
¿Cómo nace Genes a la carta desde cero, desde ese primer estímulo creativo que te sacude e incita a su confección como colección de relatos?
Genes a la carta nace de un sueño que tuve, despierta, después de ver una exposición de fotografía. Imaginé a un hombre frente a un glaciar, deslumbrado por la luz a pesar de sus gafas de sol, un hombre que sentía una emoción ante la masa azul que se deshelaba, un hombre que decidía pasar sus últimos días para despedirlo. Y por alguna extraña razón imaginé también al hijo de este hombre, cuyos ojos no sufrían quemaduras ni defectos de visión, que tomaba cócteles de hielo de este glaciar y tenía una empresa de turismo en la misma zona. Y seguí la trayectoria del primer hombre, un científico asustado, a la deriva, cuyo amor de juventud habría sido una científica más brillante que él, la descubridora de funciones de genes que finalmente permiten la edición genética. Y así nació el primer cuento, y después otros, con un hilo narrativo discontinuo, que es la presencia / ausencia de esta mujer, a través de las palabras y silencios de otros. Es una circunstancia de las mujeres científicas que me llama la atención: lo fácil que ha sido silenciarlas, minusvalorar sus descubrimientos o sufrir la apropiación por parte de otros colegas, como le sucedió a Rosalind Franklin.
No soy la primera narradora en especular sobre la edición genética en la ficción; sí lo hago desde una forma particular que explico más adelante, y desde las dos últimas décadas del siglo XXI. Lo que me interesaba era imaginar escenarios que me permitieran crear historias con distintos ángulos sobre personajes con una posible edición genética. El anclaje con la ciencia tiene que ver con los avances recientes en el campo de la genética; en el año 2000 salió a la luz un esbozo del mapa genético, que prometía desvelar qué enfermedades causaba cada gen (efectivamente desde entonces se ha desvelado un buen número) y en 2023 se ha publicado otro informe que mitiga este entusiasmo al señalar que cada gen puede tener docenas, cientos de funciones que llevará décadas descodificar. Tengo la suerte de conversar con frecuencia con Carola Vinuesa, genetista y hermana, quien me ha enseñado mucho sobre este campo y ha compartido conmigo una visión imaginativa muy lúdica y cauta de las posibilidades de la edición genética, con su particular visión ética. Sin embargo, no he escrito un libro de ciencia ficción dura, porque mi foco está puesto en el conflicto humano de esa sociedad dividida entre editados y no editados.
Tuve ganas de imaginar un futuro próximo, o un presente extremo, desde la perspectiva de una primera generación de jóvenes y adultos con edición genética, en un Occidente reconocible, y en otros tres países —Japón, Chile y Senegal— con los cuales se relaciona España (la relación comercial con Japón, la conexión poscolonial con Chile y la compleja relación con Senegal, destino turístico para españoles y otros europeos), entre 2037 y 2070. Me fascinaba imaginar las emociones, preguntas y vivencias de esos personajes editados, quería explorarlas. Pensé en primer lugar, y pregunté a unas ciento cincuenta personas, qué rasgos les hubiera gustado tener o cuáles editarían en los embriones de sus hijos, si tuvieran la oportunidad, y me encontré con que la mayoría de las personas (de distintos entornos, edades, clases y razas) expresaban su preferencia por genes relacionados con un cociente intelectual alto y determinados rasgos físicos: piel, pelo y ojos claros, visión no defectuosa, así como alta estatura y fuerza. Adelante, decidí, y pensé en las múltiples situaciones que se podían dar en la vida de un niño (o un adulto) fruto del diseño genético de sus padres, con estos genes “a la carta”. Me interesaba explorar el margen de libertad que tiene tener una persona nacida así: todos nos sentimos conscientes del peso de la raza, la clase social, el género y la diversidad afectivo-sexual (a lo que podemos añadir muchas más categorías) en nuestras vidas y lo que quise fue extremar el peso de estas y otras etiquetas al añadir el impacto de nacer con unos determinados genes elegidos por otras personas. ¿Cómo sería la construcción de la identidad de estas personas? ¿Qué preguntas se harían ellos desde este supuesto privilegio? ¿Y qué preguntas ser haría el resto de los no privilegiados? ¿Habría alguna rebeldía o reacción en contra de este diseño orientado a una supuesta perfección? ¿Habría ediciones imperfectas? ¿Cómo sería la vida de una niña editada en un entorno en el cual la edición fuera excepcional? ¿Cómo sería la vida de una niña no editada en un entorno en el cual predominara la edición? ¿Qué tipos de edición habría?
