55 años de su debut teatral
Daniel María

Una diosa entre mortales
Según el dogma de fe de la religión católica, María, madre de Dios, ascendió a los cielos para continuar su eterno reinado. Lo hizo sin que hiciera falta la muerte, ya que su hijo, Jesús de Judea, decidió que los ángeles la elevaran hasta el paraíso. A la virgen, desde entonces, se la representa dormida, en sueños, pero no cadáver. Se habla de la dormición de María como ese estado en el que su alma, entre la vida y el descanso, ocupa un espacio intermedio entre la tierra y el cielo. Dormida, sí, pero nunca muerta. El 19 de diciembre de 1969, siglos a de la dormición mariana, otra diosa decidió hacer el viaje contrario. Descender del paraíso para que la contemplaran los mortales. La diosa era Sara Montiel y su particular territorio sagrado fue el madrileño Teatro de la Zarzuela.
La diva manchega sabía que su cine comenzaba a languidecer. Un cine que solo ella pudo poner en pie y que, desde 1957 y El último cuplé, había protagonizado hasta el punto de escribir, en solitario, un capítulo incuestionable en la historia del cine español. Dicho de otro modo, entre 1957 y 1974, año de su última película (Cinco almohadas para una noche), existieron el cine español y el cine de Sara Montiel. También el cine de Gracita Morales y de Marisol, las otras estrellas ignoradas por los «señoros» que han historiado nuestro cine.
Básicamente, la filmografía de Sara representaba el gusto de las amas de casa, las señoras de bien y los mariquitas, un público cuyos criterios y necesidades no merecían un espacio en las páginas de la eternidad. Si Sara era el referente de esta parte de la ciudadanía, oprimida y subyugada por el heteropatriarcado, con más razón ella y su arte, por mucha demanda que originaran y por mucho que rompiera las taquillas, debía permanecer en el anecdotario popular, pero jamás a la altura de lo que Berlanga, Fernán Gómez, Picazo o Saura, por ejemplo, contribuyeron en estos años.
Y, precisamente, de contribución es de lo que hablamos. A Sara, como al resto de cineastas citados, hay que valorarla por lo que regaló al mundo y no por lo que otros hubieran deseado que hiciera o fuera. El cine de Sara Montiel, tal y como ha llegado a nosotras, es un catálogo de fantasías y evasiones, de divertimentos y sueños, de excesos y brillos, de melodramáticas ansias y trágicos desafíos, porque Sara fue esto mismo: un desafío para las pantallas de los cines españoles, pues todo lo que ella situaba frente al público era un bálsamo, una esperanza, un refugio para las disidencias y las existencias miserables, en una dictadura militar que concentraba los colores de la vida en su primerísimo plano, mientras fuera acontecía la persecución, la violencia, la represión, la moral castigadora, el puritanismo cruel y pacato.
Las mujeres que Sara encarnó abofetearon al régimen franquista en cada estreno, con cada número musical, con cada vestuario, con cada maquillaje y peluca, con cada partenaire extranjero al que Sara besaba apasionadamente, cuando un beso de amor en España no se le daba a cualquiera. Sus mujeres alcanzaban la independencia económica y ciudadana que las espectadoras no podían ni rozar, pero les regalaba ser el nombre en mayúsculas, el corazón de lo proyectado. Si en sus vidas apenas tenían entidad, perdían el apellido, que a su vez era otra herencia patriarcal, y sus libertades estaban limitadas al sustento de los hombres, que no las dejaban crecer, en el cine veían que una mujer ocupaba la acción, el espacio y el tiempo.
A su vez, la comunidad disidente sexogenérica, compuesta por mariquitas, lesbianas, travestis, personas trans, entre otras realidades, acudían al cine una vez al año para que sus expresiones no fueran motivo de risa, mofa y burla. En el cine de Sara, el vecino del quinto no tenía que hacerse pasar por maricón, en todo caso eran los maricas quienes encarnaban al galán que caía rendido a sus pies. Otra vuelta de tuerca con la que Sara lograba que el público gay de la sala soñase que la besaba, en señal de devoción y respeto, como son besadas las vírgenes cuando subimos al camerín.
Pero ahora el templo de adoración era un teatro, y no uno cualquiera, sino el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Sin embargo, la etapa de ensayo y preproducción de su espectáculo debut se vio interrumpida por el fallecimiento de la madre de Sara, María Fernández, el 24 de julio de 1969. Sara contó en sus memorias que la amortajó con el camisón que había utilizado en La bella Lola (1962) cuando moría su personaje.
