Ibón radiante / volcán incandescente.
Sobre La extinción de las palabras de Antonio L. Pedraza.

Vivimos en una época donde la libertad de expresión es un derecho tan peligroso como inevitable. Y es por eso que exigimos su constante regulación. Para evitar los peligros de un efecto demasiado contundente en lo real, la hemos circunscrito a dos disposiciones bien acotadas, dos actitudes posibles ante la indignación, la nostalgia o el desencanto. Por un lado, tenemos a quienes apelan a las bondades del emprendimiento, a la mejor versión de cada cual, al progreso de lo dado. Estamos ante la disposición de las almas tibias y los pensamientos blancos, de quienes pueden mostrarse como personas decentes, cabales y buenas, en ese intento —tan fallido como sugestivo en nuestros días— de abanderar un optimismo vacío y barato. En el otro extremo, tenemos a quienes miran por perpetuar su caspa en la chaqueta de hombro ajeno. Estamos ante la disposición que abandera el dogma de pensamiento y el clamor al odio; toda esa estrechez de miras, toda esa estupidez que se apuntala en la ignorancia de un presentismo radical, monolítico y plano. Ambas disposiciones son habitadas por las ultraderechas, con esa tibieza que las enmascara en el centro y esa temeridad que las aboca al fascismo… Pero ambas son también la tentación de la izquierda. Al fin y al cabo, ¿qué es el centro social-liberal sino el relapso de la izquierda privilegiada, y qué es la ortodoxia socialista sino la nostalgia del macho proletario y la estrechez de ese esencialismo que osa llamarse ‘feminismo’?

Pues bien, ninguno de estos hábitos, ninguno de estos relapsos, empañan el libro que hoy nos concierne. Las tres secciones de La extinción de las palabras — «Preludio de la extinción» (2013–2017), «Fuga social» (2019–2020) y «Suites de insomnio» (2010–2020)— escinden la continuidad de la producción dramatúrgica de Antonio L. Pedraza en dos periodos distintos. La primera sección, deudora de la influencia innegable de Angélica Liddell, contiene un conjunto de piezas teatrales que exploran los frutos de la desesperanza, la impotencia y la desesperación. La segunda parte, en cambio, logra soslayar el paradigma romántico de la humillación y el infortunio para indagar en los estrechos confines que limitan el valor de la amistad y la política de los afectos en la civilización occidental. La tercera parte compendia, por último, el conjunto de ejercicios ensayísticos que el autor utiliza, no solo para alentar sus piezas, sino para sobrevivirse en esas noches de insomnio donde la náusea se adueña del espíritu. Acercarse a La extinción implica sumergirse en un ibón radiante que esconde un volcán incandescente; recorrer sus heridas, pellizcarlas con la palabra, guarecerse en su abrazo; aprehender la intensidad emotiva en la propia expresión dramática, sin que la radiancia del ibón sucumba a la razón tibia, o la incandescencia del volcán a las bajezas impotentes del odio. En esas noches frías de Córdoba y Granada, en sus encierros voluntarios para la creación artística, Antonio huye de las formas regladas de expresión libre, desarrollando, frente a la impotencia de la soledad, el fracaso del amor y el desengaño de la existencia, una peculiar tecnología de resistencia política.
El teatro que Antonio L. Pedraza desarrolla desde hace casi una década, es, en cierto sentido, el reverso del método de dramatización de Gilles Deleuze. Para Deleuze, las ideas eran una multiplicidad de dinamismos que debían ser entendidas como «líneas abstractas surgidas de una profundidad inextensible e informe. Extraño teatro hecho de determinaciones puras, agitando el espacio y el tiempo, actuando directamente sobre el alma, teniendo larvas por actores». Las ideas habitan en un escenario abigarrado y desgarrador, y esa es la razón por la que Artaud eligió la palabra ‘crueldad’ para definir sus piezas. Las ideas no son las esencias platónicas que responden a las preguntas del tipo «¿qué es…?», porque todas y cada una de estas líneas abstractas han sido sometidas a un complejo proceso de diferenciación espaciotemporal que las hacen representables, comprensibles, aislables. Las preguntas que permiten diferenciarlas son más bien «¿dónde..?, ¿cuándo…?, ¿cómo…?, ¿en qué caso…?», y el procedimiento que lo hace posible no es otro que el «drama». Las ideas científicas, los sueños, y las cosas mismas, son todas ellas, para Deleuze, líneas abstractas dramatizadas en vistas de determinar la división teórica de los conceptos. Lo que significa Artaud para el teatro, y Nietzsche para la filosofía, es la rehabilitación del pensamiento crítico en una cultura judeo-platónica que había olvidado la estrecha relación entre dramatización e ideación. Décadas más tarde, Antonio L. Pedraza, como el teatro y la filosofía del siglo XXI, es heredero de esta transformación cultural; y, por ello, se permite el lujo de invertirla. En la mayor parte de sus piezas, ciertas definiciones terminológicas establecen una línea conceptual de partida con el objetivo ulterior de curvarla, torcerla, contornearla en la acción dramática, haciendo desaparecer sus fuerzas eidéticas asociadas, diluyéndolas en la performance escénica. Ya sea a propósito del ‘dolor’ o la ‘pareja’, de la ‘muerte’ o el ‘fist-fucking’, de la ‘desesperación’ o la ‘belleza’, una definición desmedida advierte a priori de la idea que se pretende tratar, exponiéndola en toda su crudeza dramática, de tal forma que resulten prácticamente insoportables al entendimiento. Luego, poco a poco, el bucle retórico, la salida cómica o la irrupción trágica, sirven como mecanismos de desplazamiento que permiten aislar la experiencia singular o la vivencia encarnada en una idea, así como determinar la expresión escénica que le corresponde. De este modo, es la propia escenificación performativa —bailando una pieza de Bach, cantando una ranchera de Chavela— lo que exsuelve el contenido eidético, destilando el sufrimiento asociado a la experiencia del concepto, extinguiendo las palabras que lo nombran, o, lo que es lo mismo, desdramatizando las ideas a las que se refieren. Esta suerte de mecanismo dramatúrgico es, en gran medida, una forma de esquivar los dos extremos reglados de la libertad de expresión contemporánea. Por un lado, el hecho de partir de ideas fuertemente dramatizadas sirve para huir de toda forma de tibieza; por el otro, en la medida en que la idea se va desnudando de todo su dramatismo, revelando la experiencia personal que alberga, el discurso que se establece no permite que la rabia ni el odio permeen el territorio de la intolerancia. La rabia y el odio se muestran en estado bruto, como el mero signo de inconformidad que son; tan solo como condición de posibilidad para la política y el pensamiento.
Aunque la obra de Antonio. L. Pedraza esté en continua evolución, La extinción de las palabras constituye, si no un manifiesto, una declaración de intenciones. La experiencia de la desesperanza se pone al servicio del riesgo escénico, en una obra que si bien no sirve para curar, sirve para convivir con esa herida que se despliega en el límite inefable entre lo público y lo privado: la experiencia del concepto.
Fer Sánchez-Ávila Estébanez es investigadorx del movimiento queer y de la historia de la crítica. Doctorando de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y activista LGBT | Elle’ y ‘ella’ – ‘el’ de tanto en tanto.