Como lectora, el libro nace del impacto de libros de la tradición anglosajona como Frankenstein (Mary Shelley, 1816), La isla del doctor Moreau (H. G. Wells, 1896), Un mundo feliz (A. Huxley, 1932), de películas como Gattaca (1998) y de la lectura más reciente de narrativa africanofuturista, especialmente Quién teme a la muerte y Binti (Nnnedi Okorafor, 2010 y 2015). También debo reconocer mi deuda con el cuento latinoamericano y español, no solo de ciencia ficción sino también de lo fantástico, lo gótico o el terror. Y en las antologías de ciencia ficción de Teresa López Pellisa, Las otras (2018) y Poshumanas y distópicas (2019) he aprendido muchísimo de mis contemporáneas en el mundo hispánico.
Hablemos en primer lugar de lo (here)dado: ¿cómo consideras que contribuyen tus orígenes, tus raíces, tus gustos y miedos primigenios a tu forma de ver el mundo y a tu literatura como vehículo para plasmarla?
Lo heredado, en mi caso, fue el amor a la literatura, y esto me viene de mi madre, pionera del feminismo académico en nuestro país y profesora de filología inglesa, ya jubilada; nuestra casa estaba llena de libros. En la niñez pude leer a Julio Verne, en la adolescencia a Jane Austin y después, a Angela Carter, seguida de la estantería de literatura judía norteamericana de Saul Bellow, Phillip Roth y Bernard Malamud y de la de literatura afroamericana con los libros de Toni Ralph Ellison, Alice Walker y Toni Morrison. Me siento muy privilegiada en este sentido.
Con relación a mi madre y sus propios orígenes maternos de Villafranca del Bierzo, busqué vínculos entre su amor a la literatura judía y alguna pista familiar relacionada con la comunidad sefardita berciana. Solo averigüé que sus antepasados eran comerciantes, abogados, personas de letras, más que dueños de tierras, lo cual es una pista, la única que encontré. Mis abuelos maternos vivieron una experiencia colonial; mi abuelo, que era de Gijón, hizo fortuna en Sudáfrica, en las minas de amianto, como ingeniero de minas europeo. Otra persona que me llamaba la atención (y mucho) era la hermana de mi abuela, que tuvo una historia de amor con un joven guineano en el Madrid de los años 50. Era una mujer que trabajaba como secretaria, vestía a la moda, con sujetadores en forma de punta y trajes cortos, elegantes. Tenía un carácter alegre y mandón, y se reía a carcajadas ruidosas. Me obsesionó su historia, hasta el punto de investigar quien fue aquel joven guineano y todos los detalles de la relación entre ellos. Yo sentía mi conexión con ella, a través de mis recuerdos de niña, y me identificaba con el peso abrumador del conservadurismo en la clase media en la que crecí, con respecto a la educación sexoafectiva, y el paso del clasismo y el racismo que caracterizaban al entorno en el que ella y yo nos habíamos criado. Gracias a ella abrí los ojos y reconocí otras vivencias en mi propia familia, silenciadas. Me causaba mucha emoción comprender lo que había vivido mi tía abuela, y admiraba su valentía al defender su relación prohibida con su novio, cuyas consecuencias conocí más tarde; la historia no acabó bien. Me daba cuenta de que yo tenía vivencias parecidas, salvando las diferencias de las épocas históricas que nos tocó vivir: a ella el Madrid sórdido y gris de los años cincuenta (en pleno franquismo) y a mí, por el contrario, el Madrid de los años noventa que se convertía en una ciudad receptora de gente de todo el mundo. Ambas habíamos experimentado lo alegre, lo rico, lo extraño y también lo duro en ciertos momentos de cruzar ciertos límites de nuestro entorno más cerrado. Tal vez seamos dos almas gemelas, o dos perlas negras… o quizás ella se haya reencarnado en mí. Es la historia que cuento en mi primera novela, Una habitación en Lavapiés (2018).
Creo que mi miedo era quedarme atrapada en la represión y en la sensación de claustrofobia, de miedo a la libertad que percibía en este entorno de clase media que he mencionado, una clase con un acceso privilegiado a la educación que valoraba la seguridad económica. Mi miedo era que, si permanecía fiel a estos aspectos acabaría en una suerte de decadencia, como los Usher de Poe. O loca, como se decía de mi tía, en términos eufemísticos (“era una neurótica”).
También soy consciente de que he vivido, y a veces vico, un miedo fuerte a la soledad, que sentí más agudamente al abandonar mi identificación con algunos aspectos de lo familiar, la clase y la religión católica tal, la represión que se vivía en cuestiones como la sexualidad. Yo tenía poca conciencia racional de mi desasosiego, solo sabía que me sentía extraña en el mundo que me rodeaba y que no cumplía con las expectativas de aquel entorno, donde había poco espacio para la creatividad y mucho para el trabajo, el éxito social y la salvación del mundo desde el privilegio. Sería injusto no matizar que mi malestar tenía que ver mi propio carácter, extremadamente emocional.