A este respecto, la revista Garbo publicó un reportaje que tituló «Sara Montiel, fiesta en el cementerio». De tanto ir a diario a poner flores a su madre, Sara se hizo íntima del personal que trabajaba en la Sacramental de San Justo de Madrid. Tal es así que la florista, el sepulturero y sus familiares la invitaron a comer un día. En medio de todo este sufrimiento, casi obsesivo en torno al fallecimiento de su madre, el empresario Joaquín Gasa, director artístico del show, logró convencerla para que regresara a los ensayos.

Para su debut escénico, Sara se hizo acompañar de un gran elenco, desde Andrés Pajares hasta el dúo Tip y Coll y dos grandes ballets. Los arreglos y la música original, obviamente, fueron labor de García Segura, que la acompañó durante su filmografía como estrella omnipresente; el guion fue elaborado por Santiago Mora y Fernando Vizcaíno Casas y el montaje y coreografía fue obra de Ricardo Ferrante. Así relató el escritor Emilio Romero para Nuevo Fotogramas el inicio del show:
Un desusado silencio recibe una secuencia de “Esa Mujer” proyectada en una gran pantalla. Sara Montiel canta desde su imagen inaccesible unas estrofas de una canción de Manzanero: “Contigo aprendí”. La pantalla desaparece para dar paso a una Sara de carne y hueso […] Sara continúa la canción con el mismo vestido y las mismas joyas que lucía hace un minuto en la pantalla.
La diva relumbró al público con dieciocho vestidos, acompañados de sendas pelucas, valorados en un total de 2.400.000 pesetas de la época, entre ellos diseños de Dior y Balmain. Pero lo realmente espectacular de su presencia terrícola fueron las joyas que sacó a escena. Según la artista, cada vestido estuvo acompañado de un juego distinto, con un valor aproximado de 50 millones de pesetas. Para poder lucir semejante tonelaje de brillos, la Dirección General de Seguridad situó un cordón de dos agentes en la puerta de su camerino y de otros dos agentes en el resto del teatro.
Este primer espectáculo de Sara en directo estuvo más de un año de gira y se representó en varios países de Europa y América. En 1971 Sara compaginó la tournée con el rodaje de Varietés a las órdenes de Juan Antonio Bardem. En 1973, como colofón, ofreció un concierto en el Parque de Atracciones de Madrid ante diez mil personas.
Como indicamos anteriormente, el público LGBTIQ+ de aquellos años conformó uno de los núcleos más sólidos e incondicionales que siguieron a Sara desde El último cuplé. Por supuesto, en esta ocasión también estuvieron allí, a pie de escenario. La Montiel apoyó a la comunidad disidente con sus películas y su música y se convirtió en un referente esencial. La comunidad LGBTIQ+ utilizó en los sesenta las canciones y la trama de El último cuplé como código de seguridad para iniciar conversaciones en la esfera pública, que luego retomaban en la clandestinidad y en los encuentros privados. Además, como señalamos en los libros Saritísima. Historia ilustrada de un mito (2023) y Bisutería auténtica (2023), Sara acudió en varias ocasiones a los calabozos de Madrid para pagar la multa de las travestis que la imitaban en los locales de fiesta. Nos encontramos ante la misma relación de la comunidad LGBTIQ+ de Estados Unidos con la figura de Judy Garland.
El arcoíris que Judy extendió sobre el planeta, Sara lo situó cara al sol, para ensombrecer la luz cegadora del fascismo e impulsar un nuevo mundo para el colectivo en España. Por eso mismo, celebramos que la manchega tomase de Judy el título de su debut escénico, pues una de las grandes representaciones de la estadounidense fue, precisamente, Judy Garland in person, un show que registró en dos álbumes: el de 1955, grabado en el California Municipal Auditorium, y sobre todo en 1961, en el Carnegie Hall de Nueva York. Este último está considerado el mejor disco de Judy y una de las piezas fundamentales del music hall de toda la historia.
El saritísimo mes de diciembre de su debut también será, nueve años después, un mes fundamental para la comunidad LGBTIQ+, pues el 26 de diciembre de 1978 se aprobó la Ley 77/1978 de modificación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y de su Reglamento, lo que supuso, al menos sobre el papel, que la homosexualidad era legal. Todavía quedaba camino, zanjas, tropiezos y hoyos que hoy continuamos esquivando, pero vivir es un placer al que no vamos a renunciar.
Historia de un retrato

Fotografía de Josep Aznar, cedida por La Cubana
El 20 de mayo de 2008, en el Teatro Coliseum de Barcelona, Sara Montiel participó con la compañía La Cubana en el espectáculo De la Gran Vía al Paralelo, un homenaje al maestro Juan de la Prada y a las artistas del mítico Paralelo barcelonés. Sara fue la cabeza de cartel de un elenco formado, entre otras, por Lita Claver “La Maña”, Pirondello, Pierrot, Núria Feliu, Carmen de Mairena y Regina do Santos, e interpretó sus tres grandes e icónicas canciones: Bésame mucho, Fumando espero y La violetera. Al salir al escenario expresó un lacónico: «80 años os contemplan».
