-InLimbo-

     Nerea Pallares es erizadora de vello profesional. Es salada hasta el picor insoportable. El sabor a sal se mantiene en todo el compendio de relatos y nos deja una honda huella grisácea y desagradable que nos atormentará cada vez que deseemos articular palabra. Nos ha robado la voz con Los ritos mudos.

     La maestra rosarina Valeria Correa Fiz prologa esta maravilla escu(l)pida por InLimbo bajo el nunca antes tan acertado título de La belleza de lo terrible. Con Merlau-Ponty y Rilke sobre sus hombros, la autora de La condición animal amadrina en su regazo la propuesta de Pallares y le pone un lazo rojo en la frente. Qué delicia. 

     Cuatro vértebras de heterogénea anchura -a2, b4, c3 y d1- cincelan la columna del caballete: una decena de plumas blancas-grises-levementeperomuypoco rojas-azul marinado manchan el material con el que proyecta Pallares un paisaje literario inusitado y tan personalmente codificado. Nos sumergimos en una fantasía extraordinaria. El frío en el temeroso dedo gordo ya está aquí.

     SEPARACIÓN

Los días salados

     Tras el pestillo del cuarto de baño se esconde lo innominable. Yanina -objeto del daño-, de doce otoños, y su hermana -narradora-, de la mitad de primaveras, resisten a la asfixiante rutina cuyo punto afilado de conflicto no tiene nombre más allá de novio-de-mamá. La atmósfera es irrespirable dentro de esa ciénaga. La autora despliega su diccionario gráfico de desagradabilidad para pintar un primer cuadro asqueroso, incomodísimo y claustrofóbico. 

     El triunfal despegue de Los ritos mudos con esta joya del escalofrío se entiende, subjetivamente, a partir de tres claves: una relación sisterial bunkerizada -Yanina y su protegida son una fuerte roca de amor-, dinamita -desde la figura del Extraño resignadamente asumido como hueso familiar nuevo, acaso quiste- para erosionarla y horror censurado por capas y capas -tan… reconocibles-; todo junto, pero ordenado, y a través de ojos de media docena.

     El silencio, la mudez, efectúa aquí su estreno estelar como gran elemento metabolizador de fondo y forma: lo no-dicho en el vértice de ruptura es fuente de terror, mientras que la parte epilógica del texto se siente distorsionada, borrosa y difusa, como un zumbido molesto de origen no identificado. Esta premeditación hacia las no-palabras, en ese juego macabro mano a mano con la mente lectora, es un arte, una ciencia. La primera separación es muy dolorosa: nos invade una fuerte tristeza que casi logra ahogar el miedo. Traguemos.

La ciudad cardinal

     Reinventando el concepto de ‘distopía’. Pegamos con cola la entidad protagónica y la entidad narradora en este primer plano de survival horror. Pallares se lo pasa pipa, como una niña chica, empujando a su mujer sin nombre por dobleces, sombras, manías persecutorias, espejos, amagos de, incompletitudes y un etcétera poliédrico extraordinario. Es el texto cuatridimensional por antonomasia. 

     Las órdenes de Yanina a la pequeña conquistadora de tierra nueva son aquí autoórdenes encuadernadas al fuego: la protagonista ejerce de hermana mayor o de SuperYo de sí misma, si bien ese desdoblamiento no representará, en absoluto, el calor positivo de la historia anterior. El silencio se manifiesta ahora en la cercenadora escasez de palabras escritas para las instrucciones futuras. El lector lee las notas a la vez que la protagonista, al instante simultáneo. El plano secuencia destila adrenalina y avanzamos igual de heridos, igual de desolados, igual de descreídos y sofocados.

     El hallazgo paulatino es primoroso: qué inteligente y revolucionaria forma de repudiarse, de desheredarse. Visualmente hemos descubierto una nueva cota. Cuánto cine podría sacarse de este pedazo de texto. Un corto, venga; nos conformamos. Su naturaleza es hija híbrida de la Sci-Fi más estilizada y el horror de constante-mirar-hacia-atrás. Aunque nos deja una pregunta: ¿llamamos Sci-Fi a una manera eufemística de recrear fantasmas?

