Amparo Montejano

-Luz negra-

   Hoy es un día para celebrar: Amparo Montejano es una de las personas más queridas por esta casa y haber podido disfrutar / sufrir su impresionante primera recopilación de relatos terroríficos ha sido todo un regalo para nuestros sentidos. El agradecimiento personal no le hace justicia al merecido reconocimiento más profesional, desde lo literario y vocacional, a una escritora de categoría magnánima, silenciosa guía de tantas puntas de bolígrafo, de tantas modernas y estupendas teclas, siempre con su semblante cariñoso y su sensibilidad única. Nos emociona esta oportunidad de compartir humildemente nuestras apreciaciones en torno a su obra más reciente y ambiciosa.

   Una edición hermosa, atentísima en los detalles gráficos, con imágenes de microportada (vs. la extraordinaria macroportada que viste el conjunto) -de muy distintos y excelentes artistas gráficos- internas al inicio de cada uno de los relatos -confluyendo casi todas en la vasta aportación de negrura también visual, pero excepcionalmente distinguidas en ocasiones como aquellas que presentan las frambuesas, las galletas y las flores por su mayor carga de luz color carne/hueso y algo de fresa ambiental- entrega un resultado estético maravilloso. 

Formalmente presentados los cuentos macabros desde un Prólogo firmado por Pily Barba, un Epílogo sellado por José R. Montejano y una sinopsis contracubiertesca tejida con hilo negro por parte de la maestra Pilar Pedraza, Profanación es además una reunión de sabios y queridos referentes cuya invitación completa resulta redonda en su finalidad más generosa y apasionante desde su propia reflexión analítica acerca de la propuesta de la autora.   

Son trece, extendidos desde el par de páginas hasta la veintena, estructurados en varias partes la mayoría e introducidos en alto porcentaje por citas memorables de plumas y nombres vertebradores de la ingente cultura que atrapa el cuerpo artístico de Montejano y la moldea perfecta, deslumbrante, voraz en su conocimiento de fondo y técnica, decidida a sembrar semillas genuinas, rompedoras, unívocas respecto del abrazo y paraguas al infante: el gigantesco protagonista de esta antología de horror que, página tras página, todo lo quema a su paso. Entremos sin hacer ruido para no despertar al padre.

   Bombillas negras

H. P. Lovecraft inaugura la espléndida colección de referencias que ofrece la antología, que paralelamente resulta ser una exquisita muestra de algunas de las voces más representativas del género oscuro como joyas negras bajo el cristal. Nos habla el maestro del forastero anacrónico, esencia de este primer cuento que contendrá los tres elementos claves del entramado fabricado por Montejano: un escenario y dos intérpretes: la casa, el infante (comúnmente la) y el progenitor (comúnmente el). 

La primera persona narrativa es más altisonante que la tercera, pero ambas transportan una carga expresiva impresionante, fundamentadas en los recursos orales de la exclamación, la interlocución de réplica capada, la interrogación retórica más extrema o el poder de la onomatopeya, así como una proyección desnuda hacia ese lector titilante. Esta primera primera persona es la de una criatura -niño- que desglosa los terribles entresijos de la convivencia inestable con una padre borracho, abusivo y cacique. 

Un texto que abre magistralmente en términos cualitativos la antología macabra e introduce como excelente muestra el abecedario instrumental y semántico que va a desarrollar su autora. La mudanza hacia el todavía nuevo pueblo y la servidumbre total al padre destruye pedazo a pedazo una infancia coaccionada, sin colegio, balón ni merienda -primera manifestación del hambre, esa devastadora forma de ausencia que tan presente estará en estas páginas-. El número de hermanos se revela indefinido, como el de las botellas trabajadas y bebidas. La autocomplaciente salvación que aporta desde el engaño esa creencia de la responsabilidad laboral en detrimento del peligroso ocio libre de quehaceres profesionales. Qué triste, qué real, qué cruel, qué real.

Las bombillas negras y su espectacular interpretación metafórico-imaginaresca constituye la primera grandísima visión de cuantas nos esperan bajo el campo de huesos regado por Montejano. El espanto de los vecinos visitantes redondea la atmósfera del ya tan bien entendido como no gratuito concepto ‘macabro’ para calificar este recopilatorio de historias. Una alegoría que nos penetra el corazón para quedarse a habitar nuestra memoria gráfica. Nos frotamos las manos, en medio gesto de sed expectante, en tres cuartos de tentativa de calentamiento propio y recuperación inútil de un poco de color. No nos sueltes, Amparo. 