La participación de Sara en este show único, que contó con una sola representación ante 2.000 espectadores, dio origen a una relación de cariño y admiración mutuas entre la diva y La Cubana. La Montiel acudió infinidad de veces a ver el espectáculo «Cómeme el coco, negro», durante su estancia en Madrid, un show creado desde la fascinación, el respeto y la ternura que La Cubana ha sentido siempre por los artistas de variedades, por la revista y el cabaret. Quizás la propia Sara se sintió reflejada en los personajes de la obra, que mostraban los avatares de una vida dedicada al espectáculo. La función, precisamente, comenzaba cuando la supuesta obra representada había terminado, por lo que el público asistía a las vicisitudes de artistas y técnicos mientras recogen y se preparan para abandonar el teatro.
La relación entre Sara Montiel y La Cubana, especialmente con su director Jordi Milán, se extendió por numerosas cenas, encuentros, conversaciones y risas. La compañía incluso despidió un fin de año en casa de la artista. Un día, la Montiel le sugirió a Jordi Millán la idea de montar un espectáculo. El entusiasmo de ambos era latente, pero Millán le planteó las dificultades de afrontar un proyecto de esas dimensiones, ya que la compañía cuenta con sus propios recursos y con su propio sistema de trabajo, donde cada espectáculo precisa de, al menos, seis funciones semanales para poder mantenerse.
Con todo, Milán comentó a la artista una idea original que tenía en desarrollo y que, quizás, podría adaptarse a Sara. La historia comenzaba con el fallecimiento de la artista, que habría dejado instrucciones para que su sepelio no fuera nada convencional. A través de personajes de su entorno se contaría la historia de su estrellato. La diva se mostró entusiasmada con jugar con su propia muerte y con la leyenda de su propia trayectoria. Finalmente, la idea del espectáculo tomó forma en la obra «Adiós Arturo», que La Cubana estrenó en 2018 cuando Sara ya había fallecido.
Aunque las vicisitudes del momento no permitieron que el espectáculo entre la manchega y La Cubana finalmente pudiera emprenderse, durante el tiempo en el que Sara se vio con fuerzas, le pidió a Alberto Rivas, su fotógrafo de cabecera en los últimos años, que le hiciera una sesión exclusiva para aquel proyecto, de donde podría surgir un retrato para el hipotético cartel de la obra.
Rivas y la Montiel afrontaron diversas sesiones fotográficas, de las que hoy en día permanecen cientos de fotografías inéditas. Algunas de las sesiones que sí vieron la luz fueron la portada e interior del primer número de la revista Sálvame (2/2/2011) y un reportaje en la revista Glamour (febrero de 2012). Otras fotografías de Rivas fueron usadas por medios estadounidenses durante el «Saritour», la gira de encuentros y conciertos que Sara realizó por Chicago, Cincinnati y Nueva York en 2012.
Aunque seguiremos soñando con el trabajo que Sara hubiera desempeñado bajo la dirección de La Cubana, podemos contemplar uno de los retratos que la diva preparó como posible imagen de su cabeza de cartel. Solo el hecho de adelantarse a la realidad, de darle forma a la fantasía, nos regala hoy el entusiasmo perenne de la gran Sara, a quien podemos definir como la catedral del espectáculo. Y eso tiene un valor superior al propio sueño. Y, por supuesto, a la realidad misma.

El amor de Sara por el público fue el motor de su energía como estrella. El propio Jordi Milán destaca el entusiasmo de la diva por sentirse conectada con el público, lo que la convierte en una «artista de verdad», como él mismo declara. Aunque sus facultades ya no fueran las mismas, Sara nunca dejó de brillar, ni de desear ese destello. Milán cuenta que, en aquellas conversaciones sobre el espectáculo, Sara sugirió que, al abrirse su ataúd, se produjera un gran resplandor para que se dijera que la habían amortajado con todas sus joyas. Y cuando participó en De la Gran Vía al Paralelo, permaneció de pie durante horas y hasta finalizar el show, pues no quería que se arrugara el vestido que le habían preparado para salir a escena.
En su afán por no terminar nunca de despedirse de los escenarios, Sara aceptó la invitación del productor teatral Luis Pardos, que en 2009 puso en pie el espectáculo Sara Montiel en persona, una función de revista creada para ser representada en el Auditorio de Zaragoza. Sin duda, aquel fue el cierre de un círculo de cuarenta años, pues en 1969 ese había sido el título de su debut. Esta vez, a sus ochenta y un años y junto a dieciocho artistas, la Montiel volvió a ser la estrella más brillante. Lo que sigue siendo. Lo que siempre será.
Agradecimientos
A Jordi Milán y La Cubana, a Alberto Rivas y a Maica Rivera