Reseña de Darío Méndez Salcedo

Después de haber leído con atención la antología Memoria histórica, coordinada y editada por Altavoz Cultural, lo primero que pienso es que no importan los nombres que figuren como “autores” en un libro como este. Me da la sensación de que la voz y el ritmo de esta obra colectiva no pertenecen a esta generación. Leo y releo, y entonces escucho; y quienes hablan son nuestros abuelos, o bisabuelos, a través de sus nietos o bisnietos. Es como si, mediante una conjunción invisible, prácticamente todos los seleccionados para conformar la antología se hayan puesto de acuerdo en que no son ellos los protagonistas, sino quienes no pudieron serlo en su momento. Es, por tanto, una antología homenaje, y un verdadero acto de memoria que rescata el pasado —no el biográfico, sino el existencial— que este tiempo amenaza con olvidar.
A continuación trataré de estructurar un poco la lectura —la mía, limitada y condicionada de antemano, tan falible como cualquier otra— de Memoria histórica. Dada la naturaleza colaborativa y más o menos homogénea del proyecto, no me interesa citar nombres concretos ni pormenorizar en cada obra, sino, más bien, perfilar grosso modo las tendencias que podrá encontrar el lector de esta antología.
Ya desde la introducción se nos habla del espíritu que enmarca la obra: la expresión literaria, esto es, desde lo concreto y vital, de una historia que, sin la narración, no sería más que abstracción. La historia, de hecho, ¿cómo puede expresarse, si no es a través de las historias particulares? Ahí está el milagro de la literatura, que esta antología se propone realizar: encarnar el mito, devolverle la realidad biográfica a lo pasado.
Siguiendo dicha estela, cuatro de los cinco relatos del libro (‘De la piel del diablo’, ‘Las yayas que fueron niñas’, ‘En la mañana del 25 de agosto…’, ‘La última bala’) vienen a rescatar el relato de héroes tan maltratados como olvidados: las desgracias y penurias a las que fueron condenados por la guerra y la injusticia. Insisto: aquí no habla la generación actual; esta se limita a transcribir las vivencias de los verdaderos protagonistas que las sufrieron.
El quinto relato —o más bien el primero, por ser el ganador—, ‘Las lágrimas de la montaña púrpura’, sale del marco guerracivilista y amplifica sus resonancias a escala internacional: la guerra y la injusticia, si bien son parte de nuestra historia, también son la historia del mundo; y, por terrible que sea nuestra desgracia nacional, el lenguaje del sufrimiento se entiende en todos los idiomas.
Los poemas, diez en total, reflejan algunas imágenes que ya son patrimonio común, mito compartido y metáfora preclara de la Guerra Civil y su consecuencia. Se acentúa, por un lado, la cuneta como símbolo de la injusticia y el olvido (‘Cunetas sin nomine patris’, ‘Cuéntame sobre cunetas’) y la flor como afán de dignidad, justicia y reparación (‘Recordar todos los nombres’, ‘Flores en tu nombre’). Por otro lado, es también recurrente la búsqueda de los desaparecidos y la pregunta sobre los olvidados (‘Septiembre rojo’, ‘Hijos del odio’). Hay, asimismo, dos poemas que rescatan lo concreto y tangible, objetos cotidianos que guardan la memoria de una casa, de una historia y de un modo de vida (‘Había uno en casa’, ‘Peines de bolsillo’). ‘Amigas’ nos señala el dolor de algunas heridas que no han sanado y retornan, retornan, retornan… ‘A la muerte de Federico’, poema ganador del certamen, condensa todas estas tendencias en uno de los mitos-mártires más reconocidos y reconocibles, Federico García Lorca, cuando afirma «tu muerte, que son todas las muertes».
Memoria histórica, en fin, consolida y sintetiza la imaginería narrativa y poética de una generación que, aunque no ha vivido el período más oscuro de nuestra historia reciente, lo revive con ánimo de restaurarlo y de recuperar, de una vez por todas, la vida. La de los verdaderamente vivos.
Darío Méndez Salcedo