   El dios impedido

La segunda parada de este sendero identifica su alto en el camino con un fragmento bíblico dirigido a los dioses maniqueos en su capacidad determinativa y la aceptación de su reflejo terrenal en la gravísima falta de cuidado hacia el prójimo -por supuesto: hacia el niño-. Entran en juego la tercera persona narrativa y el seccionamiento interno en porciones episódicas. También la localización superoccidentalista: aparecemos en la localidad de Bishop, en el condado de Oconee, Georgia.

Joice Wilburg es la primera villana -por impostura desde una herencia malgestada por parte de otro ogro masculino-: devota religiosa -otro rasgo capital en la estrictuz de ciertas actitudes negativas, desde su conservadurismo apestoso y totalitarista- e hipócrita practicante gracias a la animadversión que le provoca el definitivo encargo de cuidado de los tres huérfanos que dejó su cuñada. Amy es la mayor y principal protagonista de esta odisea familiar por la supervivencia, tocada por lo sobrenatural -oh, llegó ya el componente- y configurada en la brutalidad. 

Adam y Tommy completan el triángulo fraternal que le debe toda su luz a la lucha incansable de la “Escuálida” Amy por el bienestar -y el asesinato del hambre- de sus hermanos. El primer reconocimiento como bruja es encarnado por Joice, que tomará el cuchillo en su primera demoledora aparición para causar la primera fotografía de la muerte en este palacio de postales rojas que tan desangelado nos abrasa. La venganza -el mecanismo justiciero de Montejano en manos de las criaturas- será instantánea. 

Los Johnson serán el hasta entonces único faro en este pedregoso recorrido de ya dos tramos. La dicha parece posicionarse en sus cuerpecillos, risueños y al fin alimentados desde una naturalidad que se valora tan tremendamente generosa sin embargo. Como en la buena tradición cuentística, la premonición acude aquí para servirle a Montejano de puente hacia la fatal resolución. 

El regreso con cuchillo envuelto en llamas -o regreso con fuego afilado, cualquiera de las dos vale para abrazar ambas amenazas recargadas con objetivo en la ternura- despliega toda su vistosidad horrible y acomete su sentencia. Montejano nos acostumbra bien temprano a vivir sin finales felices. Descansa en paz, adalid de madre precipitada, perfecto ejemplo de amor.

   La marca de la bruja

De la bruja sugerida a la figurada en una leyenda capitaneada por las poderosas palabras de Alfonsina Storni acerca de la necesaria contaminación autodestructiva del corazón para vallarlo con alambre ante cualquier individuo próximo a su tacto. Mantenemos la tercera persona pero le subimos un par de grados a su distancia, así recreamos una panorámica cuya perspectiva es incomparable como recurso para narrar una de las obras cumbres en cuanto a espíritu colectivo de la presente antología.

La congregación desenterrada se traduce en el inmenso y pausado acecho, el de “ellos”, desde su oscuridad, sus sombras, su eternidad perfectamente medida en pro de una actuación oportuna. Saltamos a la ilustración de la amenaza en carnes de una frágil niña maltratada, sin nombre y sin lengua -uy, las lenguas y sus cabriolas, qué recurrencia atroz- que convive con su madre. 

El poderío extrasensorial armará la revancha vital hacia una maldición que, sin permitirnos residir en la amable histeria desesperada, traspasará de lado a lado el pueblo con su fuego y su ansia de descomposición, de castigo a esas madres, de galáctica condescendencia con esos infantes, almacenados uno tras otro en la travesía hacia el bosque de los no habitantes. 

Un epílogo tétrico pero tan cercano a la satisfacción -acaso por el sentimiento de paz- conecta maravillosamente la presentación de aquellos y la desventura de la pequeña solista. La moraleja crece en la acumulación de finales propuestos por Montejano, que no ceja en su empeño de plasmar huella más allá de su calidad literaria. Acusamos un cierto nivel de plomo en la garganta apenas atravesados los tres primeros cordeles. Seguimos.

   Transmutación

Una obra impresionante y tan fundamental en el coro de esta antología, una receptora de nuestros mayores halagos, compartidos con aquellas bombillas negras y con algunos regalos futuros, pero tan aplaudida en cada casilla de valoración. La confirmación de la niña siendo niña y no una-forma-de-niño que incluso borra aquella ambigua masculinidad maltraída del primer texto es paradójicamente la ranura de experimentación más ambiciosa de su contexto.

