
Traducción de Francisco Jota-Pérez
-Orciny Press-
Lo bizarro está desatado, en plena efervescencia, derramando a chorros gotas negras rugosas. Una de las fuentes más aclamadas, con todo merecimiento, en esta macroproducción del hermano feo, áspero y deforme del Terror es el autor Jeremy Robert Johnson, maestro de la narrativa breve y alto nombre de la novela de género.
Su capacidad para electrizar al lector es brillante. Le apabulla con una habilidad inusitada para retorcer escenas, imágenes y párrafos, valiéndose de una zona de confort machacada a la que contribuye una inocencia opresora de nuestra propia negación a aceptar que, efectivamente, eso es justo lo que ha escrito y no aquello que imaginábamos más cálido, blando o quizás ¿amable? No tiene piedad y así lo saboreamos a continuación.
Formalmente, esta edición de los amigos de Orciny Press está compuesta por El sueño de los jueces, traducida por Francisco Jota-Pérez, y el relato Cuando Susurros sisea, de cuya traducción se ha encargado Hugo Camacho. La novela consta de seis capítulos de extensión decreciente desde que traspasamos el umbral de los dos primeros, los más densos, y caemos a cámara lenta en la espiral traumática que nos engulle con sus fauces ennegrecidas y se abre paso ante nuestras pupilas con cada página que liquidamos.
A modo de significante gráfico que nos inyecta la esencia de cada porción del texto, los capítulos de la novela son introducidos por un símbolo revelador que viaja en su lenguaje desde la linterna hasta la pistola. Ha llegado el momento de apagar la cordura.
I – “linterna”
Abrimos los ojos en una tarde-noche festiva con motivos infantiles: es el cumpleaños de la pequeña Julie Stephenson. Su padre Roger, protagonista principal y co-narrador de la historia que nos acontece, y su madre Claire, perfecta personalidad compensadora de su marido en el binomio matrimonial, aguantan más cerca que lejos del culmen etílico las historietas de amigo fanfarrón -y pijo y privilegiado- capaz de levantar una verja alrededor de su morada. Primer chasquido retroactivo: verja del soberbio vs. seguridad familiar como base del conflicto personal.
Volvemos al 1450 de Lily Court tras la edulcorada velada y nos encontramos con el horror: el hogar de los Stephenson ha sido asaltado, mancillado, reventado. Roger persuade a sus más queridas mujeres para que escapen hacia el ameno nido de suegros y comienza su cruzada contra: 1) el ladrón; 2) la oscuridad de la soledad, sus miedos, sus carencias; 3) su mentira permanente en torno a la fortificación concienzuda de la residencia familiar; 4) sus tóxicos pensamientos y sus incrédulas percepciones. Rugido, risa y falsa linterna formarán el primer gran podio escalofriante.
Los personajes de Johnson son escasos y fortísimos, como si cada uno tuviera una importante misión en la vertebración vehicular de la trama. No los deja sueltos ni crecer en la sombra del silencio. Contabiliza con los dedos sus apariciones siempre para la máxima aportación de sus características singulares. El primer gran “otro” en este sentido es el pintoresco agente Hayhurst, pretendido consuelo y oasis de calma del Roger inicial.
Su travesía compartida por la extrañada vivienda expulsa ecos de (auto)reproche, impactantes cambios de tono y contundencia en el discurso del acompañante de la ley y un hallazgo de doble tachadura en rostro que desequilibrará el ya golpeado cuajo del inquilino. Esta presentación tan voraz de la casa de los Stephenson -epicentro absoluto de la narración hasta el traslado de la acción hacia otras dos ubicaciones, una vez cruzado el ecuador de la obra -insertadas ambas en planos verticales (celeste-infernal) contrapuestos-, es el acierto original del autor en términos atmosféricos y biográficos: retrata magistralmente al imperfecto personaje protagónico y diseña un primer terreno de juego que adquiere -y desarrollará- dinamismo en su sintaxis y ominosidad en su semántica. Ya estamos dentro.
II – “martillo y clavos”
“Lo arreglaré”, “Yo me ocupo”… Mantras saliendo de la boca de Roger que apuntalan la endeble confianza que se tiene y que cree en el fondo que le tiene su mujer para lograr sujetar -acaso mejorar, acaso no empeorar- la desalentadora situación de recuperación de la normalidad previa al desvalijamiento. Y ojalá fuera solo eso: un simple, llano desvalijamiento.