Así que, a mis veintitantos años y durante los primeros treinta, el amor era admirar a un artista y complacerlo, y la procreación estaba poco presente en el horizonte. Crear era para hombres talentosos y para algunas mujeres valientes, pero no para una mujer terriblemente insegura como yo. Recuerdo lo crítica que fui con una pareja que tuve, Raimi Gbadamosi, artista visual, por decirme que su prioridad absoluta era triunfar y ser reconocido en el mundo del arte. Ahora le entiendo y me reconozco en ese deseo de reconocimiento de Genes a la carta, un libro en el que he trabajado mucho. De modo que perdí mucho tiempo antes de sentir confianza en mí misma y entregarme a la escritura de ficción, un tiempo que al menos sí dediqué, afortunadamente, a la traducción (otra forma de escritura).
Algunos amigos han sido claves, varios de ellos y ellas escritoras, artistas, críticas y profesoras. Su confianza y ánimo ha sido y es un tesoro. Por otra parte, AMEIS (Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras) es comunidad, me identifico con su lucha por la visibilización de las mujeres en la literatura, un espacio como muchos otros al que, como bien dice Ana Casas, crítica y amiga, las mujeres no estamos invitadas ni se espera que lo ocupemos. En este punto del camino me encuentro en un momento dulce, y tengo claro que no voy a dejar que nadie me arrebate la joie de vivre y la alegría de sentirme en plenitud creativa.
En lo económico, el trabajo de traductora y profesora es lo que me ha dado la estabilidad que me ha permitido escribir. Soy consciente del privilegio del que he disfrutado, y disfruto, desde luego. En realidad, como me dijo Emilio Palacios, actor y amigo, he tenido la suerte de vivir de la escritura si en ella incluyo la traducción y su enseñanza. Me llegan las palabras de Emilio, tienen mucha verdad.
Vuelvo a tu pregunta sobre mis orígenes y la literatura. Como te decía, en estas historias de mi familia materna sitúo mi motivación de mi primera obra de ficción, y de traducir narrativa africana (anglófona). Di muchas vueltas antes de acabar en los estudios poscoloniales y la literatura africana, que no llegué a conocer en la carrera de filología inglesa.
En la Universidad Complutense de Madrid leí mucho y aprendí algo, no todo lo que me hubiera gustado. Con la excepción de algunos profesores brillantes, considero que perdí el tiempo de manera lamentable, a menudo dormida en el pupitre en clases de filología (inglesa) masivas en las que no se nos invitaba a pensar, ni a imaginar absolutamente nada. La literatura era un catálogo de textos que, como mucho, podían ser analizados en términos de temas, sin apenas teoría ni práctica de ningún tipo; la traducción literaria era inexistente.
Trabajé unos años en una fundación y después como traductora independiente. Volví a estudiar, un doctorado en Alcalá, donde Mercedes Bengoechea, sociolingüista, traductora, experta en lenguaje no sexista y una gran persona, aceptó dirigirme una tesis sobre la lengua inglesa de Ghana. A la vuelta de una estancia de seis meses en Accra, donde trabajé como profesora de español y me enamoré de la literatura ghanesa, recibí un regalo, gracias a Wilfrid Miampika: el primer encargo de traducir a una autora africana, la ghanesa Amma Darko (Más allá del horizonte, en Étnicos del Bronce, Barcelona, 2003).
A esta trayectoria laboral debo añadir una experiencia vital prolongada, el periodo de quince años en que viví en el barrio de Lavapiés, que me ha marcado como persona y como escritora. La transformación del barrio gracias a personas de toda clase, raza y condición que se instalaron allí, me atraía como un imán en los años noventa de mi juventud y después. Ahora soy consciente de lo mucho que idealizaba y exotizaba todo ello, y años después, al vivir allí, tuve la oportunidad de conocerlo mejor en otros aspectos menos luminosos, que sin embargo no ensombrecen la riqueza de la convivencia que se daba y se sigue dando. A mis veintitantos años el único camino era dejar atrás mi barrio de Chamartín, la religiosidad unida al esfuerzo y al sacrificio por no se sabía muy bien el qué, y salir a bailar y a conocer gente por el mundo. Bailé mucho en la sala Suristán, en Huertas, allá por los noventa; hace poco me dio mucha alegría reencontrarme con Floro, uno de los DJ, en una fiesta de Mamah África.
