-Jorge López Llorente-

Dos grandes de la literatura estadounidense reciente. Dos grandes egos, sobre todo, con grandes inseguridades y aún mayores habilidades para la sátira, y de ahí saltan chispas, claro. David Foster Wallace y Bret Easton Ellis hubieran tenido una conversación inconsciente, o más bien una accidental batalla de gallos, aunque se hubieran ignorado el uno al otro por completo: son polos opuestos de minimalismo y maximalismo, de hedonismo materialista y aspiración al idealismo; son dos excesos literarios disputándose temas conectados sobre el exceso del capitalismo tardío, dos partes de la misma fina línea de la ironía posmoderna, en la misma época y el mismo país. Y eran más que conscientes de su contexto. Se jugaban la atención y la influencia en la cultura literaria de los 90, además del premio al peor peinado, así que la pelea estaba más que servida. Solo podía quedar uno, un solo autor guay pero chungo, de esos que la gente reconoce pero apenas lee, de esos que son nuestro amor-odio, con aún más amor-odio hacia sí mismos. No es ningún secreto que estos autores se detestaban, sobre todo en su apogeo noventero. ¿Pero sirvió de algo? ¿Se inspiraban mutuamente? ¿O eran solo dos ratas peleando por un churro? Irónicamente, por supuesto.
Curiosamente, Ellis no se corta en criticar e incluso insultar a Wallace, pero solo en sus declaraciones públicas, sobre todo después del suicidio del autor de la bandana. Por ejemplo, tras la publicación de la biografía póstuma de D.T. Max sobre Wallace, Todas las historias de amor son historias de fantasmas, Ellis volvió al ataque en Twitter. Dijo que Wallace le parece «el escritor más tedioso, sobrevalorado, torturado y pretencioso de mi generación», además de un conservador. Hizo hincapié en su vergonzoso «halo de sentimentalismo», opuesto a su propio estilo aséptico. También se mete con Wallace en entrevistas y en su podcast. En cambio, se pueden leer las obras de Ellis sin preocuparse por su oposición al estilo y las ideas del autor de Broma Infinita. Puede ser por su look de cuidadosa indiferencia y ensimismamiento, porque sus narradores en primera persona están demasiado drogados como para pensar en esas cosas, con la música pop demasiado alta. Más bien, puede ser que no le importase tanto a Ellis, que solo esté trolleando. Al fin y al cabo, él no suele articular una crítica social constructiva, sino vaciar de significado los conflictos, dando la sensación de que todo es un puto asco, pero quizá no se puede hacer nada y todo da igual, sobre todo en sus primeras obras. No creo que Ellis hiciera una excepción para desarrollar un discurso literario a favor o en contra de tal o cual idea filosófica o autor. De hecho, más adelante, Ellis matizó sus tuits y aseguró que no siente odio ni envidia por Wallace, solo por los discursos en torno a él. Es difícil pillarle en la no-indiferencia.
Por otra parte, a Wallace le importaba más el nuevo estilo que representaban Ellis y sus compañeros del Brat Pack literario, por mucho que pareciera más comedido y dijera que había leído poco de ellos. Lo comentaba más a menudo y en términos más ideológicos que los piques personales de Ellis. Wallace les dedicó un ensayo a Ellis y compañía para tachar sus obras de «realismo catatónico» y «pretenciosidad naíf», con su «nihilismo de la marca Neiman Marcus». No solo atacaba su estilo en cuanto a su pobreza literaria, sino que consideraba a Ellis manipulativo y sadista contra los lectores, al cerrarles las posibilidades que, según él, la buena narrativa debería abrir. Para Wallace, sí era personal. Su estilo y su discurso se basaban en gran parte en este rechazo.
Es más, Ellis fue una inspiración clave en el relato titular del primer libro de cuentos de Wallace, La niña del pelo raro (1989). Para entonces, Ellis ya se había dado a conocer con sus novelas Menos que cero (1985) y Las leyes de la atracción (1987). El estilo nihilista y plano de los narradores malotes en primera persona de Ellis fue el blanco de una descarada parodia en ese relato, donde un adinerado republicano/rebelde punk apodado Cachorro Enfermo nos cuenta su vida de «una gran nada» y sus fechorías en un concierto. De risa. Ahí Wallace lleva al límite de la payasada las referencias a marcas de Ellis, sobreanalizando el anuncio de un perfume varias veces, y su violencia gratuita, volviéndola ridícula, ya que el protagonista quema a un perrito porque sí y sus amigos intentan agredir a una niña solo porque tiene «el pelo raro», además de dejarla inefectiva, porque el cuento acaba sin aclarar qué pasa con la niña ni qué hace el protagonista ante su agresión, salvo mirar. Aun así, creo que a Wallace le importaba aún más el efecto American Psycho hacia el final de su carrera, en la época de Extinción (que debería haberse traducido como Olvido), cuando quiso evolucionar de veras de posmodernista a metamodernista, a (re)descubrir una nueva vieja sinceridad bajo el embalaje de plástico de burbujas de la ironía y el cinismo, con el que se iba cansando de jugar. En Mister Squishy, al comienzo de este libro, Wallace imita más que nunca los listados de marcas a lo Ellis, donde un analista de marketing para la marca de dulces Mister Squishy «se llamaba a sí mismo, directamente, frente a su cara en el espejo, Mister Squishy», deprimido por su peso, sus fracasos y su identificación con la compañía. Pero Wallace profundiza en él hasta llegar a la empatía. Este pringado corporativo con tendencias homicidas por una posiblemente buena causa bien podría ser un reverso de Patrick Bateman. Un ejercicio de empatía y dolor ante la apatía de la superficialidad capitalista, en vez de más apatía aún. Pero incluso este relato está todavía al borde de un vacío despiadado, al borde del estilo de Ellis.
Al final, no sé si todo este rifirrafe fue una batalla de gallos que merece la pena escuchar o solo dos pavos reales extendiendo sus plumas para ellos mismos. Ellis acabó admitiendo que sus protagonistas, desde Clay de Menos que cero a Patrick Bateman, estaban en gran medida inspirados en sí mismo, por su amor propio y su autodesprecio. Wallace, aunque fuera mucho menos autobiográfico y más idealista, no era menos egocéntrico ni más santo. Su discurso contra Ellis quizá no era más que un mensaje-recordatorio a sí mismo, a la parte de sí mismo más joven o más cruel que no dudó en extremar la ironía sin tanto Significado con S mayúscula. El propio Ellis escribió que, pese a rechazar su sentimentalismo, le interesa «el otro Wallace: el hombre despectivo, ese a quien le gustaba llevar la contraria, el gilipollas con un lado abusador, el crítico cruel». En el fondo, los empujones y tirones de pelo entre estos dos podrían haberse limitado a Wallace tirándose de los pelos, dudando de sí mismo, intentando creerse que era mucho más honesto y empático comparado con Ellis de lo que fue en realidad, como autor y persona.