Semana de la Poesía 2024

Cuando mi amigo Ferki me pidió que escribiera algo breve sobre la poesía, me fui a dar una vuelta. Creo que escribir poesía es parecido a pasear. Sí. Es como salir a caminar en la mañana soleada y perderse entre ventanas que reflejan trazos de cielo, es escuchar la ciudad, sentir la extrañeza de cruzarse con personas a las que nunca has visto, pero sabes que te vas a encontrar; es… lo que parece ser: las casas, los tejados, las paradas de autobús, las señales de tráfico brillantes, los niños, la luz que todo lo desdibuja…

Gustave Caillebotte. Calle de París, día lluvioso, 1877

Esta mañana hay un poco de niebla mezclada con sol y he decidido dar un paseo hasta el Rastro. Si tuviera que definir mi verdadera ocupación, la oficiosa, no la oficial, diría que soy paseante, flâneur. Mi tarea, por tanto, es sencilla y se reduce simplemente a pasear porque sí, a practicar el arte de vagar sin destino fijo, esa actividad en la que lo importante no es llegar sino transitar.

Hay algo de pérdida en el paseo. Puedo optar por la calle Mayor o ir por aquella más estrecha, la Cava de San Miguel, donde los edificios parecen inclinarse por el peso de sus balcones enrejados, y pienso entonces en pasajes de mis novelas preferidas, ¡Fortunaaá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yia voy con chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano.

También hay algo verdadero en el paseo, pues en ello me reconozco; y, cómo no, algo subversivo, poético. Me gusta tanto ver las fachadas de las casas, y sus ventanas. ¿Hay algo más poético que una ventana? Cuando paseo siento que estoy escribiendo. Todos mis libros los he escrito a pie. El libro solo es un vago recuerdo de la caminata. Converso sin hablar con las personas que me cruzo, les pregunto cómo se encuentran, qué les preocupa, adónde van.

La luz del sol mezclada con la neblina me hace ver todos los colores con más detalle. Ya empiezan a estrecharse las calles, he llegado al Rastro. Ahora el paseo se atenúa, pues son tantas las cosas que llaman mi atención que con ellas podrían llenarse varias hojas… o un solo poema. Los espejos, sobre todo los espejos. Esos marcos dorados al aire libre, testigos invisibles de la historia de una ciudad en las mañanas de domingo, que reflejan piernas apresuradas, o a unas chicas que se hacen una foto; espejos que capturan el aire cálido, las voces de las gitanas y tenderos, y los zapatos de los que se paran unos momentos a regatear. ¡Barato! ¡barato! ¡aquí compre barato! Veo libros de segunda o de quién sabe cuántas manos y veo que hay autores que son asiduos de los mercados, siempre primeras novedades editoriales en los puestos desordenados: Marguerite Duras, Ramón J. Sender. Paso la mano por las tapas de los libros coloridos. No voy a comprarlos. Me basta con saber que existen, que están ahí, en esas grandes bibliotecas callejeras. Libros fuertes, que solo por el hecho de estar al aire libre, soportando la intemperie, se convierten en libros universales, en obras de la humanidad, no importa quién los haya escrito.

Me gusta ver los cuadros de los galeristas, las copias de obras conocidas y esos paisajes afectados de marinas y campos que no entrarían en ningún museo, pero que ahí, en esas calles sucias y ahumadas, entre charcos y cubos de basura, se convierten en la verdadera exposición universal de los pueblos.

Me gustaría ser capaz de escribir algo sobre poesía, pero creo que aún no sé con certeza lo que es. Puedo intuirla en la música del gran mercado, en las calles que serpentean rebosantes de personas, en el reflejo de los cristales.

Paula en el Rastro

Desciendo por la calle de Mira el Río Baja y siento que me acerco a un “Finisterre” de interior, al final del mundo que conozco, de ese mercado que he visitado tantas veces con mi familia de niña, al que ahora vuelvo. No sé si he encontrado el poema que buscaba, pero no importa. Hoy mi ciudad me ha comprendido y yo, agradecida, me dispongo a reconocerla con este sencillo homenaje escrito, firmado por Paula, de profesión flâneur.

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