Ahora están de moda la literatura poscolonial y las literaturas negras, pero cuando mis compañeras blancas y negras y nuestros compañeros nos dedicábamos a ellas hace más de veinticinco años, éramos gente rara de la que se decía que no teníamos ni idea de Shakespeare ni del resto del canon literario, y que por eso nos dedicábamos a estas cosas excéntricas. Entonces les decía, y les volvería a decir hoy, que ya es hora de descolonizar el canon, el conocimiento, la universidad y las instituciones. Por cierto, me gusta el término de “literaturas excéntricas”, que en una ocasión Carmen Valcárcel aplicó a mi primera novela. En este sentido creo que esta literatura pretende entrar en conversación —con mayor o menor éxito— con la de autores que cultivan la escritura extranjera, por utilizar el término de Clara Obligado, con el que define su propia escritura “ni de aquí ni de allá”, aplicable a la de otros autores latinoamericanos que residen en España, como Andrés Neuman o Javier Ignacio Alarcón. No pretendo borrar el privilegio de quienes hemos nacido en España, ni la “blanquitud” que nos caracteriza a quienes no somos exiliados ni migrantes, sino subrayar la conexión con literaturas que nos obligan a cuestionarnos nuestra propia historia, especialmente la colonial, y nuestra propia identidad (¿qué es esto de ser española, o madrileña, o andaluza…?).
Ha sido muy gustoso descubrir las reescrituras poscoloniales de Shakespeare y literaturas inspiradas en otras tradiciones, de las cuales conozco mejor las de Ghana y Nigeria. En estos momentos estoy menos en la mirada al pasado (la mirada poscolonial), y más en la mirada al presente, de las literaturas afroeuropeas y hacia el futuro, de la literatura africanofuturista. Tampoco han sido lecturas en compartimentos estancos… en el año 1996 leía entusiasmada los cuentos de la ghanesa Ama Ata Aidoo (No Sweetness Here), en 2000 me partía de risa con White Teeth de la británica Zadie Smith y alucinaba con los Cuentos Negros de Lidia Cabrera que me llevarían a apreciar la ciencia ficción contemporánea caribeña, de la que conozco mejor a autores anglófonos como Jacob Ross o Anthony Joseph; ahora estoy leyendo a la escritora cubana de ciencia ficción Maielis González y me interesa muchísimo.
Ahora tratemos lo adquirido: ¿cómo sientes que dialogan tu trayectoria como traductora, con todo el enriquecimiento sociocultural que ello supone, y tu propio estilo como escritora? Específicamente, ¿qué ecos o reminiscencias de tu dedicación a la voz de otros crees que pueden tener su reflejo en Genes a la carta?
Mi trabajo como traductora es inseparable de mi propia escritura. Como sabes, la traducción es un acercamiento muy directo a los textos y sobre todo a su lenguaje; las traductoras trabajamos con la lengua, que es una lengua literaria, y damos continuidad al proceso de creación. Traducir es escribir, y crear (fíjate que no digo re-escribir ni re-crear). Diría que la traducción lleva a cabo una tarea completamente distinta a la de la crítica literaria. Aunque traducir implique interpretar los múltiples factores geográficos, sociales y temporales, así como los registros (jergas, rasgos formales e informales, usos según la edad, la ocupación o las identidades de los hablantes…), nuestro objetivo como traductoras no es teorizar sobre ellos, sino interpretarlos para crear de nuevo otro texto en otra lengua con toda la riqueza posible en este sentido, siempre desde el respeto. Se trata de crear un texto que emocione igualmente a los lectores. Es ahí donde me siento como pez en el agua.
Lo que más me ha atraído siempre es la traducción del habla viva de los personajes, además de las voces narrativas. En las literaturas anglófonas africanas me he encontrado con un nivel de heteroglosia altísimo en los textos, lo cual me ha obligado a afinar en la interpretación y a buscar registros equivalentes en castellano, que es la lengua a la que traduzco. A todo ello hay que buscarle el tono, que también cambia constantemente en boca de cada personaje o cada narrador: la ironía, el humor, la melancolía o la solemnidad, según la escena. Por ponerte un ejemplo, en la narrativa de la autora ghanesa Ama Ata Aidoo (acabo de traducir su libro de cuentos No Sweetness Here / Aquí no hay tregua con Marta Sofía López) nos encontramos con el inglés estándar británico, el inglés estándar ghanés y el pidgin de una zona rural del norte de la Ghana de los años sesenta. En las cinco novelas de Chinua Achebe, de las cuales he traducido dos (Arrow of God / La flecha del dios y A Man of the People / Un hombre del pueblo, esta última con Terry Ochiagha) la complejidad es similar, con el inglés británico, el inglés nigeriano culto y múltiples registros populares, así como pidgins nigerianos tanto en la época colonial como en la poscolonial.
