-Traducción de Juan Gallego Benot-

-Ultramarinos-

   En la poesía de Richard Siken caben todas las estaciones: es una primavera infinita, con su pegajoso calor, sus noches aún amables, sus tardes y puestas de sol apasionadas, sus flores y ángeles trompeteros, pero es muy verano también: inmisericorde con el corazón y con la piel, con el golpe del amor en plena llama, con quemaduras en la frente, pero es otoño de anhelo, de caídas, de chasquido de lenguas, de amenaza de olvido de todo lo anterior, y por supuesto es invierno, frío como su verbo, doliente bajo las nieves y lluvias turbias, encapotado por un aliento metálico y sin luna.

   Tres partes -con seis, siete y ocho poemas distribuidos en cada corte- conforman una obra introducida doblemente: a través del prólogo “La masacre” de Lucía Lijtmaer, en el que podemos leer, entre otras cosas, cómo destaca, cómo se venera la actualidad de los poemas de Siken, incluso desde las rrss y esa juventud criada en crisis (socioeconómica, pero también en campos como el amor, la identidad, los derechos y las conjunciones de los cuerpos y las salivas), agarrada a otras formas de sentir con la tecnología tan presente, y a través del Prefacio firmado por Louise Glück, que, entre otras herramientas, acude a la tradición -una tradición que refiere por ejemplo, como ejemplo grande, a Dickinson- para desgranar la voz del potentísimo poeta neoyorkino.

   Profundamente admiradores de Gil de Biedma como somos, asistimos a un reto personal al destapar esta obra de Siken en sus naturales coordenadas de poesía homoerótica. Hallamos entonces un libro que disgrega con crudeza los conceptos de deseo y anhelo, produciendo una herida espaciotemporal que cicatriza en recuerdos, rechazos, trampas del amor y el capricho; un libro sobre el pánico (Louise Glück dixit con toda razón), sobre el ser sobre todo a través del otro y su amor hacia él, en un permanente juego de roles cazador-presa, un viaje por las costuras más animalizadas -hasta la cima en ocasiones irracional-, constituyentes de diversas fantasías muy poderosas -debemos destacar el gusto propio por el “director” y el personaje guiado al antojo del amante, como un divertido Simón dice-.

   La poesía de Siken es también como las fases de una fruta: verde, juvenil y jovial, madura, roja, en su punto óptimo, podrida, desechable, desagradable… El hombre, el amante y su yo transitan por todas ellas desde el crescógrafo del amor y el miedo. Sherezade, un bárbaro himno, es el poema que inicia la secuencia cartográfica del poeta-figura que pulula entre manchas sexuales, marcas corporales, silencios y gritos, festines y sobras. Le sucede un San Valentín guarro, que presenta a las mil maravillas la tendencia espontánea de Siken por el lenguaje -y su imaginario creado a través del léxico- y la expresión más despojados de capas sutiles o eufemísticas: un poeta que decide explícitamente cuándo emplea una metáfora y cuándo un gancho al hígado, sin que ambos puedan jamás confundirse ni solaparse.

Los dos elementos troncales responden a la carretera, recurrente para trazar escenas que conectan pasados y futuros, muy presente en todos los síntomas del amor que atañen a la soledad, el malentendido y el riesgo; a la luz: la inmarcesible protagonista de Crush, identificada en su forma plena con Roma ardiendo… 

Adoramos la contundencia de Siken porque sabemos de su vulnerabilidad -tan gildebiedma-, de su irreprochable ternura, de su dulzura otorgada a la relación de las voces explotadas en poemas narrativos sobre destrucción y resurrección, sobre el irremediable peso del tú, del otro, de ese ser de fondo al que se dirigen versos, imágenes y pasión, un enorme ejemplo de esa balanza desequilibrada con carga en el extremo del tú como modelo ideal del nosotros. Medimos esa línea, esa cuerda que une cinturas, como se mide lo hipnótico.

   Pocas veces cristaliza ese tú como en el poema del ex-amor dedicado a Jeff, que aglutina un yo más joven y loco bajo el mismo manto del verdadero y verdugo sentimiento; un poema este que lleva hasta el extremo formal el hábito teatralizador -pero no de obra pensada sino de monólogo improvisado y desfigurado, malhecho- de nuestro autor como recurso para plasmar sus pretensiones.

   Crush es todo lo que promete: salvaje, demoledor, antídoto contra la indiferencia y el conformismo, una delicatessen ultrasensorial que exclama desde la carne, con los labios destrozados de besos, promesas, muros y asfalto. Una obra cuya influencia trasciende el género para situarse en la amplia concepción de la literatura como patio de naturaleza imprevisible y permeable.

   Resta decir lo mucho que conviene habitar durante considerable tiempo sus páginas: múltiples capas se levantan cuando la uña rasca un poquito más, desvelando detalles y conexiones que redondean el cuadro, que bañan de más colores y tonos una poesía despampanante. Lo bien que suena gracias a Juan Gallego Benot, por cierto.  

Altavoz Cultural

Deja un comentario