Maica Rivera
David Vicente
Nieves B. Jiménez
Carlos Mayoral
¿Cuál es vuestro primer recuerdo con las manos en un libro? ¿Cuándo autorreconocéis vuestro amor por la Literatura y cómo canalizáis esa pasión hacia una dedicación profesional?
Maica Rivera: Entre los recuerdos más preciosos de mi infancia se encuentra, como una ensoñación, la imagen de mi prima mayor Aurora cuidándome, haciéndome de niñera con Platero y yo de Juan Ramón Jiménez en sus manos, que luego acababa siempre en las mías para ver muy cerca las ilustraciones del burrito, culminando nuestro ritual de lecturas en voz alta. Más adelante, sería el volumen de Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, cogido de entre los cientos de libros de mi madre, el que me despertaría ese amor consciente por la Literatura.
No tardaría en darme cuenta de que yo no tengo la luz del artista, así que pronto decidiría dedicarme a intentar reflejarla como periodista cultural; y, así, mi formación en la facultad de Ciencias de la Información de la UCM adquiría su máximo sentido en las clases de Literatura Universal de mi querido profesor Joaquín Mª Aguirre. Desde ahí, radio y prensa local con personalidades como Víctor Claudín; llegarían después los medios nacionales, la gran oportunidad de trabajar con el periodista José Luis Gutiérrez en la revista LEER, el honor de colaborar con el editor Manuel Ortuño en la revista Texturas, de ser agente literaria del poeta Nacho Escuín y, ahora, también de aprender diariamente del ejemplar desempeño profesional del director de la Feria del Libro de Madrid, Manuel Gil. Y luego está, claro, el sueño cumplido de haber fundado mi empresa Literocio con Manuel San Millán, consagrada, con todo nuestro amor y devoción, a la cultura del libro.

David Vicente: Si os digo la verdad, no lo tengo demasiado claro. Quizá sea poco glamuroso en términos literarios, pero lo primero que me viene a la cabeza si pienso en mí mismo con un libro en la mano es El libro gordo de Petete. Aquella serie de la TV para niños que protagonizaba en los ’70 y ‘80 una especie de peluche y que luego encuadernaron en fascículos. Recuerdo que mi hermano y yo la veíamos y mi madre compró todos los libros, una especie de enciclopedia infantil con cada uno de los volúmenes de diferente color.
El amor por la literatura, por los libros en general, supongo que siempre estuvo ahí y fue creciendo y consolidándose de una manera natural y progresiva, sin que uno sea consciente ni haya, al menos en mi caso, un punto de inflexión en particular. Igualmente a la profesionalización de la escritura uno llega de manera casual, al menos yo. Quiero decir que hay un deseo de publicar, un empeño en ello, una resistencia a la frustración y el rechazo (esto es muy importante), una insistencia ante ese rechazo… Y, bueno, un buen día un editor confía en ti y tu libro está en las librerías. En todo caso, tampoco podría definirme como un escritor profesional. Hago muchas más cosas a las que tampoco renunciaría para dedicarme exclusivamente a la literatura, incluso en el caso de ser posible.

Nieves B. Jiménez: Me recuerdo como una lectora precoz. No podría señalar un primer libro en concreto, pero seguro que sería un clásico como los cuentos de Perrault o las historias de Uderzo. Por descontado, pronto llegó mi admiración a cada página de Alicia en el país de las maravillas. Tener hermanos mayores ayudó también a descubrir lecturas como Los cinco de Enid Blyton, Tintín y a Twain con Tom Sawyer. De pequeña, el paseo siempre significaba el placer de visitar el quiosco del amigo Andrés así que volvía a casa siempre con tebeos de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón… En la adolescencia, cada vez que iba a casa de mi amiga Esther me llevaba un libro de Agatha Christie de la biblioteca de su padre… es decir, leía todo lo que me caía en las manos. Mi afición por la escritura era inevitable rodeada de tantos libros. Si a todo esto añades que en mi casa se leía mucha prensa y sobre todo ABC, cobijo de los grandes de las letras, aprendí de la ironía de Camba, las crónicas de Azorín y Ruano, Jaime Campmany… tal vez me llevó todo a estudiar Filología Hispánica y después Periodismo. A estar atenta a la vida para poder contarla.