Mark Twain y Hanns Heinz Ewers promueven en excepcional dúo introductorio la oscuridad y lo preternatural como sendas caras de una misma moneda negra sobre la que danza la insólita Mary, uno de los personajes mayúsculos de Profanación. No abandonamos aún la tercera persona y nos disponemos a bombardear con nuestras pupilas un extenso campo celuloso teñido de antemano del aura fogosa de la vendetta. 

La consecuencia de la aberración intrafamiliar desemboca en un ya tarde retroceso a la nada que nos obsequia con uno de los episodios gráficos más escalofriantes de esta saga: el del parto de lo que tras el matrimonio entre ciencia y fe se denominará Mary. El alma páter del orfanato de San Pedro, ubicado en Gay Head -no descuiden su mención-, es también el postrero antagonista de la desequilibrada aventura de Mary por las rutas del Señor. El padre Brown aúna carisma, fiereza religiosa inquebrantable y sexto sentido para la captación del mal.

El binomio hambre-alimento tiende una nueva versión de su conflicto original hermosamente vertida sobre la elevada mudanza de Mary, tan saciada en su estómago, tan bella en su novísima fachada. Los pollitos son esta vez el combustible, tan cándidos y mancillables. El horror se adentra en el centro y Adelfa ejerce de normalizada chivata. La sospecha es la otra enorme sombra. 

La noche acortará la racha gloriosa para volver a ser el caldo espaciotemporal desde el que emana lo monstruoso. A la altura de aquel terrorífico alumbramiento, este segundo florecimiento, horrendamente agallinado, es espectacular e imponente. Enfrente se observan los nuevos pío-pío, con cierto amarillo perdido en su encarnizado tono pastel de otrora semejante rostro. 

Segunda masacre, retorno del cuchillo ajusticiador, enloquecimiento contrarreligioso para todo mortal no ducho en los límites del ojo. La sensación es pesada, de atragantamiento, pero no podemos apartar la mirada, mientras nos explotan los nervios. ¿Culpabilidad? ¿Resignación? ¿Aplauso por merecido nuevo futuro -de ella (de eso) y de aquel-? Sea como fuere, brillante en lo visual y potentísimo en lo contado. El broche es un clímax mudo que nos desliza a nuestra admirada Isabelle Fuhrman hacia ese nuevo cariñoso hogar de acogida. Reside el terror en sus tripas, que gritan desgañitadas con aguda voz que no, que no lo haga. Medalla de oro para cerrar el que entendemos, por diversos motivos, como primer compás de esta tesórica antología. Dejamos la boca abierta.

   El catador de frambuesas

Dos cambios inmediatos tras la sórdida semblanza sonriente al mago Bram Stoker: una primera persona y masculinizada con rotundidad referencial. La porta un “bicho raro”, de incomprendida insaciable infancia y primeras degustaciones animales, ajenas o caseras, previas cual entrenamiento instintivo al gran encuentro con a de adolescente y de amoroso.

Sophie es el deslumbrante bocado: la cita en la cafetería rebosante de frambuesas ata con lazo la histórica celebridad del poder de la sangre en un esperpéntico repertorio de vísceras, hilos gordos, incredulidad espectadora in situ -vs. regocijo erizado para el bastante más lejano lector, al que lanza con más fuerza que sus antecesores interpeladores una retahíla de ásperas advertencias, pensamientos ominosos de eco recalcitrante, interceptados mientras contemplamos esa crujiente alfombra hecha de hojas de la que nos habla para explicarnos el singular ruido de la acción caníbal.

La acomodada condición de su linaje encubre y despeja su continuidad hacia un natural afincamiento académico en la ciencia médico-anatómica -a la asimétrica manera del Dr. Lecter-, destinado en su desarrollo más interesado a Georgia -en su ya reiterada función de arca geográfica-. Su hambre es el motivo de una nunca reconocible labor social de limpieza inmoral que le sirve de condumio hasta la concreción de su verdadero novedoso reto.

En la agraciada práctica de redoblar los episodios físicos, Montejano nos entrega un nuevo ritual, mucho más detallado, exhaustivo y autoconsciente en el método, sublime ejemplo del progreso individual de nuestro protagonista, que mira a cámara al finalizar y limpiarse para dedicarnos una tan egocéntrica como bienvenida despedida en torno a su “arte” y la probable proliferación de sus ejecutores. La secta de las sombras nos tiene en su radar y debemos palpar su alertado consejo, macabro juego que aceptamos en uno de los finales más inquietantes de este libro de cuentos. Es tarde para decir que se nos ha abierto el apetito y queremos más -textos-.

