
-Antología coordinada por Francisco J. de los Ríos-
-Lastura Ediciones-
Si conoces esta casa, sabes perfectamente que el teatro de terror nos ha acompañado durante mucho tiempo gracias a Lastura Ediciones y a Francisco J. de los Ríos. Francisco es un dramaturgo de nuestro país que crea obras de teatro terroríficas y que inunda este panorama de piezas insólitas. Tenemos la suerte de que siga en activo y que, además, se dedique —como hace en esta antología— a reunir a otros dramaturgos y escritores para aventurarse en este género tan bonito y, a la vez, tan olvidado.
Por ello, sin más dilación, voy a hablaros de lo que podéis encontrar en esta antología.
En Habitación 510, de Miguel Ángel Mañas, tenemos a una mujer que entra en una habitación de la que nunca volverá a salir. No sabemos si se trata de un bucle temporal, pero todo se repite una y otra vez, y parece que su baño es la puerta de entrada y salida del mismo. El teléfono será lo único que la mantenga conectada con el exterior mientras descubre que jamás podrá escapar de esa habitación maldita.
La inyección, de Ana G. Cózar, nos sitúa en un teatro dividido (entre público y actores) donde se presenta la premisa de que una persona será libre durante cinco minutos para decir lo que quiera, mientras un público impasible y callado es espectador silencioso de un acontecimiento que acaba con su muerte. En esta obra no sabes dónde termina la realidad y empieza la ficción, y eso deja claro que este periodo de insensibilidad social en el que vivimos podría llevarnos a un futuro en el que algo así ocurra. Ese es, para mí, el miedo más real.
En La casa del duende, de Mariano Anós, una pobre criada hace famosa una casa por el nombre de “La casa del duende” tras escuchar una voz a su alrededor. Esto provoca que aparezca la policía, los periódicos y medio mundo pendiente de algo que no se puede ver, pero cuya voz sí escuchamos. El miedo a lo desconocido y la intriga que despierta en las masas son el eje de esta historia.
En el Teatro de Railes, de Medea de Montparnasse, encontramos a Sara, que ha sufrido malos tratos por parte de una antigua pareja y, durante la obra, sufre varias crisis de ansiedad y pánico. Todo se mezcla con algún que otro problema familiar que la lleva a estar medicada. Porque a veces los miedos provienen de situaciones traumáticas que nuestro cerebro ha borrado para protegernos.
Heptalogía de la otredad, de Sebastián Moreno, reúne ocho miniobras en las que el miedo es a uno mismo. En todas ellas, el protagonista teme a alguien que se parece a él: un niño con alguien debajo de la cama, un señor mudo que ha tenido que maquillarse a sí mismo, un autor que piensa que le roban, etc. Para mí, claramente, es un miedo relacionado con un síndrome del impostor brutal.
El arrollador Zikwala Pelée, de Ruth Vilar, tiene varios puntos importantes: el costumbrismo de los pueblos y las ferias, mezclado con la magia negra de un chamán que va de pueblo en pueblo buscando una virgen a la que sacrificar en nombre de la religión, convenciendo a la población para hacerlo. Es un teatro mágico que dice mucho más de lo que se muestra en un principio. Aquí el miedo es no poder decir nada y sentirse invisible para los demás.
En Lo que la luz destruye, de Nani de Julián, tenemos a una protagonista que intenta encender la luz para luchar contra su enemigo, alguien que lleva toda la vida ahogándola por diversión, hasta que ella toma revancha y acaba con él. A mí su miedo me ha parecido una metáfora de la ansiedad y de la necesidad de destruirla. Una obra de teatro muy agobiante, para qué engañarnos.
Con El barquito de Diana, de Paco y Virginia Izura, he sufrido bastante, pues es una historia familiar llena de violencia con un niño en medio. La abuela ejerce de madre sobreprotectora mientras el padre parece bastante ausente. Aquí el miedo y la temática giran en torno a la violencia que esconden algunas familias. Con un tono inocente y con cuentos que se mezclan con sueños, no sabes qué es verdad y qué es mentira.
Non omnis moriar, de Oskar Galán, está basado en la historia de cómo la Virgen María queda embarazada, elegida por Dios, pero con una versión moderna que incluye fantasmas, violaciones y desconcierto. Más adelante, dando un salto temporal, nos encontramos con un Jesús vampiro que busca la destrucción de todo y, especialmente, de Judas. La verdad es que es una obra bastante oscura, pero este retelling me ha gustado mucho, no voy a negarlo.
Susuelos de libelibertad, de Esther Berzal, es un teatro onírico sobre sueños sin sentido de varios personajes, cada uno con un miedo diferente: la pérdida de algo —familia, dientes, hijos…—. Un teatro corto y muy visual que, pese a su brevedad, me ha gustado bastante.
(Re)inicio, de Diego Palacio Enríquez, nos presenta un futuro apocalíptico no muy lejano. Los protagonistas parecen estar encerrados en un búnker. Resulta que un virus liberado por un grupo de activistas revolucionarios para acabar con una gran crisis ha asolado el mundo. Para mí, el miedo de este teatro es el futuro incierto, y capta muy bien los temores actuales sobre el destino del mundo y de la sociedad.
El taxi, de Teresa Ruiz de Velasco, nos presenta a una mujer mayor que entra en un taxi. Es una experiencia angustiosa para ella porque el conductor no le habla y ella no deja de ponerse nerviosa. Es como muchas mujeres de su edad: habla por los codos, y entre tanto palabrerío conoceremos parte de su vida. El miedo a lo desconocido llevará a nuestra protagonista a su último viaje antes de morir. Es bastante angustioso leer esta obra, pero si tienes personas mayores cerca te das cuenta de que, al final, muchos se sienten así: incomprendidos por una sociedad que cada vez va más deprisa.
Alice, de Francisco J. de los Ríos, nos presenta un escenario triste: la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo y dos personajes en espacios diferentes como eje de la obra. El amor, la familia y la desilusión tras dos guerras mundiales dejan a los protagonistas profundamente marcados. A medida que avanza la historia, comprenderemos que ninguno está realmente vivo, Alice no está aquí y él se va a la guerra para vengarla, porque ya no le queda nada.
El miedo nos gusta, sí. Nos atrapa porque despierta algo que nos mantiene alerta, una sensación diferente que, a veces, necesitamos como si fuera una droga. Pero el miedo, por más que nos pese, no tiene por qué ser ese terror paralizante de las películas. Puede ser un miedo que cause más angustia que otra cosa: miedo a lo desconocido, a la pérdida, al futuro… En esta antología se mezclan muchos miedos —hay incluso body horror— y todo ello en formato teatral, que nos transporta a visualizar lo que los autores nos ponen delante.
Una absoluta maravilla, a mi parecer, y es que, como siempre digo: leer teatro es un viaje maravilloso y, para mí, el más adictivo. No dejéis de ir a los teatros ni de leerlo.