En esos precisos momentos, buscaba gomina para el pelo. Yo, cuando acudo a un supermercado, voy siempre acelerado, se me olvida más de la mitad de lo que mentalmente he preparado- me niego a escribir listas-, y cuando estoy cogiendo un producto, ya estoy pensando en el siguiente. No voy nada concentrado, vaya. Me llevo mis broncas después, por supuesto. Y esa tarde, tenía básicamente dos anhelos que jerarquizaban mi listado mental: una gomina y un ambientador.
Por mor del destino, deseaba secretamente un nuevo olor, una fragancia a modo de ambientador, algo que no había comprado jamás en mi vida. Ese olor lo quería esparcir en el universo olfativo de mi despachín. Debido a las particulares características de la labor que desempeño, y debido también, por qué no reconocerlo, a mis inconfesables rutinas, era necesario hacer acopio de material de enmascaramiento. El olor elegido era el de lavanda. Volviendo al presente de la historia, intentaba coger en esos momentos un gel capilar, colocado en la estantería más elevada, al tiempo que mi cabeza pensaba en estampas del sudeste francés, repletos de lavanda, cuyos efluvios provenzales me embriagan desde hace unos años, más desde sus connotaciones paisajistas que desde sus implicaciones pituitáricas.
Hallábame yo por tanto inmerso en la tarea de agarre de la gomina, mientras dirigía mis expectativas visuales hacia mi cajera predilecta, de mirada penetrante, que estaba cobrando a alguien. Al contemplarla yo mientras encontrábame enfrascado en mi tarea, me devolvió impertérrita la contemplación, me despisté un tanto y cayeron al suelo estrepitosamente dos botes destinados a ser aplicados en cabellos, no en superficies pulidas. Al contactar con el pavimento, el contenido de los botes- fluido denso y espeso para nada inodoro- salió disparado en muchas direcciones, dejando la superficie por donde pisábamos algo perjudicada y pegajosa. La cajera dejó de mirarme y enarcó sus finas cejas, con algo de disgusto. Yo puse cara de besugo, si no la tenía ya, y recogí lo que pude, apartando un poco los botes hacia las estanterías. Ella resopló y entró en un cuarto cercano del que salió con escoba, recogedor, cubo y fregona. Cogí rápidamente una gomina indemne y salí de esa calle, encaminándome hacia la calle de las fragancias, colorado como el pack de tres de tomate frito que ya portaba bajo mis axilas, pues me niego a coger cestas (mis broncas me llevo posteriormente).
Mi anhelada lavanda hallábase también en una estantería superior, así que debía hacer malabarismos para elevar los brazos por encima de mis hombros y que no se me cayera nada. Solo se me desajustaron las lonchas de jamón (me niego a comparar precios; mis broncas me llevo posteriormente), mal menor, pero agarré fuerte mi fragancia, ubicándola bajo la axila izquierda, junto con los yogures. Mientras, oía a la cajera recoger en la calle paralela el destrozo que algún energúmeno había causado, y me llegaban ondas expansivas olorosas de la gomina desparramada. Vaya tela cómo huele, pensé. Entre la gomina y la lavanda no se me va a acercar nadie. Estuve tentado de acudir a socorrer a la empleada, pero me contuve porque soy muy propenso a estropear aún más las situaciones generadas por mí ya estropeadas.
Me asomé a la caja. No había nadie. No había más empleados, ni reponedores ni nada parecido. Yo realizaba contorsiones cirquenses para que no se me cayera de las axilas el resultado de la compra. Entonces, pasó mi amiga delante de mí; tras volver a colocar en el cuartito el material de limpieza empleado, mirándome muy seria, me preguntó: ¿le cobro ya, señor? No sé qué me jodió más, si señor o ya.
Flexoextensioné el cuello afirmativamente, lo que hizo que se me descolocara de la axila derecha la margarina. Debí decir sí, que soy carajote. Afortunadamente, no hubo destrozo alguno porque si no mi amiga, que tenía justo enfrente y que miraba incrédula la escena, me hubiera podido estrangular con sus manos sin resistencia por mi parte y con todos los posibles eximentes penales de su parte. Con mucha tranquilidad, mi cajera favorita recogió el tarro, y cuando yo creía que lo iba a reajustar en el hueco axilar, depositolo en la cinta de su caja. Más sensato, pensé. Agradecí su gesto y me encaminé, igual que ella, hacia el lugar donde iba a ser, a un mismo tiempo, cobrado y silenciosamente regañado a través de su mirar inquietante.
Me debatía sobre si pedir disculpas por lo ocurrido o no, pero es que su profesionalidad era mayúscula, y pasaba con inusitada celeridad toda la compra realizada, sin dar cabida a mi participación. No me miraba. Cuando terminó de pasar las galletas digestive de limón (¡no eran de limón, coño!; me niego a fijarme en sabores; mi bronca me llevaré luego), sí osó alzar su cabeza y posar sus ojos sobre los míos. ¿El señor quiere una bolsa? Me volvió a joder lo de señor. Yo templé la situación, dilaté la reciprocidad visual unos segundos y, muy digno, respondí: sí, por favor. Tras pagar, introduje lo pagado en la bolsa, y ahora sí le pedí disculpas por el desparrame en el suelo, agradeciendo su intervención. Ella me contemplaba muy hierática y solemne, y sosteniendo la mirada un ratito de más, me dijo con sorna que esperaba que la lavanda oliera mejor que el gel capilar. Eso espero yo también, le contesté. Y me fui.
No volví a pisar el supermercado en dos meses. Tuve que ir a otro un poco más lejano, con un cajero barbudo greñudo, con el que no compartía miradas, solo gruñidos. Aún conservo mi ambientador lavanda, que lo uso en días seleccionados, cuando hay invitados especiales, y cuando he abusado de mis vergonzosas rutinas. Al expandir con el vaporizador su relajante encanto por mi cotidiana atmósfera, recuerdo los ojos de la cajera en un entorno idílico color lila- púrpura pálido, perdón- y el episodio de cubos y fregonas y demás despropósitos. Al menos conseguí que ella me hablara.
Mellon Collie