Otros textos que no he traducido y trabajo en clase de traducción son de autores norteamericanos como Junot Díaz o Sandra Cisneros que hibridan sus textos libremente con expresiones en el español de Santo Domingo o de México respectivamente y suponen un auténtico reto en su traducción. A ellos les sumo los textos y géneros que proponen mis alumnos de traducción literaria, de quienes he aprendido muchísimo: el cómic, el guion de cine y de series o la literatura juvenil de temática LGBTI.
Responder a la segunda parte de tu pregunta —qué ecos o reminiscencias de mi traducción de otras voces pueden tener su reflejo en Genes a la carta —me supone en primer lugar agradecer a los autores que mencionaba, africanos y caribeños, que escribieran como lo hicieron, desde el amor a la oralidad y con la enorme libertad de apropiarse de la lengua inglesa, la lengua del colonizador. Nos han regalado textos profundamente subversivos con proverbios, estructuras sintácticas y palabras que comunican otras visiones del mundo (me refiero, por ejemplo, al inglés igboizado de Achebe, tal y como él mismo lo define).
En segundo lugar, he vuelto de otra manera a la literatura española, y apreciar lo valiente que fue Emilia Pardo Bazán (hace poco leía su cuento “Las medias rojas”, de 1888) al escribir en un castellano de la Galicia rural, lleno de galleguismos. Ahora disfruto con Panza de burro, de Andrea Abreu (2020) y su canario de tremenda oralidad, lleno de vida. Lo comento porque tengo la impresión de que la literatura canónica española ha sido terriblemente conservadora en este sentido y celebro el cambio. Me gusta que cada autora celebre con el lenguaje un lugar en el mundo, una o varias clases sociales, o aquello con lo que quiera vestir al personaje. Porque en la literatura esto es lo que tenemos, el lenguaje como vestimenta. Y en lo que respecta a su traducción, es una falta de respeto eliminar estas diferencias y estilos: normalizar el lenguaje, anular el idiolecto del personaje o su particular forma de expresión es matarlo. Conozco perfectamente el riesgo de exotización que denuciaba Antoine Berman, pero creo me interesan más las escritoras y traductoras que corren el riesgo de mostrarse (“visibilizarse”) que quienes normalizan cualquier texto sin el más mínimo pudor.
Diría que en mi propio libro he querido que cada personaje tenga una voz propia, y me lo he jugado en primer lugar desde la diferencia de registro según la edad (cómo se expresan los adolescentes de “La ilusión de mis padres” frente a los mayores de “Miyu, ginoide de compañía”); en segundo lugar, desde el contraste entre los personajes de las élites editadas y de las clases sociales no editadas o con una edición inferior (el tipo de conversaciones, los temas); también he jugado con la ocupación, el trabajo con el que se ganan la vida los personajes: quiero pensar que el registro de Saray, la pescadora de atunes (“Peces azules”) difiere del de Claudia, la terapeuta de editados (“Un cuerpo feliz”). Diría que también he trabajado un registro de género, profundamente sexista en personajes como Sebastián (“Despedir a un glaciar”), frente al de Julieta y los niños de la aldea ecológica (“Julieta sigue viva”).
Los ocho textos que conforman la antología retratan diversas líneas de un mismo universo alternativo en el que la genética humana es editable, manipulable. ¿Cómo fue el proceso de diseño de los personajes que habitan estas páginas, desde una base más o menos común hacia las particularidades de cada protagonista?
Como te decía antes, Ferki, partí de la fascinación por la edición genética como un factor que podía hacer más abismales las diferencias sociales que señalaba antes y provocar una desigualdad irreparable en la especie humana. Sabemos que la edición genética podría llevar a una aterradora división entre dos especies humanas, la “superior” de los editados o “mejorados” y la “inferior” de los que nacen de acuerdo con la evolución natural. Este tema no es nuevo en la literatura y el cine, como comentaba en la primera pregunta de la entrevista; yo quería darle mi propio tratamiento, no a través de una historia lineal (o no) en una novela, sino a través de varias situaciones de personajes atravesados por distintas tramas o ángulos de la edición en diversos lugares del mundo. Introduzco al lector poco a poco en este universo, por lo cual hay un orden en la presentación de estos ángulos (el orden de lectura sí importa). De modo que sí hubo un proyecto previo, con una primera generación de editados en el mundo, entre 2037 y 2070, que fui perfilando en distintos casos y escenarios. Tuve la suerte de comentarlo con Javier Ignacio Alarcón, que es muchísimo más filosófico que yo; en aquel momento me daba clase de literatura latinoamericana, y me hizo valiosísimas preguntas y sugerencias.
