—Un relato de Alicia Albares—

     No recuerdo cuándo descubrí que estaba muerta. Mi memoria flaquea, como si una niebla espesa envolviera el pasado, el presente y el futuro. Me siento ingrávida. Soy un pensamiento fugaz, una idea, un sueño. Me cuesta reconocer el espacio que me rodea. Me deslizo por la materia con delicadeza, provocando escalofríos, generando susurros ininteligibles. El tiempo ha dejado de tener sentido pero ocurre a mi alrededor, marcando las reglas de un mundo al que todavía pertenezco pero que se me antoja lejano y absurdo. 

Sé que estoy en Madrid. Reconozco la ciudad que me acogió cuando apenas había empezado a saber qué era la vida. Desde este lugar al que estoy vinculada y del que no puedo alejarme, soy testigo del ritmo frenético de una ciudad que nunca duerme. Puedo ver sus calles cuajadas de coches, el sonido incesante de motores y cláxones, el murmullo de una multitud que viene y va, aprovechando con ansia el tiempo que les queda pero sin ser conscientes de verdad de lo escurridizo y efímero de sus existencias. Caminan, van al trabajo, se divierten. Creen que saben lo que hacen y lo que les espera, obsesionados con exprimir los minutos y así ganar algo de tiempo para ellos mismos pero cuando ese tiempo llega no saben qué hacer con él y lo malgastan. Desconocen que el momento es ahora, que la vida está pasando mientras ellos se preparan para vivirla al máximo. 

Madrid es una ciudad hermosa, a pesar de sus gentes ansiosas y su ritmo histérico. Urbe de poetas, hogar de artistas, reposo de innumerables obras de arte, llena de esquinas en las que se esconde la historia y se agazapan leyendas olvidadas que dan nombre a sus calles. Me encantaba pasear por ese Madrid histórico cuando el ocaso teñía el cielo de un rojizo intenso, como si estuviera incendiado. Ah, los cielos de Madrid, un lienzo en el que el sol juega a ser un pintor expresionista. 

Es curioso cómo recuerdo mi ciudad y a mí recorriéndola hace años pero no consigo saber qué fue de mí durante mis últimos días. No identifico el edificio al que estoy encadenada. Es de cemento, enorme y feo, no encaja con el lugar en el que se encuentra, lleno de edificios antiguos y bellos jardines. Es aséptico y frío, se percibe dolor y soledad en él. Cuando me fundo con el rocío de la mañana, condensado en los cristales de las estrechas ventanas, veo a ancianos dormitar en butacones mientras gente más joven va de un lado a otro sin prestarles demasiada atención. Es un asilo. Los viejos sobreviven en él siendo conscientes de lo que les rodea aunque desde fuera parezcan cuerpos deteriorados y mentes enfermas. Están presentes. Son. Ahora más que nunca, pues se están preparando para la partida. Todo en ellos es verdad. Se han despojado de su mente y viven desde otro sitio, desde su esencia más pura. 

Quizá yo era uno de ellos. Ausente y solitaria, suspendida en la paz de las largas horas de vigilia sin nada más que hacer que hundirme en el poder de mis recuerdos. Pero algo quebró esa calma. Algo provocó que tras mi muerte ya no pudiera marcharme de este plano terrenal. ¿Qué me pasó? 

