
“La petite mort” es la última obra poética de Alberto Guerra Obispo, publicada por Ápeiron dentro de su serie Clavileño. Su sugerente título alude al galicismo empleado para denominar el período refractario que tiene lugar después del orgasmo, una pequeña muerte que acontece tras el éxtasis. De esta manera tendríamos unidos dos conceptos que “a priori” no pueden ser más antagónicos: el amor y la muerte, la voluptuosidad y la melancolía; en definitiva: Eros y Tanatos, los dos polos entre los que nos debatimos constantemente en la vida. Siguiendo esta idea, la obra se divide en dos secciones: “Elegías de andar por casa” y “La culpa es de Erato”. En las elegías, a modo de exorcismo, Alberto Guerra canta al último trago, a un negocio perdido, a una amistad olvidada, al capitalismo cruel y descarnado… pero en su ajuste de cuentas con la realidad (que también es la nuestra) no sólo le acompañamos, sino que nos sentimos identificados con él. Imposible no sentir una irisación en la piel leyendo su “Elegía al último trago”, inevitable no verse reflejado en los versos que aluden a la infancia, al tiempo que no volverá o a los sueños rotos. Sin embargo, y tras esta acta levantada después del naufragio que supone esta primera parte, asistimos a una “muerte que nos nace” recogiendo la cita de Galeano. En “La culpa es de Erato” Alberto Guerra nos adentra en una visión introspectiva y reposada, la calma tras la tormenta; emerge un poeta que ha encontrado una forma de canalizar y enfocar esos monstruos y sombras de la primera parte y, que después de asumirlos como propios, los integra calmadamente en su experiencia. Toda una catarsis. Se habla de la memoria, del amor, del tiempo, del mar… que, en sentido casi manriqueño, Alberto Guerra convierte en “el reflejo de todo lo que fuimos”. Porque en la “Petite mort” descendemos a lo terrible pero también nos elevamos a lo sublime, asumiéndonos como somos: humanos, demasiado humanos que diría Nietzsche. En la “Petite mort” conectamos con nuestro yo más visceral y trascendente, nos reconciliamos con nosotros mismos. Y eso produce tanto o más placer que el orgasmo más intenso.
Antonio Antequera