Esta primera vértebra de dos aletas expone, como trofeos clavados en madera, dos separaciones muy distanciadas entre sí. La número uno se genera por huída y la número dos se genera por reencuentro. Ambas hallan un exitoso renacimiento, si bien la primera encara el futuro con mayor desazón por aquello -Yanina- que fue dejado atrás. Las dos resultan una suerte de “misión” -secreta; abrupta- en su proceso, cuyo objetivo es la salvación o la supervivencia. En esta primera parte de la obra de Pallares detectamos una cualidad muy poderosa extensible al grueso de la misma: el ritmo es vertiginoso.

     SACRIFICIO

La espera

     El segundo puntazo del hilo escenográfico brillante / asfixiante que traza su línea encabezadora desde Los días salados y hasta Tarta para cumpleaños: estos tres hermanos podridos son un todo espacial -cada cual con sus detalles originales e inconmutables-. La espera es el más animal, el más orgánico. Su tensión es crispada a ultimísima hora, anticipando lo que será común en el resto de los textos: el caldo contenido hasta hacer estallar la olla justo en el instante final. Esta vez es el silencio pretérito, retrospectivo, ante-relato el que liberará el horror. 

     La densidad temporal -similar en efecto, pero mucho más pasiva en acción respecto de – será uno de los lastres que más torturarán los párpados lectores. Otro será, sin duda, la dualidad entre animales humanos y animales no-humanos en torno a determinados procesos; el tercero en discordia recaerá sobre la propia explicitud -deliciosamente técnica; hola, documentación, ¿qué tal? Soy Nerea Pallares y vengo de excursión- de esos pasos pesados que sirven de andamiaje de una rutina a priori potable.

     Con alguna reminiscencia de The Dark (2005) y el eco insondable del leitmotiv nominal de El silencio de los corderos, este texto es de difícil digestión para estómagos de cristal. Sin embargo, su resolución nos atrapa a todos, seas vegano, carnívoro a rabiar o indiferente respecto de ambas perspectivas. 

La mascarada

     El fruto camaleónico de la antología, asentado sobre el escenario más extravagante, loco y absurdo de cuantos componen el espacio de Los ritos mudos, el cual contrasta su espectacularidad desde el binomio fuera-dentro con La ciudad cardinal. El libre arbitrio de los personajes constituye el factor artífice del descontrol extremo.

     Es este texto el pozo más amargo y negro de la colección ritualista. Aúna la primera actuación perversa de uno de los dos polos protagónicos, en el grado sumo de crueldad que pueda representar el sacrificio en el sentido más literal: la traición, la complicidad con el fin magnánimo que respira encubrimiento, engaño y última carcajada. Hay mucha mayor crueldad en los sacrificios de aquellos seres que conocemos y fingimos querer. El taladro del silencio cede aquí terreno ante el sutil aguijón de la elipsis unitaria, cuyo jugo será flotante justo en el momento de la catarsis. Qué peligrosa es Nerea Pallares cuando se propone algo.

     Detrás de las máscaras hallamos los personajes fetiches de nuestra lectura: especialmente esa Lili; sublime. Ese Richard en el papel de mejor villano. El éxtasis que cubre la reunión no difumina la solidez de un elenco rotundo, tal vez la eleva al cuadrado, estirando sus líneas maestras hasta agigantar sus personalidades, viscosas como la propia textura del enjuague entre nerviosismo, ominosidad y sarcasmo. No sabemos por qué no podemos parar de reír. Somos los espectadores más dichosos y nos asustamos. Todavía estamos buscando consuelo.

Todavía estamos buscando

     Pequeña pieza de realidad contaminada. La pareja protagonista, tan generalizada en lo decadente, tan reflejada en tantos espejos, es presa del nudo temporal que oprime su presumible vitalidad, la cual, sin embargo, es desatada en esperpénticas y jugosas rutinas que dotan de una insólita neblina su escenario de actuación casero. Este cuento activa el botón del ‘qué hacemos cuando nadie nos ve’. Es ácido y entra de un solo trago.