Deslizándome en los reflejos que la luz arranca a las blancas baldosas de las paredes, recorro ese edificio que fue mi hogar, buscando respuestas. Mi deambular me lleva a una habitación vacía e impoluta, pero en el aire que allí se respira se esconde un profundo terror. El miedo y el sufrimiento han quedado atrapados en sus paredes. La angustia me consume, aunque carezco de un cuerpo que pueda manifestarla. Me fundo con esa energía y siento que voy a estallar. Mientras me muevo de un lado a otro, ese lugar inhóspito me hace retroceder en el tiempo y me muestra imágenes que he olvidado, demasiado horrendas para permanecer en mí. Gritos, gemidos, estertores de muerte. Una ciudad desierta tras las ventanas. La televisión hablando de un virus mortal y una pandemia pausando la vida de una urbe que nunca se detuvo hasta entonces. Los hospitales colapsados, los ancianos muriendo en todas partes. No hay suficientes respiradores para salvar la vida de tanta gente enferma. Y a nosotros, en nuestra residencia, se nos somete al juicio del silencio. Pedimos atención médica, pues necesitamos ir a un hospital. Precisamos de medicamentos, de comida. Pero no hay nada de eso. Las puertas se cierran, los trabajadores se marchan a medida que el virus se extiende entre nosotros. La actividad del edificio se detiene. Los sonidos se atenúan. Cada vez más ancianos luchan por respirar en la soledad de sus cuartos. Nadie responde a nuestros gritos de angustia. El teléfono suena pero nadie responde. Los que todavía pueden moverse y hablar tratan de salir de sus habitaciones que son ahora celdas, sin éxito. Al otro lado de la puerta, los pocos empleados que quedan responden, impotentes, que no pueden hacer nada: “Es el protocolo, no vienen las ambulancias”. A través de la ventana veo como algunas familias logran sacar a sus ancianos de este lugar condenado. Pero la mayoría nos quedamos solos, encerrados, mudos de angustia, golpeando las puertas, tratando de respirar ese aire viciado por el hedor de nuestras propias heces.

La fiebre me consume. Mi compañera de cuarto es ahora un cuerpo inerte. Al menos ha dejado de sufrir, me alegro por ella. Yo cada vez estoy más débil. Mi móvil suena pero no puedo llegar a él. No tengo fuerzas. Sé que es mi hijo que vive en el extranjero. Está preocupado porque en la residencia nadie le informa de lo que está sucediendo. Pide que me trasladen a un hospital pero no lo harán. Lo sé. Me queda poco tiempo. Solo quiero que esto acabe. El dolor de mi pecho es atroz, me quema. No consigo respirar apenas y tengo los labios agrietados por la sed. Ojalá venga pronto la muerte a liberarme. Pero no puedo hacer nada. Tan solo gemir en la soledad de esa habitación que ya es un sudario. 

Días más tarde, terminó el dolor. En algún momento dejé de respirar. Cuando acabó la agonía con mi último aliento me invadió una extraña serenidad. Perdí la memoria, dejé de saber quién era yo. Al liberarme de mi cuerpo sufriente, vagué por aquellas estancias solitarias, como un testigo mudo de lo que en ellas tenía lugar. Entonces no le reconocí pero ahora, mientras recorro el lugar donde morí, vuelven a mí esos momentos. Mi hijo volvió a España. Escuché su voz resonando por los pasillos, lloraba y suplicaba. Quería verme una última vez y enterrarme junto a su padre. Necesitaba estar conmigo pero el protocolo no lo permitió. Ahora veo como unas personas cubiertas con trajes de plástico blanco y máscaras envolvían mi cuerpo y lo trasladaban. Morí sola y mi cuerpo fue incinerado como uno de tantos, un número más. Nadie estuvo allí para despedirse de mí. Me convertí en polvo gris, nada quedó de quien yo era. 

Me refugio en una gota de lluvia que se desliza despacio por el cristal de la ventana. Ahora sé qué sucedió pero a mí alrededor la ciudad parece haberlo olvidado. Todo sigue igual: los coches atascan las calles, las gentes caminan de un lado a otro, ansiosos por vivir. Ya nadie recuerda a esos ancianos y la muerte horrenda que sufrimos. Se nos negó tener un final digno en nombre de un protocolo demencial. Los políticos se culpan unos a otros y nadie asume responsabilidades. La decisión queda impune. Pero hay alguien que firmó esa orden, alguien es responsable de ese infierno que tuvo lugar en Madrid. Una mujer que miente, que se enriquece en silencio, que ahora sale en la televisión balbuceando estupideces. Cuando había hospitales vacíos y medios para llenarlos, ella nos condenó al dolor y al sufrimiento en soledad. Ella, que ahora se llena la boca con la palabra libertad sin tener ni idea de lo que significa, es la culpable de que yo ahora no pueda descansar. 

Se abre la ventana en la que reposo. De pronto, siento que puedo flotar más lejos. Ese edificio ya no es mi prisión, no sigo atrapada entre sus paredes. Puedo alejarme y vuelo lejos. La residencia es ahora un punto debajo de mí, un punto que se hace cada vez más pequeño. Me dejo llevar, haciéndome una con el viento, cruzando sin rumbo aparente un cielo encapotado. No sé a dónde me dirijo pero siento que ahora tengo un propósito, un destino. Me dejo llevar. 