Carlos Mayoral: Mi madre llegando a casa con un cuento de esos que vendían por fascículos en el quiosco. No sé si alguna vez fui capaz de igualar esa emoción. Recuerdo la primera vez que leí una novela de las que yo consideraba “para mayores”. Eran las 20.000 Leguas de Verne, creo que ahí me doy cuenta de que hay un camino enorme por recorrer, y aquí seguimos hoy recorriéndolo. La canalización hacia el mundo profesional, honestamente, se produce de manera tan gradual que uno no sabe aún a día de hoy cómo llega. En este sentido, para mí es esencial haber recorrido el camino previo del que hablábamos: enamorarte de mil libros, estudiarlos, analizarlos, etc.

Hablemos de grados de relevancia en el contexto actual: ¿qué consideráis que aporta la tremenda diversidad de premios y certámenes a la comunidad literaria? ¿Qué papel creéis que juegan las editoriales independientes frente a los grandes sellos en el flujo del mercado?
MR: Todo lo que sea un incentivo para la creación y un estímulo para los creadores, por mi parte, siempre será bienvenido. Mi participación como jurado en el Premio Nacional de Poesía Joven “Miguel Hernández”, en 2017, fue una gran experiencia de la que me queda el mejor recuerdo, personal y profesional. Respecto a las editoriales, va por adelantado mi profundo respeto al trabajo de los editores de todas las casas, grandes, medianas y pequeñas. En relación a los independientes, su trabajo de resistencia es hoy más épico que nunca, e, igualmente, más que nunca necesitamos su aportación, su frescura, su riqueza y su mirada en el actual ecosistema de la edición. Trabajar con ellos a pie de caseta, en el barro, cámara y libreta en ristre, es una de las experiencias más enriquecedoras y apasionantes de mi vida de reportera, sin lugar a dudas, a la que espero no tener que renunciar jamás. Son valientes, inspiradores y necesarios, se han revelado fuertes y ágiles de reflejos en la pandemia, les admiro enormemente, me interesa todo lo que hacen, quiero participar de todo lo que mueven y, además, intento apoyar su trabajo en todo lo posible. Dan máximo sentido a una de las facetas más interesantes y emocionantes de mi trabajo diario.
DV: Los premios pueden ser una vía de entrada o una oportunidad para autores desconocidos. Pero luego la triste realidad es que no suele ser así. Si te fijas en los premios importantes, el 90% los obtienen autores conocidos con mayor o menor recorrido ya a sus espaldas. En el mejor de los casos, acaban siendo una manera de sobrevivir en un mundo de difícil supervivencia. Se conforman lobbies, círculos de influencia, como en cualquier profesión, que es difícil romper.
En cuanto a las editoriales independientes, aquí sí que creo que hacen una labor importante en cuanto a ofrecer alternativas literarias y nuevos autores. Una editorial que monta una o dos personas con sus ahorros, en una labor casi quijotesca, además arriesgando en sus propuestas, tiene un mérito incuestionable. Habría cantidad de literatura, de muy buena literatura, que se quedaría fuera del mercado si no fuese por estas editoriales independientes.
No os diría que exclusivamente la literatura de calidad se reduce a las editoriales independientes, porque estaríamos mintiendo probablemente. Pero, sin duda, sí una buena parte de ella.
NBJ: Los premios aportan visibilidad, es innegable, y también solidez ante el lector. No se puede negar que contribuyen a dar a conocer, a consolidar autores y, en consecuencia, crear lectores. Yo he recibido un premio aquí donde me veis. Al mejor reportaje de prensa. Cuando no los esperas son un placer porque te ayudan a seguir confiando en ti además de encontrarte con situaciones nuevas que te guían para seguir aprendiendo. ¿Hay que dar a los premiados la importancia como tal? Las obras de arte se imponen por sí mismas a lo largo del tiempo. Ahí se ve lo que perdura o no. El paso del tiempo es el mejor juez.