   Rata

Twain repite en los entrantes para aludir a una diferencia crucial entre el comportamiento en términos de lealtad y traición del contraste perro vs. hombre en el que se erige como el único cuento de título propio de personaje sin prescripciones. Escrito en tercera persona, nos ofrece efectivamente la vida de Rata, criatura adoptada por un humano que rápidamente será apodado como ‘Amo Bueno’.

Lo que raudo llega raudo desaparece: la vejación alcoholizada será su presente realidad, estallada a los pies de unas botas de excombatiente -las primeras botas de la temporada abuso-de-poder de la colección Montejano- que acentuarán hacia fuera sus pesadillas. No obstante, será la oscuridad onírica la que terminará de horadar su dramática existencia: a través de miradas vidriosas y mordiscos embotellados las sombras volverán a ser tan tangibles en el mundo vivo. 

La iteración que ovacionábamos antes arroja un segundo episodio violento en el que una imprevisible mutación desnivelará decisivamente la balanza entre cazador y presa. Ese rugido de tripas, esa fuerza de flaqueza en concepto de hambre… La cuesta abajo contiene otro recurso que igualmente podemos apreciar en varios de estos relatos: Montejano gusta de abrochar la introducción con la caída de telón y en esta ocasión específica recurre a la gemelización de frases, tono y aristas para enlazar los dos extremos de la historia antes de dar el último paso hacia el horizonte. Rata y su indeterminada condición animal de hija torcida.

   El monstruo de las galletas

Una de nuestras microportadas predilectas abre su envoltorio hacia uno de los escasos cuentos sin cita presentadora, compuesto, desde luego, de forma sumamente original, troceado en siete partes apuntadas con número romano y encabezamiento gastronómico tan dulce: Macarons, Galletitas de limón, Bizcochitos de miel… ¡Hummm…!… Disculpen. Ya verán que ninguno de ellos azaroso, sino tan premonitor, desde el fuego del brownie, las bayas del bosque o las yemas tostadas…

Matilda -nombre también oído en nuestro imaginario popular por cierta niña- recibe en su rechonchez la crudeza del bullying -primer desvío del foco verdugo del entorno eminentemente familiar-. De felicidad fugaz, alegría fingida y anquilosada fuerza maligna a punto de caramelo, su rutina pasa desapercibida en un mundo propicio para el maltrato interinfantil, desde la fila colegial a la persecución por el camino de vuelta a casa. 

La bilis se espesa hasta no poder ser retenida ni un empujón más. El estallido a lo Carrie -en desmedida fortaleza y dignísima belleza, en nada más similar-construye una catarsis del monstruo haciendo lo que mejor sabe hacer, desde la lengua -¡bien!- hasta la calma que desprende todo ritual sanguinario bien completado. Hambre, venganza y sobrenaturaleza caen tan bien en este recreo infinito. Un cuento al que la palabra cuento sienta como un guante con toda su virtud denominativa. Léanlo antes de dormir a sus criaturas, puede que mañana tengan que pedir disculpas o confesarles algo insoportable.

   La oscura belleza de extraordinarios horrores

La debilidad por Gustavo A. Bécquer convierte el siguiente tributo preambular en una gozada especial. Sus versos aquí recogidos son esquela de potencia rompedora de todo umbral: vuelven a poner en pie la vindicación de los muertos, ataviada paulatinamente con un traje extraordinariamente complejo en lo formal, atestado de oraciones y fragmentos obtenidos de texto religioso, de plumas como las de Unamuno, Valle-Inclán o una vez más el señor Stoker. 

Situado en el imposible ecuador de los trece, su secuencia de páginas retumba espiritual, temática y técnicamente en el completo patio de la antología macabra, en una exhibición de base y fondo que como pozo negro abastece tantas de las obsesiones, tantos de los símbolos e innumerables automatismos de su creadora.

Personalizada la leyenda maldita en la niña Manuelita y su abuelo Tobías en una Extremadura asolada por el desentendimiento hacia los menores, un redentor espejo negro que espera a las almas ejerce como irreductible e inevitable atracción. La secuencia fotográfica de este cuento bien podría ser el álbum ilustrado de cuantas historias alberga Profanación. El sentimiento, tan hondo como acostumbra Montejano, es también sostenido aquí en la misma escala que requiere la teoría de la base que hemos planteado. Duele.