El capítulo más solitario respecto de la exclusiva presencia en escena de un Roger poseído por el espíritu de la sobreprotección es también la mayor exhibición descriptiva enfocada a lo que puede dar de sí una casa que recordemos: Johnson, por medio de la incesante, casi enfermiza actividad de Roger, sobredimensiona extraordinariamente el lugar. La fatiga que traspasa las páginas se mezcla con la igualmente creciente paranoia de nuestro imparable trabajador. No sin razones mínimamente poderosas, esta vez en forma animal por triplicado: conejo-arañas-pájaros. Esos pájaros… Seguimos con mentalidad de persona robada.
III – “cuchillo”
La segunda -y más relevante- irrupción personajística tras el llamativo agente de policía del principio: Clem Tillson emerge en la puerta de Roger en una mañana cualquiera que será todo lo contrario en cuanto el señor Stephenson le permita entrar en su vida. El antiguo sheriff del condado, cargado de tics de avanzada edad y pasado profesional ensangrentado, instruirá al cada vez más diminuto Roger en la verdad auténtica sobre cuanto le ha sucedido en los últimos días: hay una casa situada en la decimoséptima que apesta y desprende maldad intrínseca.
Tejido a puro diálogo entre los dos hombres, este tercer capítulo implica un giro brusco en la perspectiva original que planteaba el allanamiento de morada como una cuestión próxima al crimen en el sentido más superficial -¿y legal?-, excesivamente reduccionista, para desgracia de la familia atacada. El viejo Clem lo revela todo desde sus episodios propios y cercanos, desde su memoria de autoridad y su posterior rendición -mantiene silenciada su intención de erradicación del problema, no desterrada eternamente-. Enfatiza su advertencia explicando la parábola del malogrado J. P. Schumacher, víctima de la comunidad sectaria humanoide que parece habitar la nueva casa más importante de cuantas ocupan la obra.
Roger, terco o decididamente guardián de su espanto mediante la suspensión forzada de sus crispados nervios, cabalga entre la espontánea descarga de verosimilitud autogestionada en cara del rendido mensajero y la incremental agudeza del sentido de huida sin remisión. Empecemos por el necesario reencuentro.
IV – “tornillos”
Recuperamos la difícil soledad del protagonista en el punto de partida del ecuador del texto, este cuarto capítulo que albergará tres bloques narrativo-argumentales fundamentales, los cuales pueden quedar resumidos en las palabras clave: reencuentro-pinchazo-ladrido; o en tres medidas temporales que rescatan su esencia más carnal: pasado-presente-futuro. Pero incluso antes de ese viaje al pasado más inmediato que supone su visita a la casa de sus suegros -y la materialización del añorado abrazo a su mujer y su hija- debemos hablar de otro reencuentro, de otro pasado.
Ahora es el señor Stephenson el que nos cuenta batallas, episodios de juventud entre peligros, riesgos, malas decisiones y búsqueda de escape hacia una realidad mejor, más digna y, por encima de todo, estable. Oakland fue su caldera, la cual no ha dejado de hervir en su corazón y en sus huesos. Esta prolongada confesión es determinante en el devenir de la historia que nos llena los ojos en su estadio más palpable.
Ya reunido con Claire y Julie, Roger apura cuanto puede el confort momentáneamente repuesto y se lleva consigo el entrañable regalo de su hija: el Asesinador de Ladrones. El contundente punto de inflexión de su agradable aventura relámpago se producirá en su camino de vuelta a casa -perdón por el automatismo de la expresión-. El destino -perdón por el eufemismo- sustituirá el arma infantil por una implacable ristra de tornillos pincharuedas. El terrible susto le sacará de su satisfactoria versión pre-asalto como un cubo de agua helada sacudiendo el rostro. Y será el preámbulo del acabose.
La acción se recrudece en el contexto de reacción en forma de persecución a la silueta que por fin se manifiesta plena, ‘tocable’. El individuo nocturno le transportará hasta la endemoniada casa, al fin “asaltada” por Roger y nuestros ojos. Tras una exhaustiva exploración -como una actualización tétrica de la que se llevó a cabo en aquella primerísima- reaparecerá Clem para insistir a pie de salida en el subestimado concepto de mudanza.