Respecto al tema de editoriales independientes, en efecto, es esperanzadora cada aparición de editorial. Están convirtiendo cada edición en un objeto exquisito. Elegantes, cuidando el detalle, dándole su toque personal a las portadas, preocupadas en ofrecer más calidad. Los grandes dominan el mercado considerando el libro como un producto y hoy el lector ya busca algo más. No creo necesario explicar que algo que se venda mucho no es necesariamente mejor. Quiero pensar que esta diversidad repercutirá en algo mejor; para empezar, en un enriquecimiento de la variedad cultural y el pensamiento.
CM: Para mí, los premios son una suerte de especialización. Recuerdo que hace unos meses se puso de moda criticar el premio Espasa es Poesía por el bajo nivel de sus premiados. Yo ahí no estoy de acuerdo con la crítica. Todo el mundo sabe qué libro se va a encontrar cuando compra ese premio, así que si quieres otro tipo de poesía sólo tienes que irte al Hiperión o al Loewe, yo qué sé. Cada uno se especializa en el ámbito que crea conveniente.
En cuanto a las editoriales independientes, para mí son un milagro, ya que bogar entre transatlánticos nunca es fácil. Independientemente de que encuentre ese pelotazo que les haga subsistir, creo que lo hay algo indispensable para que estas editoriales triunfen: que sean reconocibles. Que sólo con ver la cubierta sepas qué te vas a encontrar. Por suerte, en este país tenemos varias de estas.
¿Mediante qué medidas y recursos consideráis que pueden o deben contribuir las instituciones y los focos comunicativos culturales al fomento de la lectura y al crecimiento de la Literatura a partir de sus múltiples valores sociales?
MR: Todo apoyo y todos los recursos destinados al fomento de la lectura y a devolver el libro al centro de la vida ciudadana me parecerán siempre poco, desde las bases. Y tengo claro, y cito aquí al profesor Joaquín Mª Aguirre, que cualquier iniciativa para mejorar el nivel de lectura pasa por una acción combinada del sector educativo con los medios de comunicación; y, ante todo, para resolver la crisis del modelo educativo, hay que formar la sensibilidad hacia lo artístico en las personas. Uno de los grandes errores viene siendo confundir cultura con industria cultural porque las medidas que solucionan los problemas económicos no son las mismas que resuelven las carencias culturales. Por otra parte, creo que los grandes olvidados de la cadena de valor del libro son los autores, tendríamos que empezar a reivindicar y blindar sus derechos mucho más allá de la precariedad en la que actualmente se ven obligados a bregar. Para concluir, entre los fenómenos que me insuflan esperanza, sin duda, se encuentra el de los clubes de lectura en auge.
DV: Es que tengo mis dudas sobre que el fomento de la lectura deba enfocarse en los valores sociales que uno obtiene a través de ella. Es obvio que muchas personas, dirigentes, que están en las antípodas de lo que yo, al menos, considero valores sociales son grandes lectores.
Hay que fomentar la lectura, por supuesto, como cualquier otra alternativa de ocio cultural. Pero también hay que educar en una calidad lectora y dejar de decir cosas como que la lectura, sea la que sea, te va a convertir en un mejor ciudadano, cuando ni siquiera sabemos definir qué es un mejor ciudadano. Me parece otorgar una virtud y una responsabilidad a la lectura que está lejos de poseer.
Resulta bastante sospechoso que haya que convencer constantemente a alguien de que lea cuando todos estamos de acuerdo en que la lectura está dotada de un poder sobrenatural. ¿Por qué hay que insistir tanto con algo que parece ser tan fascinante? No hay que andar convenciendo constantemente a la gente de que practicar sexo le va a resultar excitante, ¿verdad? O de que ver una serie es entretenido.
Quizá deberíamos cuestionarnos también qué estamos haciendo mal nosotros, los integrantes, en cualquiera de los ámbitos, del sector del libro, qué calidad o qué producto estamos ofreciendo a los lectores, qué estamos publicando y en base a qué.
Por otro lado, es obvio que no podemos pretender que la lectura se sitúe a los niveles de consumo, por ejemplo, del sector audiovisual, por la propia genética y facilidad de consumo de los diferentes productos. Pero es que, incluso yo, que soy un gran lector, también consumo más audiovisual si sumo cine, series y distintas plataformas y redes sociales. Tenemos que dejar de presentar el libro como una competencia a este tipo de sectores. Porque no lo es.