Así, el primer cuento, “La ilusión de mis padres”, trata de los procedimientos un tanto turbios en los que podría desarrollar una edición genética más controlada por personas sin escrúpulos que por científicos con una postura ética sólida; sus protagonistas, los adolescentes Álex y Greta, no saben si realmente son hermanos o no, ni cuál es exactamente la relación con sus padres no biológicos. En “La pulsera de plata”, el segundo cuento, planteo la posibilidad de una edición selectiva, experimental, por la que un solo miembro de cada familia ha nacido con edición; es decir, la presencia de una persona editada “en minoría” en su propia comunidad. “Uniformes blancos” aborda la posibilidad de que la edición dé resultados no deseados, errores, y este es el problema de uno de sus protagonistas, que oculta un secreto con respecto a su propia edición. Es el caso contrario de “Un cuerpo feliz”, cuyo protagonista, un hombre satisfecho de su edición y de carácter hedonista que se propone añadir a su organismo que eleve su experiencia de placer. De carácter diferente es uno de los personajes de “Peces azules”, un joven melancólico cuyo talento matemático le ha llevado a dirigir a la perfección la gran empresa familiar, que le es indiferente; la protagonista, por el contrario, ha recibido una edición de fuerza física que la ha condicionado para realizar un trabajo duro y monótono. La protagonista del último cuento, “Julieta sigue viva”, encarna la posibilidad más dura que plantea el libro: es la hija de unos padres que, pudiendo haberla editado, no lo han hecho, por razones éticas; la tragedia es que ella nace con un tipo de leucemia que se podía haber evitado con la edición.
Pero me encanta que me preguntes por los personajes, porque la emoción que puedan sentir los lectores del libro viene de ellos; con sus deseos y conflictos descolocan y desmontan lo aparentemente previsible de todas esas tramas. Mi preocupación se resume en esta pregunta: ¿qué hace único a cada personaje, en un mundo en el que ha nacido diseñado? Aquí sí te digo que sabía de dónde partía como autora, de esos casos que planteaba, pero no sabía hacia dónde iban los personajes, según actuaban en cada conflicto. Me he guiado por la intuición de cómo reaccionaría cada uno en la situación que le toca en cada relato, a partir de rasgos muy básicos de su personalidad, de sus neuras, manías, gustos, prendas y objetos. Me gusta que Océanne se toque las uñas casi perfectas, con el esmalte rayado en alguna de ellas, en el momento de mayor frustración, antes de entrar en su despacho del distrito geriátrico que dirige en la costa senegalesa, como intuyendo el día pesado que le espera, con las quejas de sus empleadas ante el comportamiento de sus clientes, los residentes nonagenarios y centenarios europeos. Me gusta que Kaneda se fije en la estampa polvorienta de la Virgen del Carmen que guarda Saray en su museo de aparejos de pesca y eso le distraiga de sus negocios con ella, o que Greta acabe cogiendo el cuchillo que le ofrece su hermano para dar un navajazo a su agresor y dejar de ser la niña sumisa que ha sido hasta entonces. Y me conmueve que Laura / Julieta eche de menos las cortinas de terciopelo rojo en su aldea ecológica del 2050, que imagina en los palacios de la Venecia de 1500.
En algunas obras de ciencia ficción he sentido que los personajes eran menos importantes que la acción, a veces insignificantes ante el novum que planteaba la narración. Y no quería construir ejércitos de editados —niños o adultos— indiferenciados, porque precisamente la pregunta que mis personajes se hacen es quiénes son ellos, nacidos en una cultura eugenésica que supuestamente los hace mejores que los demás humanos no editados. También hay algo monstruoso en ellos, y en sus diseñadores, desde luego; algunos de ellos son conscientes de esto y lo viven con vergüenza, orgullo o satisfacción, dependiendo de la edición concreta que han recibido y de su carácter.
En este sentido, mis maestras en la creación de personajes son las narradoras canadienses (Margaret Atwood y Alice Munro) y norteamericanas (Toni Morrison, Joyce Carol Oates y Lorrie Moore), capaces de retratar a personajes siempre envueltos en el misterio. En cuanto a la ciencia ficción en particular, adoro a los personajes de Angélica Gorodischer, y a Trafalgar Medrano en particular, especialmente cuando se sienta en el bar “Burgundy” con su amigo, y entre cafés dobles y cigarros le cuenta sus viajes interplanetarios en su divertidísima habla argentina de Rosario.