   Tienes ojos y no los ves

De título abroncador con vocecita infantil, y recibido por un Charles Dickens que nos habla de la travesura satánica a través del conducto parásito de las almas ociosas, una narración mixta primera-tercera en extremos y centro, respectivamente, nos lleva hasta una casa en lo alto de una muy desapacible colina. 

Madre e hija ocupan una vez más el dúo protagónico y el espacio íntimo del hogar, el cual esconde un gran secreto, ninguneado por la primera y desesperadamente defendido por la segunda. Como las niñas siempre dicen la verdad, el engendro que asalta el pasillo con ínfulas paternomaritales destroza la realidad de la mujer hasta empotrarla contra el miedo, la sinrazón y la huida tajantemente censurada. El ojo del huracán es tal espectáculo visual con esos entes flotando a su alrededor que no podemos obviar su inclusión en nuestra colecta de imágenes para el recuerdo dantesco de este turismo del horror patrocinado por nuestra querida Amparo.

Salvadora distancia vertical y crudo golpetazo de pálpito horizontal se desgastan mutuamente en una guerra que expulsa una madre derrumbada, deslenguada -por mentirosa- y apartada. La creyente conservadora de sinhueso es quien nos cuenta ya adulta sobre la tradición que describen los espectros en su no tan invisible permanecer, mientras levantamos con este su primer peldaño una tercera escalera interior paralela a las dos etapas argumentativas ya cubiertas. Que siga el baile.

   Pasto para gusanos

La sin-cita es la antesala de una primera persona paternal que llora en plena noche, en su casa de la calle Gay Head -je, je-, el yacimiento de la pequeña Sarah en su propia cama. El padre carga contra lo que debe de haber por encima del techo y no contesta nunca. 

Es Bob, su mujer es Ruth y padece cáncer, él se tambalea de trabajo en trabajo hasta dar con una ocupación motorizada en Happy Pizza. El episodio de su desmayada hija es el colmo de la desgracia para la que sin duda es la pareja mejor avenida de todas las presentadas. La amenaza estaba, oh, sí, en la comida. ¡En la comida! Sarah no era martirizada con hambre, no era castigada al rincón de no comer, no era torturada por el retiro del derecho básico a la alimentación.

El Tío McMillan y su suntuosa empresa productora de manteca de cacahuete parece estar aliada con esa cosa que cuelga rastreramente del techo y se torna bicho abominable y furioso. Bob librará la pelea más importante de su vida por el honor de su pequeña fallecida. Un cuento muy entretenido cuyo esperpéntico visionado nos premia con otra de las escenas más brillantes del macabro montejanesco: ese retorno al tarro de origen hasta su rebosamiento más vomitivo. 

   Qué miedo dan las noches

Gustav Meyrink es el encargado del picaporte de la que es la entrada a la pieza más breve de todo el complejo. ‘Ellos’ son ahora aludidos mediante la voz de primera de ella, solitaria en su vida como en su temeroso ascenso de escaleras noche tras noche. Una gota que condensa espléndidamente, casi como sinopsis empírica, uno de los elementos articuladores fundamentales de la literatura de Montejano: la otredad, tan refulgente en su hábitat sombrío, dueña de lo que no vemos y eterna capitana del peligro de no poder contrarrestar tal carencia. Este perfecto apéndice de La oscura belleza de extraordinarios horrores abandera su conquista desde una convicción que desborda el formato lector.

   Tom y Emmie cortan flores

El genio Charles Perrault emerge con su tan idílicamente escogida fábula El gato con botas -ese fragmento en el que el gato incita al ogro a pasar de león a ratón- para invitarnos a contemplar uno de los cuentos que vuelven a honrar la tradición que tantos artífices -desde el propio escritor francés hasta nuestra querida Patricia Esteban Erlés- han elevado a la concepción de arte. 

La última tercera persona de la antología montejana nos presenta, como habréis adivinado, otro par de botas salvajes: las botas de minero del tío Jack -¿guiño nominal al demencial personaje de El Resplandor?-. La dupla superviviente -una de las más estupendas- está compuesta por la pequeña Emmie y su inseparable amigo de trapo Tom. Ambos combaten el chantaje del hambre y constante abuso del gigante sostenido sobre su invencible calzado. 