NBJ: Ojalá tuviera la solución. Os puedo contar mi experiencia. Recuerdo que en el instituto, sin esperarlo, llegaba a clase Antonio Colinas o José Hierro… Os puedo asegurar que los alumnos permanecíamos silenciosos y atentos. Ese modo de promover la lectura entre lectores adolescentes, que no teníamos la oportunidad de tener cerca a estos escritores y escuchar un poema de su boca o que te explicara cómo se gestó una novela, etc., es una muy buena experiencia. Imagino que, por aquella época, dependería de la Dirección General del Libro y del ministerio de Educación. Habría que reelaborar el Plan Integral de Fomento de la Lectura. Por descontado, las familias tienen una importancia decisiva en la formación de lectores. Paralelamente a la familia y a la escuela, los medios de comunicación juegan un papel básico para alentar a la lectura. Asimismo, en esta crisis, es fundamental ayudar a las librerías, es un espacio cultural en sí mismo. Trasladándonos a esta época, los jóvenes manejan lenguajes diferentes así que los clubes de lectura virtuales están teniendo un éxito espectacular en las redes sociales. Pero la mejor herramienta para el fomento de la lectura son los libros bien escritos. Repito: bien escritos. Y que te dejan estremecida y extenuada, que te llevan a conocer mundos, el amor, la aventura y el vértigo… la vida.
CM: En ningún caso bajo la obligación de tal o cual lectura. Estas, las lecturas, llegan cuando tienen que llegar. No tiene sentido obligar a un joven a leer el Polifemo de Góngora si no tiene aún los recursos intelectuales para hacerlo. Tampoco tiene sentido «exigirle» el último libro de Zizek o de Habermas a alguien que disfruta con la literatura de género. Reivindico la lectura también como actividad lúdica, como manera de ocupar no sólo el espacio intelectual, sino también el del ocio. Creo que el formato audiovisual, un espectáculo de masas frente al minoritario ejercicio de la lectura, puede ser un buen canal para fomentar la lectura. Leí que cuando Federico García Lorca apareció como personaje en «El Ministerio del Tiempo» se dispararon sus ventas. Creo que hay un buen cebo ahí.
¿Cómo intuís el futuro del libro en papel vs. la feroz tecnología? ¿Qué cualidades consideráis que debe tener hoy una obra para lograr convertirse en inmortal para los próximos siglos?
MR: El libro en papel y el digital están llamados a convivir. Está claro que el libro impreso aporta unos valores, estéticos y de contenido, de reflexión pausada y crítica, que no alcanza el libro digital, así que nos conviene como sociedad el intentar protegerlo (no obstante, es actualmente la opción de lectura favorita en España con muchísima diferencia). El libro en papel ha demostrado fortaleza en tiempo de pandemia, y, según las conclusiones del británico Michael Bhaskar en la edición de la Feria del Libro de Madrid 2020, la Feria en Directo, podemos considerar que su futuro pasa por dos tendencias editoriales: crecer con largo alcance o buscar pequeños nichos de mercado con audiencias muy específicas. Respecto a la cuestión sobre la inmortalidad, apelaré, para resumir, a un sugerente término acuñado por el profesor Aguirre: se convertirá en inmortal para los próximos siglos aquella obra que nos propicie una “lectura epifánica”, es decir, que nos permita abrirnos al mundo a través de los textos.
DV: Creo que la amenaza sobre el futuro del libro empieza a ser algo recurrente y manido. Todos auguraban ya la muerte del libro hace ya diez o quince años con la llegada masiva de los ereader y la realidad es que, desde entonces, el mercado del libro apenas se ha resentido en términos generales. Tenemos que asumir que el libro siempre ha estado en crisis frente a otros tipos de ocio.
Por otro lado, no creo que sea positivo enfrentar siempre la tecnología con el libro, como si una cosa te convirtiese en un ser deleznable o un inculto sin valores y la otra en alguien superior con una escala moral por encima. Yo soy un gran lector sin que ello implique vivir de espaldas a las nuevas tecnologías. A la inversa, alguien que no lee, no leía probablemente ni antes ni después de las nuevas tecnologías.