Mi viaje termina en un barrio acomodado, en un portal en concreto. En sus alrededores hay un coche aparcado que me resulta familiar. En él está mi hijo, demacrado. Sostiene entre sus manos un cuchillo cuya hoja brilla a la luz de las farolas. Su dolor es profundo, su necesidad de venganza le consume. Puedo sentir lo que él siente: impotencia, dolor, pérdida, rabia. Agarra el arma con fuerza, sus nudillos están blancos. Su mente no razona. Quiere matar a la mujer responsable de mi muerte. No existe nada más ahora mismo para él. Con suavidad, me deslizo en sus dedos y aflojo la fuerza con la que sostiene el cuchillo, haciéndolo caer. Las lágrimas se escapan de sus ojos, incontenibles. Me introduzco en su conciencia, invado su corazón. Le susurro que todo está bien, que no hay nada que deba hacer. Sus músculos se relajan, su alma se serena. Respira hondo, más tranquilo, sumido en una paz que no experimentaba desde hacía años. 

Yo también siento que me he quitado un peso de encima, pero todavía no he terminado mi misión. Aún me queda algo por hacer antes de poder descansar para siempre. 

Me introduzco en un piso que se me antoja enorme cuando atravieso sus paredes. Es lujoso y minimalista, la casa de alguien con dinero. El orden y la pulcritud contrastan con el vendaval de sensaciones que me invaden. No estoy sola en este lugar. El espacio está a oscuras y la luz de la televisión encendida invade todo de un resplandor espectral. Las noticias muestran imágenes de la dueña de esa casa en la que me encuentro y denuncian que ha robado. Su familia se ha enriquecido desde que ella está en el poder. La gente está en las calles. La insultan, gritan su nombre, quieren que se vaya. Algunos lloran mientras sostienen una pancarta con el número 7291. Nosotros, los ancianos muertos. No nos han olvidado. Esta cifra aparece en el telediario, los presentadores la repiten. Se refleja, en blanco y rojo, sobre el rostro pálido de esa mujer, que mira sin ver la televisión, totalmente ida. 

Miro alrededor. Ahora la presencia que había sentido se hace real. Reflejados en espejos y ventanas estamos todos: las siluetas intuidas de miles de ancianos dolientes, con los rostros demacrados y las comisuras de los labios llenas de sangre, acercándonos despacio a ella, una figura que ahora parece pequeña y patética. Nos mira y repara por primera vez en nosotros: los fantasmas. Fantasmas que le pertenecen. Su rostro se desencaja por el terror. Su respiración se acelera y un grito de puro pánico muere en su garganta. Los ancianos somos ahora infinitos y ya no nos reflejamos. Nos hemos materializado en esa habitación, ocupando un espacio. Se escucha el sonido de sirenas y unas luces rojas y azules lo tiñen todo. La policía se aproxima al hogar de esa mujer mentirosa, cruel y corrupta. La justicia, por primera vez en años, va a actuar. 

Pero cuando los agentes llegan hasta ella es demasiado tarde, ha perdido la razón. Su mirada clavada en la nada y su sonrisa congelada así lo demuestran. Se la llevan esposada, arrastrada por los pasillos de su casa. La mujer nos mira por última vez, contemplando con pavor a los 7291 ancianos que ahora viven su plano de la realidad y que ya no la abandonarán jamás. 

El aire parece menos pesado ahora. Me siento liviana como un suspiro, ligera como una brizna de hierba bailando en el viento. Ahora ya no tengo límites. Soy consciente, por vez primera, de que he dejado atrás los achaques del cuerpo viejo y enfermo que habitaba. Puedo volar, renacer, viajar a los confines del mundo, contemplar la quietud de la ciudad al alba y su bullicio nocturno. Sí, ya sé que hay una luz que me está esperando. Muchos otros como yo, los fantasmas de esta pandemia, ya se funden con ella y desaparecen en su resplandor. Sé que tarde o temprano iré hacia allí y sucumbiré a su atracción. Pero no tengo prisa, ya llegará el momento. No existe el tiempo ahora. Y Madrid en este anochecer que ahora contemplo, suspendida entre nubes violetas y rojizas, es demasiado hermosa para abandonarla. Madrid… Mi ciudad, mi hogar y mi tumba. 

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