     Estamos ante el mejor ejemplo de la costumbre pallaresca de construir desde el personaje bimembre: la pareja, el dúo, el tándem es el secreto de la disposición polarizada frío-calor, silencio-información, pasividad-sometimiento. Siempre hay un polo que sabe / siente / habla / sufre / calla / tiembla más que el otro. En el caso de Todavía estamos buscando sentimos que el miembro omitido es el colmo de la pasividad, la cual, por supuesto, retiene una importancia crucial, máxime cuando es el puro objeto del comentario. 

     El paisaje desnudo de Los ritos mudos yace aquí en todo su esplendor: es ciertamente contradictorio el efecto de vacío que causa la sucesión de las descripciones -ah, qué gloriosamente minimalista es Pallares para este menester-. Por momentos no vemos a nadie dentro de esas paredes. Por momentos un fotograma muestra la nada y el siguiente revela una ocupación bulliciosa. ¿Y si es más que un retrato generacional?

No recuerdas la noche

     El traje de histeria virulenta le queda fantástico a esta oda a las artes oscuras más ocultistas de la Galicia natal de la autora. Qué prodigiosa cosecha es el noroeste. La perspectiva de heroína tropieza y rueda escaleras abajo pronto, es apartada por la procesión de lo credencial, lo mitificado. Es este un nuevo asalto en la pelea ciencia-religión que tanto ha sacudido nuestro mundo en el último bienio: ¿crees en la vacuna o en Dios? El concepto de desaparición es tan permeable. 

     Victoria podría ser la protagonista de Todavía estamos buscando con un destino definido, mucho más determinado y rompedor respecto del bucle. Ella padece el suyo propio y es el subsuelo del anterior. Y quema mucho más. La colectividad esparcida bajo el manto de la ‘comunidad’ es aquí invisible y choca frontalmente en la comparación con la alta luminosidad vertida por cuantos individuos se agrupan en La mascarada. Hay un barrunto permanente de un conjunto acompasado de hormigas encapuchadas. La figura de Felipe Boix se erige en la bandera magnética y el panorama se hunde hacia el océano de fantasía oscura más ambicioso de Los ritos mudos.

Esta b4 es una vértebra de confirmación talentosa. La gradación de la crudeza de los sacrificios recorre desordenadamente los cuatro textos desde una mística común agarrada a una decadencia, a un fuerte individualismo -autonomía y conciencia hiperrealistas de los personajes- y a una muestra ampliada de qué se puede hacer con el silencio. El ritmo reconocido en el primer bloque no aminora, si bien se dilata con buenas pausas: el llenar según se construye deja paso a una mayor recreación en los factores que -indirectamente- no revierten tanta carga de responsabilidad sobre el desenlace. La pluma de Lugo ya cabalga imparable.

     ADORACIÓN

#Nora

     El cuento más agresivo del conjunto. El narrador más hambriento de la exposición. #Nora es bestial, irreverente, altamente necesario para la sociedad global, atestada de morbo, invadida por la hipocresía y alimentada por carnaza viral e insensible.

     #Nora es un azote bien dado en las nalgas del millennial que floreció sin escrúpulos y del no-millennial -mayor pecado- que ha descubierto cual tesoro perverso esto de la globalización codificada que trama la comunicación. Terrible. En el remate reside el gran frío, el aullido de espanto. La mudez es aquí una obligación, la cual se entiende muchísimo mejor en ese punto decisivo, si bien, creemos, podría tratarse de un juego extendido a lo largo y ancho en el cual los lectores poseemos la segunda persona y nos integramos integran, quedos, en la vorágine. Esta superficie se mantendría hasta el último aliento, cuando cederíamos nuestro silencio a su verdadera dueña.