Cualquier obra que aspire a convertirse en inmortal debería tener como mínimo una calidad literaria obvia, además, por supuesto, de una universalidad. Lo que sucede es que fabricar esto de un modo consciente, como si respondiese a una fórmula prefijada, es imposible a priori. Al final hay factores azarosos que uno no es capaz de medir. Cuando le preguntaban a Bob Dylan que por qué creía que había sido capaz de aunar el beneplácito de crítica y público, algo poco común, respondía: Sí, me he debido equivocar en algo.
Bueno, supongo que para que eso suceda, uno tiene que equivocarse en algo.
NBJ: No hay que ser catastrofista sobre el futuro del libro. Creía que era un debate que ya estaba superadísimo. El libro electrónico seguirá creciendo, eso es indudable, pero no creo que acabe con el papel. Existe y seguirá existiendo una coexistencia. La irrupción de Internet, con su inmediatez y su permanente actualización, resulta muy útil para consultar datos, enciclopedias o diccionarios. Por el contrario, considero que los electrónicos no han logrado sustituir el placer de leer en libro impreso géneros como novela, historia, poesía… Reivindico desde aquí el libro como objeto con un gran futuro.
CM: Yo sigo apostando por el papel, ya lo decía Saramago: ¿Cómo derramo yo una lágrima sobre un email? No obstante, es evidente que la tecnología está ahí y que va a ir acaparando cada vez más espacio, aunque yo sigo creyendo que algunos seguirán viendo el libro no sólo como un mero contenedor de letras, sino como un objeto místico. Y mientras eso ocurra, habrá papel.
Maica Rivera: «¿Qué es lo que más disfrutáis de las ferias del libro y los festivales literarios (y lo que más venís echando de menos de ellos en este tiempo de pandemia)?»
DV: Si te refieres como lector, lo primero que uno echa de menos es ese contacto directo con el libro. Es fiesta del libro con mayúsculas. Incluso ese descubrir azaroso de nuevas propuestas, nuevos autores o nuevos sellos. Eso es lo que personalmente más disfruto. También, por supuesto, el reencuentro con amigos del sector a los que no ves con frecuencia. A fin de cuentas, el trabajo de escritor es un trabajo solitario que se realiza en tu cuarto o estudio frente a la pantalla de un ordenador.
Como autor, soy más escéptico con este tipo de encuentros. Tiendo a pensar que nada de lo que podemos decir cualquiera de nosotros es importante y que lo mejor que uno ha podido aportar, desde el punto de vista literario, está dentro de su propia obra. Hay mucho de hoguera de las vanidades dentro de estos festivales. Pero entiendo que es parte del juego.
NBJ: Siempre me ha entusiasmado la época en la que se aproximaba la feria del libro. Me acercaba bien equipada, claro, que siempre llovía en Madrid, ¡incluso alguna granizada me ha caído! con mi sombrero, calzado cómodo… ¡arreglada pero informal! Me entusiasmaba ver las calles llenas de gente caminando entre las casetas, entre risas y con optimismo, porque, también os digo, aunque alguien sacara el tema, eran los menos los que vaticinaban futuros apocalípticos sobre el fin del libro. Deseo que regrese ese carácter festivo que le caracteriza. ¿Qué echo de menos? Espacios dedicados a diseñadores, ilustradores, tal vez la confluencia de algún festival de música (cada vez son más los músicos que publican libros) o gastronomía. Lo que sí escuché en las últimas ediciones, cuando entrevistaba a participantes, escritores, etc., eran peticiones alrededor del espacio ya que por su ubicación es imposible hacerla más grande. Tal vez se debería innovar como en la pasarela de moda Madrid Fashion Week que ya están saliendo de IFEMA y trasladando sus desfiles a otros espacios de la capital. En esto también entra lo de dejar libertad a cada librería o editor para diseñar su propia caseta. Otros que también reclamaban su espacio eran los editores en digital. Hay editoriales dedicadas únicamente a libros digitales y en alguna entrevista me comentaron lo de tener su espacio. ¿Y qué me decís del horario? Ampliar el horario como jornada continua. Incluso horario de noche (algunas personas sólo pueden acercarse a la hora de comer, por ejemplo).