Ahora mismo estoy leyendo a Shirley Jackson, y paso verdadero miedo con sus casas encantadas y sus mujeres que esperan a amantes fantasmas o que están hartas de pasear a niños. Últimamente disfruto también con los personajes asustados, crueles y vulnerables del fantástico español, con los cuentos de Cristina Fernández Cubas, David Roas, Fernando Iwasaki, Patricia Esteban Erlés, Jacinto Muñoz Rengel, Ana Martínez Castillo y Gemma Solsona; su combinación de lo fantástico con el terror y el humor es única… me resulta admirable que un cuento me dé pánico y a la vez me provoque una sonrisa o una carcajada en el momento menos pensado. Nombraría también a las niñas perversas de la boliviana Giovanna Rivero, una autora que me fascina por la compleja intertextualidad de sus cuentos, y los personajes insólitos y tiernos de la mexicana Cecilia Eudave.
En «Despedir a un glaciar» apreciamos una estructura muy atractiva a partir de la sucesión de trinomios de palabras que van guiando la acción del argumento. ¿Cómo se te ocurrió este relato en fondo y en forma?
El relato nace de una exposición de fotografías de Javier Vallhonrat en el Jardín Botánico de Madrid en 2019. Las imágenes del Glaciar de La Maladeta me dejaron alucinada. Me invadieron muchos estímulos y emociones… la belleza del glaciar, su desaparición paulatina, la aventura de un fotógrafo que había dedicado diez años a convivir con el hielo. Recuerdo que visité la exposición un par de veces y busqué a Javier en internet: su trayectoria como artista, sus exposiciones, su contemplación final de la naturaleza con una cámara analógica… pensé en llamarlo, pero lo descarté, una inseguridad estúpida. Algo me enamoraba de su proyecto, mi mente se lanzaba desbocada a imaginar cómo sería un hombre que de pronto decidía filmar la lentitud… la muerte. Me di cuenta de que yo no tenía mucho que ver con este hombre… o tal vez sí. Su cámara analógica… ahora comprendo que lo obsoleto encierra mucho potencial narrativo, los objetos que ya no son útiles, aunque funcionen; no lo son porque han sido sustituidos por otros más eficaces, productivos y complejos. Un amigo de treinta y pocos años me comentó que cuando se comparaba con los chavales que son nativos digitales se sentía obsoleto… descubrí que el miedo a quedarse obsoleto puede afectar a cualquiera, y también a mí.
Después trabajé en el protagonista, Sebastián. Lo esculpí a mazazos. Fui muy dura con él. Imaginé a un científico que se hubiera dedicado a la bioética, que se sintiera derrotado ante la imposibilidad de frenar el avance de la edición genética… un personaje contradictorio, porque editó a su hijo a pesar de sus ideas contra la edición. Pensé en un hombre español de cincuenta y tantos años, harto de Europa y del “primer” mundo, que deja su trabajo y se marcha a Chile a vivir de sus ahorros. Este personaje, Sebastián, escoge una zona poco urbana, un pueblo a pocos kilómetros de un glaciar que está desapareciendo y confía en su atractivo personal y, tal vez de modo menos consciente, en su estatus de europeo blanco, de cara a una integración en el lugar, que nunca se da, por motivos que él no entiende. Su idealización de las mujeres locales, en apariencia más sumisas que las europeas, se verá resquebrajada. Y, por si fuera poco, la peste de la que huye, la élite de editados y editadas, aparece también en su reducto de Chile, representada por las voluntarias de aterradora belleza que dedican sus veranos a cooperar con el centro escolar donde estudia su único amigo, un niño de diez años llamado Pablo. En su cita con una de estas mujeres editadas, en una hieloteca que invento, su peor pesadilla se hace realidad (virtual) y se produce una escena tragicómica.
En cuanto a la forma y los trinomios de palabras, lo primero que me surge es comentar mi devoción a las cartas. Soy tarotista y confío mucho en este complejo imaginativo, que respeto como una tradición muy lúdica y sabia a la vez. Pero en este cuento el asunto de las cartas no va ligado al tarot, sino a otra circunstancia. En febrero de 2020 viajé a Chile, y cumplí el sueño de conocer un glaciar. Me gustó Puerto Natales, el pueblo al que fui, en la zona de los glaciares, y pensé en la vida cotidiana, cómo sería vivir allí. Y me vino a la memoria un amigo, que a menudo hablaba de emigrar a algún país de Latinoamérica. Ese era el personaje que empezaba a fraguarse en mi imaginación. Ese hombre viajaba allí, donde yo estaba, y se quedaba. Pero yo regresé, después de disfrutar muchísimo. Hice el viaje sola, pasé un frío muy gustoso, el verano del polo sur, y recorrí en barco los glaciares, rodeada de otros turistas. Recuerdo que fui incapaz de tomar un cóctel de hielo de glaciar de los que se vendían en el bar de un barco. Y todavía veo los colores de la vegetación nueva, surgida del deshielo, en tonalidades verdes, bosques suaves y rocas llenas de limo.