     Conocemos al primer y único narrador ‘malvado’ de la antología, opuesto natural de la voz masculina de La mascarada y de . En este punto queremos destacar la extraordinaria habilidad de la autora para adoptar tantísimas carnes tan dispares -en edades, sexos, intenciones, registros y personalidades-. Y lo convincente que es. Adelantamos que el protagonista de Fä es la gran estrella de esta segunda piel: ese chico existe, estamos seguros. Pero acabemos antes con el caso de Nora -¿o directamente #Nora?; porque ¿existe Nora fuera de #Nora?-…

     El relato de mayor longitud del conjunto funciona como anverso de La mascarada, con el que comparte un alto grado de exotismo y extravagancia – en un marco espacial más extenso-. De desarrollos y entornos muy distintos, su esencia procesual dirigida al rito feroz los emparenta mediante una conexión tétrica. Añadamos al imaginario que nos ocupa -en su vertiente más naturalista- referencias como Regeneración en Mukti (Julia Elliott) y Madre Larva (Ana Martínez Castillo). Renunciamos a citar cierta película: los suecos y sus cosas de suecos no le pertenecen solo a aquella.

      da tanto de sí gracias, entre otras razones, por el estupendo uso activo de tan abundante grupo de personajes. Nada ni nadie sobra. Hugo es soberbio, una estrella dentro de la constelación de buenos personajes. La metaliteratura -expuesta a través del artículo de prensa hallado / consultado- es un as en la manga de Pallares: no solo luce sino que traslada a otro nivel -como epílogo supratextual- la expansión del horror, mecha prendida tras el más largo recorrido hacia una sentencia que podemos observar en la antología -camino pedregoso se queda muy cojo por generoso-.

     Uno de los finales más aterradores de la antología se posa sobre nuestra boca para enmudecerla drásticamente. El silencio es en esta ocasión un culto en sí mismo. El vehículo es de hueso y piel. Y duele muchísimo.

La madre araña

     Venganza. O justicia. Tan cerca ambas… Pero digamos venganza. Suena más terrible, ¿no? Maite es la gran artista del veneno, el monstruo que más fragilidad desprende desde el renglón uno. La empatía es tan difícil y tan cruda. La perdonamos, seguramente. Perdonamos su causación del más terrorífico y doloroso silencio. Hasta ahora había sido esa forma de ausencia -verbal, sonora- un castigo para el personaje principal. Maite cambia el juego. Pero aceptemos -tal vez para afianzar esa justificación de perdón a su ejecución- que primero fue víctima. De hecho, sufrió el primer hondo silencio. Qué retorcida la autora, cómo esperó el gran momento de gloria de su personaje para liberar el disparo. Cómo se abrazaron alrededor de ese momentazo televisivo. La adoración a ese objeto de tediosa rutina es, por supuesto, la excusa -o la vía- de la ejecución.

     Consigue clavarnos en la cabeza la imagen más imborrable de Los ritos mudos: Santos roto nos acompañará siempre en nuestra retina. El visionado de lo acontecido en una pantalla dividida en espacio-de-Maite y espacio-de-Santos nos chuta una fijación extraordinaria por el resultado de la sentencia de la madre: dirigimos nuestra atención hacia la imagen que nos ofrece la cámara que enfoca al hiperbólicamente damnificado. La discusión acerca de las dimensiones -guau, Nerea-  bien merece aquí unos cuantos apuntes que no haremos por mera necesidad de mantener la cohesión del escrito. Solo señalaremos que somos algo así como megaespectadores: vemos el programa, vemos a Maite, vemos el bombazo, vemos todo, pero no somos como quienes comparten visión con Maite, somos mucho más ajenos y, sin embargo, tan heridos. Ay, uno de nuestros preferidos.

Esta tercera vértebra destaca de forma muy particular por sus efectos finales, cuya brillantez armoniza perfectamente con la tan arriesgada como impresionante práctica de llevar el momento álgido al borde del precipicio, con apenas margen detrás. El giro de cuello es brutal en los tres casos. Nerea nos retuerce los ojos. La crueldad se vuelve explícita y las adoraciones son de suma originalidad. Estadísticamente, esta tercera sección es la más disonante respecto de los componentes que la constituyen; tanto es así que nos resulta mucho más sencillo tender puentes inalámbricos entre estos tres magníficos cuentos y otros ubicados un poco más lejos que comprobar el cable que los alinea página con página.

     REDENCIÓN

Tarta para cumpleaños

     Julián es el gran personaje masculino de la colección -premio a la pareja F/M para Maite y Julián, tan parecidos desde su soledad, tan complementarios en lo demás-. La autora cuenta esta vez desde la distancia salvo cuando dota de libertad redactora al bueno de Julián, que emplea la expresión escrita para comunicarse con él mismo (con nosotros) -el gusto por los diarios / cuadernos es otro de los rasgos característicos de Pallares-. 