CM: Supongo que no soy muy original si digo que lo que más disfruto es el contacto con el lector, conocer de primera mano su impresión sobre tal o cual obra o artículo. Con su ausencia perdemos el derecho a celebrar, porque de eso se trata en las ferias y festivales: de celebrar esa fiesta que es la literatura.
David Vicente: «¿Qué opináis del proceso de autopublicación o autoedición? ¿Consideráis que hoy en día todo el mundo tiene la necesidad de saberse escritor, incluso por encima del propio amor y respeto a la literatura? Sin necesidad de reparar específicamente en ello, desde un punto de vista general, ¿creéis que se publican más obras de las que el mercado puede abastecer? En todo caso, ¿quién debería dar un paso atrás en esta rueda: editores, autores, distribuidoras…?»
MR: La autopublicación es un negocio totalmente ajeno a mis intereses tanto personales como profesionales. No se corresponde con ninguna de mis áreas de acción. Sobra subrayar lo mucho que respeto y admiro la figura clásica del editor, no imagino ni quiero imaginar jamás el mundo cultural sin ella. Me sumo al ensalzamiento del editor tradicional, tal como fue concebido en el siglo XIX, que realiza Roger Chartier en el último número de la revista Texturas, aludiendo a su construcción de un catálogo de títulos y colecciones que define la identidad estética, intelectual e ideológica de la editorial, su trabajo sobre la materialidad misma de los libros publicados o el diálogo que mantiene con los autores. Respecto a la sobreproducción, suscribo la opinión que desarrolla Manuel Gil en el último número de Publishers Weekly en español: El problema no es que se edite demasiado –valoración, además, relativa- sino que se compra poco; no hay tantos nuevos títulos en rigor (la cifra de libros editados en papel al año mengua sobremanera si restamos del total el libro de texto, el de bolsillo, reediciones, el libro no pensado para el canal comercial y librerías…) sino pocos compradores, y no deberíamos convertir automáticamente el valor de bibliodiversidad de la producción editorial española, un activo cultural de primer orden, en un problema.
NBJ: Es cierto, nos sentimos desbordados por esta avalancha literaria. Efectivamente, hoy se publica mucho más de lo que uno puede asumir como lector. Ya se sabe: lo mucho cansa. En mi opinión es un objeto lo suficientemente importante en la historia de la cultura como para llenar y llenar estanterías sin motivo. Lo que más preocupa a los amantes del libro es esta proliferación de libros sin alma, es decir, los que van de la mano de promociones televisivas y de famosos o instagramers. Tal vez publicar menos llevaría a los editores a ser más exigentes en cuanto a calidad. Ponerte a escribir una novela requiere años, muchas horas, muchas correcciones. ¿Hay demasiados libros? Pienso que no, siempre y cuando se cuide la calidad frente a la cantidad. Todos somos, en parte, responsables. Además, los editores más pequeños leen y cuidan todo lo que van a publicar así que por ahí vamos muy bien.
CM: No creo demasiado en la autopublicación, porque para mí hay un trabajo con editores, correctores o diseñadores que es fundamental. Además, es una opinión personal, pero con la autopublicación ocurre como con toda democratización: se baja el nivel general de la oferta. Estoy de acuerdo con que las novedades hoy se comen las propias novedades. A menudo te encuentras con libros que tienen un mes de vida. No sé quién debe dar un paso atrás, pero sí creo, como comenta David, que hay una burbuja que sigue creciendo.
Nieves B. Jiménez: «Es un hecho reconocido que son demasiados los libros que se publican. Además, se publican cosas cada vez más prescindibles. Decía Marta Ramoneda, de La Central: “Es como dar por supuesto que todo el mundo que quiera merece publicar. Y también como si se diera por hecho que todo el mundo puede escribir. Evidentemente puedes hacerlo. Ahora bien, una cosa es hacerlo, y otra que lo que estés ofreciendo tenga un valor, tanto como para que tenga sentido el fijarlo y convertirlo en un libro”. Echo de menos ese mimo, ese cuidado, para algo que muchos escritores sí ponen mucho trabajo, cariño y esfuerzo y, desafortunadamente, muchos lectores suelen clasificarlos con un triste “no me engancha”. ¿Quién es el que se ocupa de decidir qué merece la pena o no? ¿La crítica, la nueva prescripción más dependiente de los lectores de redes sociales, los editores? La pregunta es: ¿No se debería echar una mirada a este tema y, al menos, redefinir y reajustar qué es lo que se defiende cuando se defiende el libro, qué funciones del mismo deseamos y debemos preservar precisamente por su alto valor cultural y filológico?»