Nada como derrotar al jugador infanticida jugando a un juego de niños tan clásico como el escondite y aderezado con unos toques de desafío engañizo interesado y, bueno, un pequeño gran as en la manga -o en el techo-. Fuera botas, fuera león. Qué mitificación tan única e imborrable nos deja Amparo Montejano para la historia de la literatura. Incluso ha jugado con nosotros: al principio, bajo aquellas bombillas negras, parecía que el viaje iba a navegar por el cuero del cinturón, pero su bifurcación y elección en pro de la implacabilidad del calzado prototípicamente grueso, tosco, tan viril y predominante ha sido un acierto espeluznante.

La persona narrativa muta hacia la voz de Emmie en un giro de última hora que añade pimienta a chorros a una irónicamente feroz resolución tras tormenta que se divierte aseverando preferencias culinarias con un pasmo maduro que espanta y escuece en las pupilas. Tom y Emmie, Emmie y Tom, cada uno en su punto del tablero, salpicado de sangre y trozos rosados. La negativa final es la cumbre de una de las protagonistas más imponentes del conjunto antológico: a fin de cuentas, Tom debe comprender que no todos son como él…

   Diario de Pam Wilkinson

No podíamos extrañar al maestro E. A. Poe en este congreso de sabios. Montejano toma sus palabras acerca de que los peores monstruos están en nuestras almas y, con tal premisa en nuestro páncreas, asaltamos el último paraje de exótico formato y voz primerísima -tanta como la de un diario abierto-. 

Pamela Wilkinson inicia su generoso gesto con el lector un  23 de abril para comunicarnos que tras siete abortos en dos años por fin puede sentirse dichosa al haber recibido la noticia de volver a estar embarazada. Su marido Bob -el segundo de su serie- y el doctor Berk representan los dos principales compañeros de fatigas en el relato más atestado. Para finales de mes se tuerce livianamente el estado de tranquilidad a causa de ciertos antojos un tanto llamativos. 

Mayo transporta el primer síntoma de odio, personalizado en enfermera mano derecha del caso: la insana desconfianza de los supuestos no confiantes alborota a Pam en una reacción sobreprotectora -qué eufemismo- del que ya acoge en su vientre como ‘su Bobby’. 

El mes no remonta y concluye con otro blanco añadido en la protesta irracional -y cada vez más agresiva-: la visitante sra. Jobs, esa asquerosa de los gatos, tan envidiosa y huraña, capaz de arrebatarle a su pequeña criatura -criatura-.

El junio pre-veraniego aguarda el desnortado pasotismo matrimonial y una sabrosa cena muy ¿tribal?, cuando menos interesante, que funciona como víspera del doble gran momento, una página del calendario más allá: la madre va a su deseada ecografía un 20 de julio y al día siguiente todo estalla sin remisión que sujete las correas de la razón, que se despeña ladera clínica abajo. Fundido a negro y la vida contada se traga la voz de Pam.

Despertamos del atentado el 30 de septiembre, con el informe de la Dra. Collins, psiquiatra de la prisión para mujeres del centro de California, aún humeante. Nos desvela el triple homidicio y posterior traslado, que se acuesta paulatinamente bajo un fundido a negro que teje el puente hacia el estadio final: las notas del por entonces vivísimo Dr. Berk incluidas en el proceso judicial, las cuales hablan de víctima y verduga. 

La índole creyente del doctor echa buena dosis de sal sobre la misión salvadora de atajar el futuro alumbramiento de la ilusionada Pam, amparado médicamente en una excusada agenesia. Bobby queda muy lejos de la idea de niño que la bestia dibuja a ojos del atemorizado especialista. La decisión es tan irrefutable como devastadora será la comunicación de la misma a la propietaria de la vida que se estaba gestando en su vientre. Lo demás es hoy negro sobre rojo sobre negro y muchísimo dolor. Un cierre impecable para una colección soberana.

      Profanación: antología de cuentos macabros clava una bandera de semblante infantil en lo alto de la colina en la que se quema la mejor literatura hispanohablante de terror, alrededor de cuya fogata tenemos la suerte de bailar tantos devotos de lo insólito, lo tenebroso, lo ininteligible. Siembra desde allá arriba una tormenta de motivos que serán revisitados como pioneros, una serie de trazos inconfundibles que en un universo alternativo escriben onajetnoM al revés con sangre y sombra, una voz que perfila la maestría de esta dama oscura y reconforta su generosidad con todo posible éxito ligado a la ya activada trascendencia, cocinada en una habitación de culto llamada Luz negra. Gracias, Amparo, por ser, estar y crear. Gracias por ser el altavoz de los más indefensos e inocentes.

