Laura llevaba largos minutos de pie, pegada mirando cómo una polilla chocaba tontamente una y otra vez contra el tubo fluorescente. Yo, sentado en una silla que colgaba del techo, la observaba del revés sin parar de reír. Las cosquillas provocadas por la sangre al correr, hosca por las venas, me tenían algo inquieto, y esa nota disonante que marca por casi seis minutos la línea de bajo en «Mejor día» de Pánico me estaba sacando el cerebro por la nariz, de ida y de vuelta.

Habíamos puesto cartones en las ventanas para que nadie nos espiara. La puerta estaba con llave y además la trancamos con un viejo mueble repleto de revistas y periódicos de otro tiempo, de esos amarillentos que se desarman con tan solo tocarlos. Le quitamos las pilas a los relojes y apagamos los celulares. Quedaron guardados en una cajita chica forrada con un hermoso papel floreado. No había mucho para decir. Por la cabeza se me pasaban constelaciones, auroras boreales de ideas, sendas estrellas fugaces y, de vez en cuando, se asomaban por delante frases de libros que alguna vez leí, pero que ya no recordaba. Luego venían canciones que se apuntalaban brutales en la mente, más crudas y urgentes que ayer. Hasta hubo un breve instante en que, sobre la cama, Charly y sus dinosaurios se peleaban a muerte contra los vampiros de Dënver. Mi cabeza, cada vez más pesada, empezó a sufrir los estragos de la gravedad haciendo que mi cuello se fuera alargando lentamente con rumbo invariable hacia el suelo. Pasé frente a Laura, quien logró desatarse por un breve instante de la polilla y me tiró un beso. Yo le saqué la lengua. No la suya, por cierto, sino que la mía hacia ella en señal de burla. Valga la aclaración, porque esa noche fue extraña. La noche entera.

Cuando al fin mi cabeza aterrizó sobre el piso alfombrado, los pies de Laura bailaban ligeramente sobre su posición. Era una escena tan bella, que meticulosamente la robé y me la atesoré filmicamente, cuadro por cuadro, milímetro a milímetro. Le puse música mental a su baile, algo lánguido y entusiasta, tal como me sentía en ese momento. Tanto que logré rearmar mi cuerpo, el que apareció en proporciones justas y dimensiones opuestas, derramado sobre el sofá. Laura, quien ya caminaba por las paredes, arrastraba una sombra imperecedera, llena de luces coloridas que no se le despegaban y mordían sus pies. La polilla ahora era una flor, centinela en su cabello. Vino y se sentó a mi lado. Me sacó la lengua. Yo la besé. El tiempo no fue tiempo entre nosotros y fuimos todo lo infinitos que pudimos haber sido a esa hora, justamente a esa hora. Nos expandimos. Nos destrozamos como bestias. Nos devoramos en todas las esquinas, en las posibles y en las improbables. Nos fuimos consumiendo maliciosamente. Nos desmenuzamos centímetro por centímetro, y nos inyectamos, a propósito, una dosis mutua de nuestro propio ser, de nuestras propias almas con toda su alegoría. Desde el techo nos llovían colores aun no creados. Esa noche fue extraña. La noche entera.

Para ese entonces, la polilla, era casi una mariposa que jugaba a bailar descalza, al menos por un rato no muy largo, mientras recobraba de a poco sus tonos. Sin más, subió encabritada por la pared, hasta que, finalmente logró escapar, colándose por un pequeño agujero que había en el techo. Curioso yo, no recordaba haber visto ese detalle antes. Entonces me acerqué guiado, por algo muy parecido a una energía cósmica. Metí un dedo en la abertura, pasó también la mano y sobre la misma, el brazo. En seguida el otro brazo completo. Luego la cabeza y casi sin darme cuenta estaba parado sobre el techo, desnudo junto a Laura, quien se aferraba firmemente de mi mano. Sobre nuestras cabezas caía, imperturbable, la noche entera, mientras que una gigantesca luna en llamas se hacía cada vez más grande y nos quemaba los ojos.

Conoce al autor

Enzo Farías Molina (Santiago de Chile, 1980)

Escritor, compositor y productor musical. Actualmente radicado en el puerto de Coquimbo. Dentro de sus trabajos literarios se encuentra el poemario «Libro Negro: Textos y Narraciones Apócrifas (Episodios I y II)», compilación de poemas y ejercicios literarios publicados a través de La Página de los Cuentos entre los años 2008 y 2009; «¿Cómo llegamos con vida a este lugar?» (2014) y «Episodios: Libro Tercero» (2017). En 2022 su cuento «El hombre que incendió el mundo» obtuvo el segundo lugar en el III Concurso de Textos Breves Beatriz «Tati» Allende Bussi, organizado por la Plataforma Socialista de Chile. Posteriormente los poemas «Del valle hacia el interior» (2023) y «Las aguas» (2024) fueron reconocidos en las versiones consecutivas 8° y 9° del Concurso de Poesía Lucila Godoy Alcayaga: Campesina Nuestra organizado por la Ilustre Municipalidad de Coquimbo y Casa de las Artes Rural. Durante el año 2024 participó del Taller Kenningar de la Fundación Pablo Neruda. Algunos de sus trabajos han sido publicados en medios digitales a nivel nacional e internacional.

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