Ese escote amplio que mostrabas el sábado me impresionó por la mañana. Cuando me llamaron de madrugada, tras dos horas de tarea, concluí mi misión, encaminándome hacia ti con el producto final resultante. Te dije lo que debía decirte jugando con nuestra supuesta complicidad, redirigiendo tus pasos tras los míos, en la instancia superior.

La oscuridad del vestíbulo se interrumpía por una lámina vertical de luz amarillenta que dejaba traspasar una sala con una puerta mal cerrada. Yo esperaba sentado en la camilla. El silencio era escandalosamente audible. Pasados cinco minutos, sonaron en la lejanía de la planta de abajo unos tacones de mujer provocando en mí el inicio de una creciente vasodilatación viril. Tacones de Mujer. ¡Cómo aniquilaban la espesura del silencio esas pisadas! Ella se acercaba. No salí a buscarla. Deseaba la inmensidad plena del sonar de sus tacones para mí, anhelando que ese taconeo nocturno me dejara percibir su fuego interior. El pisar de la señora se hizo más nítido y acelerado, hasta que sus pasos cesaron. Yo sentía mis latidos en el dorso de mi instrumento alargado.

Ella buscaba en el oscuro vestíbulo por dónde seguir. Yo callaba, escondido, no quería que palabra alguna quebrara ese momento; seguía empeñado en disfrutar del zapateo afrodisíaco. Un paso, otro. Volvía a moverse. Dobló la esquina hacia la derecha y por fin alcanzó la puerta, abriéndola de golpe, mirada firme. Me encontró sentado, con los brazos cruzados.

Ni cierra la puerta. Se encamina hacia mí, y me besa y abraza sin pronunciar palabra. Nuestras lenguas se encuentran, y juegan revueltas. Palpo sus pechos, su trasero y sus genitales, ella gime. La luz sigue encendida, así que alargo la mano hacia el interruptor, pulsándolo; oscuridad plena. Le subo el vestido desde los muslos hacia las caderas, y lo bajo desde los hombros a los pechos. Este silencio sombrío sigue siendo perturbador, el entorno más apropiado para lo inesperado. Solo oímos nuestros jadeos cercanos, retroalimentándonos en una corriente extraña de oxígeno y dióxido de carbono que nubla el juicio.

La tumbo boca arriba en la camilla y ella se deja hacer con parsimonia. Hago desaparecer su ropa interior inguinal y acaricio sus labios proscritos, esa doble boca genital que poseen las mujeres. Busco en las tinieblas su pequeña colina, la que posee infinitas terminaciones nerviosas, que encuentro por deducción táctil (¡oh, montículo gelatinoso!) y auditiva (¡oh, gemidos in crescendo!). No veo su cara, ni veo su sexo, pero las sensaciones son excepcionales, resultando una experiencia enloquecedora. Ella enloquece, de hecho, pues con mi lengua recorro las cimas, las laderas y los valles de su pequeña montaña: ¡oh, deidad inmarcesible, ¿por qué no te apareces con mayor facilidad ante el varón?! Mi funcionario lingual da fe de sus contracciones ante mi húmeda veneración. Con mis manos sosteniendo sus nalgas, las atraigo hacia mí, haciendo míos sus movimientos retorcidos de placer, sus bravos oleajes de éxtasis, sus flujos tibios. Experimento el arropo cálido de la cara interior de sus muslos sobre las vertientes externas de mi rostro.

Beso sus labios faciales, los oficiales, y ahora es ella la que me desviste con brusquedad. Semisentado en la camilla, se arrodilla frente a mí, cogiendo mi atributo con fruición para introducirlo en su cavidad oral. Tiene una boca amplia, adivino en la negritud de la sala, porque entra muy bien, recibiendo un universo de estímulos ensalivados, acolchados y membranosos que hacen que me olvide de mi existencia. Noto su buen hacer al comprobar el papel de la lengua, serpiente diabólica que me inocula el veneno del deleite en dosis extrema. Me conmueve advertir sus labios alrededor de mi falo, 360 grados de contornos suaves, como el halo de un asteroide lujurioso.

La derivo hacia la horizontalidad requerida para un buen coito, y ganándome ella la iniciativa, se aúpa encima de mí, introduciendo mi varita mágica en el interior de su chistera, con mágica y lubricada facilidad. Se mueve de arriba abajo, acariciando yo sus pechos gráciles, bajando hacia sus caderas carnosas. Jadea. No empujo, para dejar toda la responsabilidad de mi regocijo en mi partenaire.  Muestra una cadencia de movimientos rítmicos, suaves. Su torso es una sombra que asciende y desciende, acariciando con la palma de mis manos sus senos, su abdomen, para tener más puntos de contacto. Sus glúteos rozan los cimientos del monolito al dejarse caer desde las alturas celestiales, hacia donde ella me envía. Empiezo a empujar yo también hacia esas alturas celestiales, compenetrándonos en unos movimientos que le hacen arquearse hacia detrás, pareciéndome ver su hermoso cuello femenino al tiempo que hace girar violentamente sus cabellos a izquierda y derecha. El movimiento de sus cabellos es percibido auditivamente con sorprendente ilusión por mí, pues me ofrece una comprensión mayúscula de la sensualidad femenina. Estos giros destemplados de su cabellera salvaje desprenden una sonoridad tan estrogénica que junto con la de sus tacones me hacen agarrar el presente delirando.

Nos posicionamos de forma que yo estoy encima, para que mi dulcinea descanse; estamos cara a cara, observo su rostro sombreado, alimentándome de su cálido aliento; un apéndice mío, ahí abajo, se introduce en la hospitalaria oquedad de mi singular ninfa, gozosamente; pecho contra pecho, fusiono mis abdominales con los suyos al encajar nuestras líneas albas, saboreando mis labios su mentón y su cuello. Me dejo abrazar por sus piernas, que, como si fueran brazos, contornean mis caderas vehementemente, empujando con los talones de sus pies mis nalgas hacia sus profundidades.

El culmen aparece como una catarata proveniente de un río caudaloso, y el jolgorio sensorial consiguiente me supera; como si de una Experiencia Cercana a la Muerte se tratara, suceden ante mí imágenes biográficas; incluso visualizo la luz del túnel, al final del mismo, no observando dios alguno por lo que abro los ojos y recuerdo dónde estaba, con una Diosa terrenal, una Mujer, y aún creo estar vivo, a pesar del cúmulo de sensaciones provocadas por la morbosidad del encuentro, las libidos encendidas y el contexto de oscuridad y silencio.

-Petit Bourgeois-

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