Altavoz Cultural

CUATRO PREGUNTAS A AMPARO MONTEJANO

Querida Amparo: bienvenida de nuevo a Altavoz, que es tu casa, y felicidades por tu obra Profanación: antología de cuentos macabros. ¿Cómo ha sido el proceso de creación de esta colección de textos en cuanto a selección de los mismos, hilo argumental cohesionado y estructura y disposición ordenada en su presentación definitiva?

Antes de comenzar con la entrevista, quisiera agradeceros la deferencia que habéis tenido conmigo a la hora de seleccionar mi obra, Profanación. Antología de cuentos macabros, otorgándole, a través de vuestra plataforma web, esa hornacina de visibilidad a la que todos los autores, a la que todos los artistas, aspiramos. Dicho lo cual, procedo a contestaros:

El tema de la infancia como «lugar terrible» ha sido una constante, perenne y perturbadora, en el ideario de mis cuentos. La noción edulcorada y cándida que en nuestra sociedad occidental y contemporánea tenemos acerca de la infancia es, desde mi consideración más personal (por tanto, con la que he desarrollado estos cuentos), una falacia urdida; una trama que se hilvana a base de metáforas continuadas que lo que pretenden es enmascarar el dolor y la amargura que sufren, que experimentan muchos niños por el simple hecho de ser niños. Pues ¿existe mayor indefensión que la dependencia? Yo creo que no. Es esta dependencia la que genera el abuso, ya que detentar una posición de hegemonía, de superioridad con respecto a alguien, resulta ser, en poder de monstruos enmascarados, un arma de destrucción absoluta. Y digo monstruos enmascarados porque los peores monstruos (los más terribles, los más crueles y sanguinarios) son, para mí, aquellos que caminan a nuestro lado disimulados con el embozo de la familiaridad. He ahí el hilo conductor de estos cuentos. Profanación es un espacio de amargura en el que sus personajes (mayoritariamente niños) están malditos. No por nada en especial, sino porque se encontraban en el lugar, espacio y tiempo adecuados para experimentar, en sus tristes almas y aciagos cuerpecitos, la terrible maldición que expelen los que no son amados. Leonardo Da Vinci decía que para amar hay que conocer, y que aquello que nos es desconocido nos genera temor. Son, por tanto, los niños de mis cuentos (no solo los que aparecen en esta selección de trece historias) seres odiados: almas negras que portan oscuridad porque solo han conocido y solo conocerán al señor Dolor. Y como el señor Dolor es poderoso y contagioso, genera a su vez más dolor; luego, las víctimas pasan a ser verdugos en una especie de extraña rueda del tiempo de lo macabro.

Carlos Martínez Aguado, el editor, escogió estos trece textos quizá porque le parecieron los más «representativos» (a colación de lo que estamos hablando), o quizá porque fueron los que le generaron más emociones encontradas…, en cualquier caso, a este respecto deberíais preguntarle a él, porque si hay alguien que conoce Profanación tanto o más que yo, sin duda es él. Le estoy sumamente agradecida, porque ha hecho de mi ideario extraño y terrible una verdadera obra maestra. Un ideario de lo fantástico ominoso que ha ido mutando a lo largo del tiempo (se han añadido historias a la par que otras desaparecían), que ha cambiado de nombre en más de cinco ocasiones y que ha sido rechazado por activa y por pasiva… Confesaré que perdí toda esperanza de ver estos relatos publicados, y más en una edición tan exquisita y cuidada como la que ha hecho Luz Negra.

El hambre, el abuso y la figura paternal (vs. maternal) son los tres grandes ogros que, aglutinados causalmente los dos primeros en el poder autoritario del tercero, erosionan cruelmente la vida infantil. ¿Cómo has trabajado estos cuentos desde una intuida esencia autobiográfica, un estilo ciertamente barroco en el lenguaje y una composición de escenas muy crudas pero bellas en determinados contextos?