A mi vuelta a Madrid tuve una cirugía, y poco después estalló la pandemia. Aquí en el centro de la ciudad, donde vivo, fue duro recuperarme, confinada en casa. Recuerdo que yo misma me recortaba cartas con los movimientos de cómo abrazar a un árbol, cómo interactuar con su energía, o algo así, que había encontrado en una página web. Cada carta contenía el dibujo (que no era mío) de un movimiento que debía hacer, para practicarlo por el Retiro, cuando ya se nos permitía dar un paseo diario. Me sentía terriblemente aislada, así que abrazar árboles y ver flores era un consuelo. Me dedicaba a cuidarme, a leer, a trabajar a distancia y a escribir. Al empezar este cuento me puse a hacer cartas con dibujos del hombre misterioso que Sebastián ve en los llaveros y souvenirs del pueblo, del pueblo originario selk’nam, del que nadie le cuenta nada. Y a partir de ahí se me ocurrió el personaje del niño no editado, el niño que trae el pan a casa de Sebastián, que aparece con la baraja que él mismo se ha fabricado. Sebastián se fija en esta baraja porque hay una parte suya menos racional, más cercana a lo mágico, que aflora en su comunicación con el niño. Por eso le pide prestadas las cartas. En los momentos de mayor desconcierto, cuando no sabe qué hacer con el día que tiene por delante, hace tiradas, como Pablo, y se deja llevar por la combinación de cartas. Yo misma iba haciéndome esta baraja, con la que jugaría Pablo, y tiraba las cartas al azar; así escribía. Descubrí que cada tirada abría un día en la vida de Sebastián, y que esa era la guía del cuento. Tirar las cartas cada mañana se convirtió en algo emocionante: me decían qué sucedía. Fue una experiencia gozosa, de las más lúdicas y menos sesudas que he tenido escribiendo este libro. Me alegro de que te haya gustado este cuento, Ferki; también David Roas me comentó que era su preferido.
¿Qué planes promocionales están previstos a corto y medio plazo para dar a conocer Genes a la carta? Por otra parte, ¿dónde puede encontrar, virtual o presencialmente, a Maya G. Vinuesa nuestra comunidad lectora?
Me gustaría mencionar el Festival Quimeras de León (octubre de 2023) y a su creadora, Natalia Álvarez Méndez; en él tuve la suerte de conoceros personalmente, a ti Ferki, y a Rut, en lo que fue una experiencia nueva, iniciática, emocionante en este sentido. Nunca había presentado algo mío en un festival, yo tan dedicada a admirar la obra de otros en decenas de festivales; era la primera vez. Más allá de lo individual que tienen las presentaciones de libros, fue un encuentro de más de ocho autores de libros nuevos con otros autores, lectores, editores, críticos y amantes de la literatura no mimética. Conoceros a vosotros en particular me ha supuesto encontrar un camino de difusión de esta colección de relatos a través de Altavoz Cultural. Os agradezco muchísimo vuestro interés y vuestro espacio, conectado con todo lo vivo en diferentes espacios creativos de nuestro país.
De momento he organizado algunas presentaciones del libro: empecé en la librería madrileña Sin Tarima, acompañada por Isabel Cienfuegos y Valentino Cappelloni, y continué en la librería Alberti, contigo, Ferki, en representación de Altavoz Cultural y de nuevo con Isabel en representación de AMEIS. Otras dos presentaciones, inolvidables, han sido en la librería Diógenes, de Alcalá de Henares, acompañada por con David Roas y en la librería El asterisco, de Granada, de la mano de Elisa Serna Martínez. También estoy feliz porque Ángeles Carnacea está organizado otra presentación en Libros Traperos, en Murcia. Y tengo la posibilidad también de ir a Ávila y a Barcelona, a espacios que otros amigos me han propuesto. Hace unos días recibí, emocionada, la invitación a participar en el Festival 42 (el Festival de Géneros Fantásticos de Barcelona) en noviembre, en una mesa redonda sobre la ciencia y el género de la ciencia ficción; acudiré con la intención de darlo todo sobre el tema de la genética y su representación en los libros de este género… es un tema que se presta tanto al humor sobre algunos delirios de la ciencia como a una reflexión más filosófica sobre lo que creemos que nos hace felices.
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