MR: Las crisis económicas y la irrupción del universo digital parecen tenernos atrapados en ese mundo líquido de Bauman en el que también se vienen diluyendo, desde los años 90, los procesos tradicionales de legitimación de los autores y sus obras. Salir de este túnel pasa por invertir en una mejor formación de lectores desde las aulas con objeto de que sepan reconocer la autoridad en el prescriptor adecuado ante la pluralidad de voces, sea cual sea el altavoz (incluido el de las redes sociales). También deberíamos recordar desde los medios de comunicación el paradigma clásico de las funciones mediáticas: entretener, sí; informar, por supuesto; pero ¿qué sucede hoy con la función de formar? Respecto a qué es lo que me (re)define un buen libro, invitaría a quedarnos con el filtro que aplicaba mi querido Joan Margarit: aquel del que no salgo igual que entro, que me ordena interiormente; la lectura que no me provoca esa experiencia no es literatura, sino simple entretenimiento (intrascendente).
DV: Insisto con esto. En primer lugar, creo que se debería dejar de mitificar la lectura y el libro como un tótem capaz de aportar valores morales y sabiduría crítica per se. Esto no es así. Conozco cantidad de imbéciles que son grandes lectores y cantidad de buenas personas, con una visión aguda del mundo, que no lo son tanto. Si dejásemos de mitificar el libro, quizá habría menos gente que dejaría de querer ser escritor y lanzar al mundo su ego en forma de grito literario.
Por otro lado, obviamente habría que educar más en la calidad lectora. Quiero decir dejar de decir estupideces como que lo importante es leer, da igual lo que uno lea. ¿Por qué es importante leer algo mal escrito? ¿Qué aporta leer un mal libro frente a otro tipo de ocio?
Luego además está otra gran falsedad que es la de que el arte es subjetivo, sin más matices. Si aceptamos esa premisa como válida, todo queda dinamitado, claro.
Si somos los primeros que ensalzamos la lectura sin ningún condicionante más, no nos podemos sorprender luego de que se le dé la misma consideración a un tipo que autopublica por Amazon que a un premio Nobel.
CM: Absolutamente de acuerdo, se publica muchísimo. El mundo editorial ya es un negocio, puro ejercicio de compraventa, cada vez se asocian menos al objeto publicado algunos términos como prestigio o cultura. Conste que no digo que se deba publicar por prestigio como hacía el conde de Lemos con Cervantes, pero no debemos olvidar que en los grandes almacenes la especialidad más vendida es autoayuda. Frente a este capitalismo inevitable yo reivindico el concepto de “literatura”, que sí abarca esos términos que decía antes, y que suele ser el motor de los libres que sobreviven al tiempo que hoy se come todo.
Carlos Mayoral: “¿Creéis que, con la llegada de las redes sociales, se ha destruido la vieja prescripción de libros, con sus suplementos y su crítica, para dar paso a una nueva prescripción más dependiente de los lectores? ¿Qué se gana y qué se pierde con esta democratización?»
MR: No creo que debamos considerar un problema el uso de las redes sociales, que son, simplemente, una herramienta más de comunicación, potencialmente tan buena como la mejor. El peligro reside en la lectura acelerada, crédula, fragmentada y descontextualizada que éstas pueden generar e imponer si no se hace una buena utilización de ellas o si se toman como exclusiva fuente de lectura e información, así como la asimilación indiscriminada de sus contenidos, es decir, hay que fomentar buenas prácticas digitales y atender de cerca las carencias con las que el lector inmaduro llega a esa avalancha de prescripciones digitales, desprotegido y sin capacidad de discernimiento de las voces de autoridad y fuentes de información adecuadas. Que todo el mundo tenga posibilidad de opinar con cierta proyección inédita hasta ahora porque dispone de una tecnología a su alcance no significa que a todas las opiniones se les deba dar, evidentemente, el mismo valor ni atención, y jamás comprenderé por qué eso, que es algo que se ve muy claro en ámbitos como el científico o el sanitario, no se tiene tan claro en relación al ámbito de la cultura.
