es una reivindicación pero es un mazazo de atención directo al ego, a la soberbia, a la ausencia de tacto y mimo vertido hacia fuera, hacia el otro, hacia los demás (siendo aquí “demás” el más grande DEMÁS de todos los posibles).

   El prólogo de Rosa Berbel – “La poesía como ciencia y la ciencia como amor” refleja perfectamente ese entrenamiento del cultivo de los valores de contemplación, ternura y abrazo a la pluralidad y su mismo milagro creacionista. Son cuatro bloques los que vertebran el río de versos que emana la pluma de Guerrero en esta propuesta bellísima: Maestra Olmedo, Reino plantae, Lobos: lecciones de cuidado y Reino linguae, con un añadido de Lecciones, a modo de nota de la autora sobre sus consultas, estudios previos e influencias creativas puestas en liza a favor del desarrollo definitivo de su poética.

   El concepto de “cuidado” es el que atraviesa toda la obra, así como la mirada hacia nosotros desde fuera, desde la misma naturaleza y sus agentes coexistentes (sean más pequeños, microscópicos, o más grandes). En ese atlas entran en contacto la fascinación, el asombro, la belleza de lo minúsculo, la agitación de lo imprevisto o el riesgo del filo de lo verosímil; estamos ante una representante de la ecopoesía con una extraordinaria potencia lírica, que extiende el lenguaje para explorar el entorno pero el entorno para comprender el lenguaje y otorgarle forma, cuerpo. Así desentrañamos raíces y etimologías biológicas, introducimos las manos en la miel, en el cascarón, en el seno.

   La voz de Guerrero es cantarina, muy dulce en ocasiones, pequeña treta para la seducción en torno a ideas absolutamente fundamentales que nos asesta con diestra voluntad para instarnos a recapacitar, pararnos y sumarnos. Es una magnífica profeta, una profesora de lo importante. Paseamos por las páginas entre lecciones e instrucciones, entre juguetones instantes para el quiebro lingüístico-visual-conceptual y al acecho de una imagen que nos abrigue las tripas. 

   Una cuestión muy interesante que también procede del prólogo de Berbel -o es consecuencia de la lectura y a posteriori emergería en cualquier otra cabeza dispuesta en las mismas coordenadas- atañe a la necesidad de abandonar la terminología académica, su visión, incluso, para poder adentrarnos en el universo con las manos en los márgenes, esto es, desprovistos de cargas y actitudes preconcebidas como máximas autoridades, como implacables escrutadoras: en la verdad de la vida y su naturaleza reside la humildad, ¡la ignorancia!, porque ese viaje hacia el centro del ser es por supuesto un gigantesco aprendizaje.

   Respecto de la cuestión científica, y siguiendo la línea del aprendizaje al que nos referimos, la autora nos ofrece una serie de claves tan atractivas como accesibles. Podríamos concluir que Guerrero construye una manera expresiva sumamente personal a partir de una técnica que aúna una fuerte carga descriptiva, unas gotas de biología y medioambiente, un par de tropos literarios enjuagados con sintaxis moldeable, como de plastilina, y una máscara tribal que confiere visceralidad.

   En otro orden de cosas, afín a esa misma forma de reinterpretar ciertos códigos definitorios -qué es una célula, qué es un hueco, qué es un lugar, qué es un nombre-, disfrutamos de una aventura lectora transferible en la mera arqueología entregada al saber, al encuentro con el conocimiento en su concepción más próxima a la herencia de la curiosidad, porque, además, Guerrero no sentencia ni limita, sino que sugiere, arroja, plantea, siembra. La acompañamos -a ella y a toda célula- en ese desafío que implica hallarse, toparse con la huella, la sombra y el resto de lo que somos, siempre desde una óptica hermosamente imperfectista, que nos retrata desde barro y maleza, lejos de púlpito alguno. 

   Ese lugar privilegiado, esa atalaya, queda reservado para la propia naturaleza, que en este libro de poemas retorna a su trono inmaculado y excelso, incorruptible, desde donde mece su producción, su inagotable descendencia. Nos sentimos diminutos y, sobre todo, parte -pequeña- de un todo. Debemos localizar y sorprendernos ante las piezas amigas.

   El sueño de toda célula también habla de amor -propio, sin chantajes, diverso y pro-genérico (y pro-genético), con cimiento en el respeto (y cuidado) al compañero vital-. La figura de los lobos es la que más nos expone el sentido de comunidad, de convivencia, así como es la que más nos revela el conflicto entre iguales. Resultan indiscutibles su belleza y su relevancia.

   Maricela Guerrero nos abre un abanico de colores y texturas delante de los ojos, en un ejercicio que acaricia la sinestesia y aprovecha la generosidad elocuente de la autora para guiarnos con destreza por las infinitas posibilidades que tolera su poesía. Amparada por la Maestra Olmedo durante todo el recorrido, asistimos a las actividades de abetos, abedules, dátiles, fauna y… la leche de loba que nos alimenta. La palabra ‘miedo’ acapara elevada presencia para ser afrontada y tomada en cuenta hasta su eliminación orgánica por resistencia y apoyo. Porque “no estamos solos / estamos aquí”.  

Altavoz Cultural

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