Por Jorge López Llorente

Todos sabemos quién es Arthur Conan Doyle (o eso creemos). Pocos escritores se vuelven tan canónicos que son símbolos culturales más que personas, iconos de papel y tinta, y Doyle lo es por antonomasia. Además, en el caso de Doyle, su nombre es sinónimo del personaje literario más icónico de la historia, Sherlock Holmes. ¿Pero cuánto queda de Doyle tras despegarlo de su famosísimo personaje? A primera vista, parece que el detective le sienta al escritor británico como un guante. Doyle fue un médico conservador que admiraba el deporte y la vida militar, de mentalidad más bien pragmática, como la de su detective algo envarado y de fría lógica, que practicaba deportes como el boxeo, al igual que su creador. Por otra parte, Doyle también tenía una feroz creatividad y una fascinación por lo extraño que le llevó a una obsesión con el espiritismo, el hipnotismo e incluso las hadas, lo que tiene su reflejo en el espíritu de dandi decadentista de Holmes, con su imaginación bohemia y su talante de actor teatral, a base de inyecciones de cocaína al 7%. Pero debemos recordar que Holmes no era suficiente para el propio Doyle, a quien le parecía más bien unas esposas, como las de los criminales que Holmes atrapaba. De ahí que entre la supuesta muerte de Holmes en Reichenbach en 1893 y su «resurrección» en 1901, pero también durante toda su carrera literaria, la pluma de Doyle no se limitase. Para Doyle, había mucha vida narrativa más allá de Holmes, sobre todo precisamente en el más allá.

Antes del nacimiento de Holmes en Estudio en Escarlata (1887), Doyle ya tenía otras preocupaciones narrativas. Publicó varios cuentos de misterio muy variados en esa década. Se centró en cuentos marinos, tras su experiencia como cirujano naval a bordo del barco ballenero Hope en 1880, donde pasó siete meses en el Ártico, que registró en un diario. Esto alimentó su mejor cuento de la época, El Capitán del Polestar (1883), donde exprime al máximo la incertidumbre del mar helado y de la narración del diario de un médico naval. Aquí el personaje del capitán, temperamental pero benévolo, es un enigma en sí, pero también los supuestos chillidos y presencias fantasmales que acechan al barco, atascado en el hielo. Los límites entre lo paranormal y los detalles realistas de la vida de los marinos son borrosos; no hay una clara respuesta final al misterio. En otro cuento marino en primera persona, La Relación de J. Habakuk Jephson (1884), hay una trama más clara basada en la historia real del barco Mary Celeste, pero aún más misteriosa, donde Doyle nos regala otro thriller realista con toques místicos. La trama se centra en el viaje en barco de un médico estadounidense blanco, opuesto a la esclavitud y lisiado en la Guerra Civil de EE.UU., junto a un enigmático mestizo manco, y en una piedra negra que le entrega al médico una afroamericana. Aquí Doyle también reflexiona sobre cuestiones raciales, con las contradicciones que le caracterizan: no solo era un hombre de ciencia que creía en el misticismo, sino que también era un conservador bastante racista que apoyaba al imperio británico, pero era consciente de los males de la esclavitud y los problemas que causaba el maltrato de los blancos a otras razas, como demuestra este cuento. En su cuento marino de misterio más realista, Aquella Cajita Cuadrada (1881), que tiene quizá el giro más sorprendente, hay otra corriente política: Doyle juega con el miedo al terrorismo de los independentistas irlandeses de la época.

Como en la aventura de Jephson con la piedra africana, que es tanto una belleza como una amenaza, Doyle suele asociar el peligro gótico con las culturas colonizadas de Sudamérica, África o Asia, reflejando las inquietudes del imperio británico. La Mano Parda (1899) lo demuestra, con un cirujano acosado por un fantasma oriental, conectando con temas de El Signo de los Cuatro. Aun así, nadie puede estar tranquilo: en cuentos como El Espanto de la Cueva de Juan Azul (1910), Doyle insinúa que los monstruos también están cerca, en el tranquilo campo inglés.

Los cuentos sueltos de Doyle más impresionantes son los que se parecen más a casos de Holmes, con una lógica más clara, pero sin investigaciones ni finales felices, llenos de personajes intrigantes y amorales. Se especializa en casos de venganza pasional, al estilo de la «sensation fiction» («narrativa sensacionalista») victoriana, que combina entornos domésticos con secretos criminales y/o exóticos, acuchillando las costumbres victorianas desde dentro. Los mejores ejemplos son cuentos posteriores al nacimiento de Holmes, como El Caso de Lady Sannox (1893) o La Catacumba Nueva (1898), donde las tramas nos enganchan con giros lógicos pero sorpresivos, sin olvidar un potencial misterio gótico, a través de un desconocido veneno oriental o catacumbas escalofriantes.

En cambio, los cuentos que más me decepcionan son los que se adentran en lo paranormal explícitamente, que suelen resultar más predecibles. En ellos, las observaciones detalladas de personajes y entornos naturales conocidos que Doyle escribe tan bien se pierden y sus tramas pierden tensión, sobre todo en los cuentos sobre el Antiguo Egipto, como el de la momia asesina de Lote Nº249 (1892) o el del extraño amante de una momia en el Louvre en El Anillo de Thoth (1890). Quizá eran chocantes en su época, pero después de la serie de películas de La Momia pierden hasta ese efecto de shock. También hay muchos cuentos sobre el hipnotismo, como John Barrington Cowles (1884), o sesiones de espiritismo, como Jugando con Fuego (1900), o fantasmas, como El Espejo Plateado (1908), o monstruos, como El Terror de las Alturas (1913), tratados como fenómenos totalmente reales. Casi siempre empiezan con figuras racionalistas, como médicos, que acaban convencidos de que lo sobrenatural existe, en una dualidad que Doyle desperdicia y repite demasiado. A medida que Doyle se iba obsesionando más con el espiritismo, estos cuentos se volvían cada vez más mediocres y obviamente sobrenaturales. Hay dos excepciones curiosas: su cuento temprano de El Gran Experimento de Keinplatz (1885), que se ríe del espiritismo casi satíricamente, con un intercambio de almas entre un viejo profesor y un estudiante borrachuzo; y El Parásito (1894), un cuento largo o novela corta sobre un médico hipnotizado por una femme fatale nada atractiva, que compensa la escasa trama con una inmersión brutal en la angustia de un diario.

Doyle no se limitó a estos cuentos góticos o de misterio, sino que escribió la serie de novelas y cuentos de aventuras del profesor Challenger, un precursor de Indiana Jones y Parque Jurásico, además de novelas históricas a lo Walter Scott como La Compañía Blanca, pero creo que no tienen tanto interés. Sí que merecen la pena algunos de sus cuentos realistas sobre el boxeo, que me sorprendieron para bien, como El Maestro de Croxley (1899), donde maximiza su habilidad para la caracterización y examina los dobleces de la moralidad y la división de clases en la época victoriana.

En su amplia obra (que incluye hasta poemas ocasionales), Sherlock Holmes es su apogeo, aunque el propio autor no lo reconociese. Aun así, Doyle brilla igual cuando conserva el espíritu del detective, combinando el misterio imaginativo con cierta lógica, sobre todo en el formato del cuento, que predomina en el canon holmesiano, pero llevándolo más allá de lo detectivesco. Los cuentos que más recomiendo, con un equilibrio de estos factores y personajes memorables, son estos: El Caso de Lady Sannox, La Catacumba Nueva, Cuarto de Pesadilla, La Mano Parda, El Parásito, El Capitán del Polestar y La Relación de J. Habakuk Jephson.

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