Siempre pongo el ejemplo de que nadie querría que alguien ajeno al ámbito sanitario, dedicado profesionalmente a otros menesteres y sin la acreditada formación, le operase del apéndice aunque le asegurase ser un apasionado de la materia, haber leído mucho y visto muchos tutoriales o vídeos sobre cirugías en Internet. ¿Por qué, entonces, no se ve dañino el sobreexponerse sin medida ni miramientos a que cualquiera nos llene la cabeza de ruido y nos dirija a través de las redes sociales en relación a esas temáticas culturales que, cuando menos, forjan nuestra mirada sobre el mundo? De hecho, a gran escala, los peligros que eso implica para el conocimiento y la democracia de verdad son aterradores, lo explica muy bien Roger Chartier en Lectura y pandemia (Katz). Este libro también nos da argumentos para rechazar el odioso algoritmo de Amazon, que sólo fideliza compradores, en ningún caso crea lectores, alegando que nos priva de las sorpresas y los auténticos descubrimientos en el viaje lector, y, añadimos, nos priva del maravilloso viaje físico, con sus correspondientes interacciones humanas, de librería en librería.
DV: Sí, es posible que para un autor ahora sea mucho más interesante, en términos comerciales y de publicidad, ser reseñado por un bloguero o bloguera que tiene cien mil seguidores en las redes que por un suplemento cultural de un gran periódico que no lee nadie.
Lo que pasa es que luego esa reseña o entrevista en el suplemento cultural también se lleva a las redes y se convierte en material compartible dentro de esa jungla.
La verdad es que no sé qué se pierde ni qué se gana. Supongo que, por un lado, se gana independencia y, por otro, aumenta el ruido, con lo que eso implica.
Pienso, sin que esto tenga necesariamente que ver con las redes sociales, que vivimos en una sociedad llena de ruido, donde todos necesitamos opinar sobre todo, a veces sin una reflexión demasiado clara. Primero llega la opinión y luego la reflexión, cuando debería ser a la inversa. Esto también afecta a la literatura.
NBJ: Recuerdo leer en Twitter a alguien: “en las redes sociales acabas odiando los libros”. Todo el mundo se fotografía con sus libros preferidos y se ha puesto de moda ensalzar, de repente, al columnista o al escritor del momento al que todo el mundo debe leer por alguna extraña razón. Cuando comenzaron a recomendar libros en Instagram y a añadirle un texto a modo de diario fue como un experimento y a muchos les ha salido muy bien. Son miles sus seguidores ávidos de asistir a sus reseñas literarias. La fórmula consiste en dar en el clavo en lo que el lector está buscando, que se identifiquen con lo que está contando (“justo ha expresado con palabras lo que estoy sintiendo ahora mismo”, dicen) usando pocas palabras. La gente pasa ratos muertos en el trabajo y echa un vistazo a las redes sociales al igual que antes de dormir, en el autobús, en el tren… y es una forma de ponérselo fácil a aquellos que quieren leer; ahí está la clave: poner fácil lo de leer, cuando leer siempre se ha entendido como una tarea de esfuerzo, de entendimiento, de discernimiento… Andrés Trapiello dice que un diario (a propósito de instagramers) es una taberna en la que siempre hay un tabernero comprensivo con nuestras debilidades, que nos escucha si le hablamos y guarda silencio si queremos estar callados, así que ahí tenemos la razón. Considero que, de todas formas, el ritual de recomendar un libro tiene algo especial imposible de reproducir por lo digital. Al igual que las videollamadas nunca sustituirán a las conversaciones en vivo y en directo con familia y amistades, tampoco lo digital acabará con las librerías y las recomendaciones de mi librero. Se está confundiendo seguidores con lectores y no es así. Ir a una librería, comprar el libro y leerlo significa un compromiso totalmente diferente.