Restará, por si no hubiéramos tenido ya un buen estrujamiento arterial, el episodio perruno que remata este despampanante capítulo: en la calma de su convencido sueño los ladridos se sucederán hasta lo insoportable. Y brotará encabezada por tal ruido una nueva triada del horror: ladrido-farola-risa. El penúltimo encuentro con los ojos sin alma. ¡Huyamos, por favor!
V – “bate”
Convencido de emprender la estrategia pro-mudanza, Roger experimentará la embestida triple de los centros neurálgicos, que conectan las diversas amenazas que lo atravesarán sin compasión con un motor único y negro: la extrañeza envolvente en la nueva -y última- conversación telefónica con Claire, las pesadillas de Julie sobre el hombre-perro que atrapa a papá, el sobre hallado en el buzón y su brutal contenido… la chispa definitiva.
Envalentonado por la rabia manchada de furia, nuestro -nótese la sobreprotección y el mimo más tierno- héroe opta por el enfrentamiento. Regresa a la casa maldita para encarar al primer y más imponente culpable que se le ponga delante, cegado por un sentido de justicia que se ve discutido conforme aflora su amargo pasado y una autoproclamada revancha cuya fuerza conceptual está muy lejos de representar una contundencia honrosa.
El bueno de Roger se mete en la boca del lobo como un cordero -o una mula- que avanza hacia la fatalidad. El duelo dialéctico decisivo proyecta el desenlace como una férrea roca contra la acuosa conciencia de un Roger intervenido, despojado, roto. El choque es tan fuerte que el eco procedente del pasado se solapa al principio para acabar intentando saltar y alcanzar el presente que todo lo devora. La impotencia, la terrorífica sensación de imposibilidad de exitosa resistencia ante tamaña, innominable circunstancia rompedora de nuestros esquemas primarios se pega a la piel como una fría ventisca que nos ahoga desde dentro. Como un disparo en la boca.
VI – “pistola”
En apenas tres páginas el perverso autor resuelve el destino del converso Roger en una suerte de epílogo devastador. El viejo Clem reaparece en escena por última vez con la intención de atajar futuras desgracias. El padre de familia, de camino a su hogar, se percatará de su sigilosa presencia y distorsionará manualmente sus planes, pero no truncará su finalidad.
Todo se tiñe de negro inerte, de negro vacío de ojos color pozo sin fondo. Nos sentimos salvados como especie, y noblemente empáticos respecto de Claire y Julie, aunque nos cuesta apartar la vista del charco que se esfuma. Qué tremenda novela, colega.
J. R. Johnson ha escrito una obra magnífica, muy disfrutable desde el espasmo y altamente recomendable para los amantes del desasosiego más profundo, ese que nace de nuestro interior como individuos y comunidad grupal. Nada hiere más nuestras alertas rojas como lo desconocido, lo que sobresale de los límites de nuestra comprensión. A ese sabor tan inquietante se le cubre con una plastificada capa de castigo pseudomoralista, de permanente vigilancia divina, de justicia poética que busca la penitencia en vida de quien peca en torno a la mentira y la pereza, y que arrastra una oscuro pasado ciertamente censurable. La imagen más potente de cuantas sostienen este envoltorio es la mención al infierno de Dante en el capítulo tercero.
Ese trasfondo no confirmado casa fenomenalmente con la otredad corporal-mental que bebe de los nuevos sistemas de control global de la población, sin abandonar por supuesto la fachada sobrenatural agarrada al colectivo sectario. En un constante juego de tensión-destensión -al que contribuyen notablemente las (re)apariciones del mejor secundario Clem- hallamos verdaderos tesoros en forma de reflexión y efecto espejo. Más allá de ello, disfrutamos de un entretenimiento frenético, deslumbrante, de una historia terrible asentada en una cadena de acción de mucha calidad en el continente -qué bien nos la cuenta Johnson- y en el resultado.
El brutalismo que configura el recuerdo de Schumacher es la mayor demostración de visceralidad para un mago de la sutileza dañina. Rugido es ladrido, linterna es farola y risa siempre es risa. Los animales -y sus extensiones animalizadoras- pueblan los rincones más asfixiantes de la historia y las personas queridas son imaginadas en tonos pastel, pero muy lejanas, casi fugaces.
Tal vez sea demasiado simplón hablar aquí de incomodidad como la gran palabra que todo lo traga. No podemos, no obstante, eludir un generoso aplauso a los mecanismos que nos zancadillean en las sombras, en los silencios, en los premeditados giros de cámara, siempre de noche y con una fiereza pocas veces vista. Aparte dejamos el comentario sobre la cruel demolición de un espacio sagrado como es la casa / el hogar familiar. Tampoco evitamos la rica comparativa en cuanto a invasión casa-cuerpo como dos polos receptores de una misma práctica funesta.