     El universo de Tarta de cumpleaños es el más metálico de todos los que aparecen en el índice. En su exhaustividad reside buena parte de su encanto; su diseño es construido desde la textura y el olfato; nos habla mucho sobre su inquilino y gran culpable. Los secundarios de lujo cierran un triángulo verosímil y atractivo. El resto de almas se describen transparentes pero negras. El terror de este cuento nace de una premeditación que, efectivamente, recuerda a La madre araña -siendo en él el punto de fuga temporal mucho más espontáneo, pero igual de irreversible-. La mudez es mucho más acechante, permanente -¿es un relato silencioso en su totalidad con ciertos momentos de ruido?; ¿cambia radicalmente la balanza utilizada hasta ahora?-. 

     El más fantasmagórico es también el más deshumanizador de los relatos. La sensación -quizás salpimentada de dinamita en el fondo resolutivo y, por ende, menos desoladora- es de tristeza, de pena. El terror también es esto: asistir a las formas de dolor sin anestesia, especialmente cuando tratamos con personajes infantiles o ancianos. La confluencia de fechas vitales se traduce en el anti-aniversario más salvaje que recordamos. 

Las conclusiones que podemos obtener de todo lo dicho en estas líneas -y tras numerosas relecturas del derecho y del revés- atienden a aspectos como la increíble fluidez narrativa como sello inconfundible de autora -le sobran los límites, las marcas de diálogo si no son aposta, los obstáculos ortográficos… todo lo absorbe en pro de una continuidad caudalosa que genera múltiples sabores.

Temáticamente, la tecnología volcada en diversos ámbitos –#Nora, – contrasta con fuertes terrenos naturales -de la ciénaga a la comunidad del bosque-, así como con el retrato urbano más gris oscuro –La ciudad cardinal, Todavía estamos buscando, Tarta de cumpleaños-, que, por cierto, son los más prolíficos en cuanto a amenazas silentes que se manifiestan desde lo sociopático –La mascarada, No recuerdas la noche, La madre araña-. Lo fantástico y lo convencional se entienden muy bien en las diferentes propuestas de Pallares, que siempre sube una nota al vértigo de su confrontación más evidente.

Hace tiempo que nuestro particular gusto por los grandes -adecuados, primero; brillantes, si puede ser- desenlaces se ha convertido en simple y llana necesidad: cargamos mucho más peso en el cierre que en la senda hasta él, lo cual no deja de ser una irresponsabilidad que dispara unas expectativas inabarcables en ciertas lecturas. No es el caso. Los ritos mudos embriaga en el viaje y fascina en las clausuras.

Si soltamos la mano de las expectativas, igualmente necesitaremos justificar por qué nos ha encandilado la promesa cumplida de los dos principales conceptos que vertebran -ahá- la obra: ritos y mudos, cuya vinculación por defecto atañe -casi exclusivamente- a los de fondo y forma, respectivamente. Concluimos que en todos los cuentos acontece -sea de manera más patente, sea de manera más velada, dentro de la laxitud con la que adoptamos el término- un ritual como tal. Por su parte, uno tras otro se desarrollan como hijos muertos los recursos, las imágenes y los significados que configuran el inmenso mapa dactilar de la mudez. Ambos triunfan en sus propósitos. Por otro lado, los primeros -los ritos- focalizan con alta definición cada porción distribuida en las cuatro fases vertebradoras: los cuentos de cada bloque ‘temático’ demuestran cohesión y credenciales en consonancia con los subtítulos escogidos. Hemos aprendido mucho.

Nos ha sido muy difícil encontrar las palabras adecuadas para ofrecerles a nuestros lectores una visión fidedigna de cuanto hemos hallado en Los ritos mudos. Es la primera vez que nos quedamos 1) boquiabiertos, 2) afónicos y 3) callados en el ejercicio reseñador. Ha sido tal desafío, vestido del más espectacular asombro, que debemos aceptar la carencia para sencillamente poder conservar el brillo que calienta nuestro corazón. Perdón.

Altavoz Cultural

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