Los personajes constituyen una distribución de planos que responde a una ubicación de última fila de los suegros de Roger -ni conocemos sus nombres- y del denostado J. P. Schumacher. Un lienzo apenas pisado pero nada ignorable es el presumido montador de verjas Abe Pearson. La siguiente línea la componen Claire-Julie (ambas con su peso específico, Claire mucho más reiterativa, como eje de bienestar conservable; Julie mucho más decisiva desde el propio comienzo cumpleañero hasta su Asesinador de Ladrones y en última instancia sus pesadillas más premonitorias) y el agente Hayhurst, primer materializador de la oscura confusión tras una pista clavada en la llamada a la policía previa a su presentación. Los seres malignos y el ex-sheriff Clem Tillson se acercan ya con todos sus lunares al principal foco de definición. Por supuesto, Roger Stephenson ocupa el mayor porcentaje de nuestras pupilas fijas. ¿Y si todo(s) lo(s) que tiene detrás no existiera(n) y partiera(n) como tentáculos de humo desde su cabeza?
El sueño de los jueces estalla en múltiples facetas del horror como microscopio indiscutible del autocnocimiento. Su determinación es rudamente eficaz y su propuesta interpretativa es agradablemente histriónica. Gloria para FJ-P por su maravilloso trabajo en la traducción. Procedemos a seguir leyendo a JRJ ahora en formato relato tras cierto reposo.
Cuando Susurros sisea
-Traducción de Hugo Camacho-
La primera persona toma el control narrativo para presentarnos un texto horrendo, construido desde el exceso especificativo y amparado en el grotesco arte de la creación literalmente entrañable. El protagonista es Susurros, eso que inunda el cuerpo del humano que nos habla. Más próximo prototípicamente al alien, fácilmente catalogable como “bicho”, probable “criatura” en su tratamiento menos conciliador, eso que domina al hombre es de un poderío aterrador. Su recorrido hacia la explosión final es sencillamente artístico.
Pensamos en tantos y tantos ejemplos populares del ámbito de la transformación, desde lo kafkiano hasta lo galáctico: el extremo de la condición foránea y la experimental morfología del ser que hallamos en esta ocasión lo dotan de una imagen reconocible en nuestro imaginario, la cual incorpora uno tras otro matices, apéndices y soldaduras que definitivamente lo elevan hacia otra dimensión ya totalmente única, egoísta.
La crudeza, el asco no riñen con la belleza esperpéntica y el lirismo que rodea la propuesta en cuanto a identificación visual y propia introducción escrita del engendro y su “Iluminación”. Dadas unas coordenadas sociocientíficas, asistimos a la hipócrita caza del premio grande. La escena clausural en el cine, ese permanente juego de imágenes, pantallas y atenciones superpuestas, es extraordinaria: en ella radica la mayor virtud del texto, su justificación entre la maraña de semejantes, amén de la mencionada capacidad para lo explícito de su desarrollo. Lo hemos disfrutado con el estómago alterado. Sus líneas finales son delicatessen.
Orciny Press ha dado a luz a un ente bicéfalo bizarro que anida en nuestras manos con una fuerza negra incontenible. Jeremy Robert Johnson es un maestro y lo demuestra por partida doble en los dos formatos más icónicos para la narrativa del escalofrío.
Ambas historias trabajan de manera sublime la materia de la identidad a partir del cuerpo usurpado o convertido, de la figura del parásito -en términos más biológicos para Susurros, en términos más ocultistas para los jueces-, haciendo gala de una escalada de body horror -mucho más físico en el relato, mucho más mental y emocional en la novela- que retuerce la realidad hasta provocarnos casi al mismo nivel frío y repulsión. La hondura de los dos textos queda como una ventana abierta para quien desee correr sobre el vasto campo atando posibilidades más o menos sociales, engarzando conspiraciones o vinculando tradiciones.
El sueño de los jueces y Cuando Susurros sisea forman una dupla fascinante, muy bien cohesionada y apetecible para sumergirnos en el mejor bizarro del mercado. Francisco y Hugo nos ofrecen un trabajo impecable que nos permite querer escarbar en el fantástico imaginario de un JRJ que está excelso página tras página.
Altavoz Cultural