Siempre he dicho que «mi momento de escribir es mi momento de reencuentro»; una necesidad espiritual que solicita de la mujer del presente un viaje hacia su pasado, un «reencuentro» con aquella niña solitaria y rota que pide a gritos que la escuchen. Porque el pasado marca, siempre marca, es parte de nuestra personalidad del presente y será parte de la herencia que leguemos al futuro. En mi caso, fue en parte gracias a la literatura como conseguí salir a flote de una infancia difícil y una adolescencia más difícil aún. Leer a grandes exponentes del género de terror como lo son Lovecraft, Maupassant, Pardo Bazán, Le Fanu, Bécquer, Espronceda, Gilman, José de Cadalso, Miguel Hernández o Lorca (incluyo a estos dos últimos poetas de la Generación del 27 sin ningún atisbo de duda), marcó no solo mi devoción por «la literatura del sobresalto» (maravilloso reflejo de los miedos humanos), sino también por su estilo. ¿Qué maldad reside en jugar con las palabras? Para mí su importancia no solo radica en lo que se busca transmitir (en este caso: desazón, angustia, dolor)…, sino también en sí mismas, porque generar un contenido poético que enmascare lo amargo es para mí un regalo. De alguna forma les digo a mis lectores: «Quiero que sepáis que lo vais a pasar mal, pero “eso” tan terrible o descorazonador voy a encubríroslo con un velo poético». No soy tan mala persona después de todo…

La figura de la bruja, la del gigante, la del vampiro… Diversos mitos consagrados en la cultura y la literatura tienen su reflejo particular en Profanación. ¿Qué imaginario tradicionalista alberga Amparo Montejano en su experiencia lectora en torno a estos seres y otros de misma índole sobrenatural?

Crecí rodeada por «cuentos de antaño»: historias maravillosas transmitidas oralmente que no tardé en degustar a través de las narraciones de Perrault, Andersen, los hermanos Grimm… Todos esos cuentos fueron una constante en mis sueños, forjados a partir de aquellas historias que no eran sino inagotables fuentes de terror: el castigo físico ejemplarizaba, el encierro y el abandono pulían el espíritu; celos, envidias, traiciones… inclusive, asesinatos. El componente de realidad humana (el cómputo de pasiones, emociones, pensamientos…) se sumerge por entre la oscuridad tétrica de esos bosques encantados de los cuentos, de esos castillos cercados por grandes fosos en los que dormita un horrible dragón de tres cabezas (una posible contrarréplica a un dogma de fe), de esas construcciones de caramelo que se erigen en base al reflejo del hambre y la necesidad, resultando ser meras telas de araña en las que la inocencia infantil queda atrapada sin posibilidad de remisión. Crueles moralejas y tópicos aleccionadores acompañaban a mis arquetipos de horror, a los monstruos de muchos de mis sueños: brujas malvadas, demonios «tentadores», ogros gigantescos, hechiceros maléficos, almas en pena que erraban por los bosques (metáforas atmosféricas del peligro y la tristeza), vampiros caníbales, muertos resucitados… monstruos que, más tarde, adquirieron personalidad y forma en su reflejo real. Porque ¿quién no se ha topado con un monstruo? Vivimos rodeados, cercados por ellos. Quizá también nosotros (por nuestros comportamientos, actos o expresiones) seamos la configuración real del monstruo de alguien, representando lo que más odia, lo que más envidia o lo que más teme. Lo terrible, para mí, lo verdaderamente terrible es no ser conscientes de que todos llevamos un monstruo dentro, ya que la inconsciencia conduce a la imprudencia, a una falsa seguridad de control, a un desconocimiento absoluto de lo que habita al otro lado del espejo.

¿Cómo ha sido tu experiencia editorial con Luz negra? Asimismo, tu obra está sostenida expositivamente por tres maravillosos pilares: Pily Barba (prólogo), Pilar Pedraza (sinopsis) y José R. Montejano (epílogo), tres almas muy queridas para ti que te acompañan en este estreno. ¿Qué mensajes deseas enviarles desde aquí a Pilar, Pilar y José?

Ya hice referencia a Luz Negra al comienzo de esta entrevista, mas no me cansaré de repetir que trabajar con ellos (con Carlos y Cristina) ha sido un verdadero honor. Carlos, en concreto, me ha llevado de la mano durante todo el largo y arduo proceso que ha supuesto la creación de Profanación. Con una profesionalidad máxima y un criterio de absoluto respeto a la obra ha conseguido que Profanación vea la luz, que sea lo que es ahora. Por tanto, es este volumen un triunfo personal que comparto con él, con ellos, porque si yo tenía ganas de ver las palabras transmutadas en «sustancia», sin duda alguna, ellos también. Hemos luchado juntos, contra viento y marea, para que esta «criatura ominosa» llegase al mundo; para que el lector pueda disfrutarla, para que pueda adolecerse y maravillarse con la belleza oscura que dimana de su esencia.

¡Ay, mis tres «pilares»! ¿Qué podría yo decirles que no les haya dicho ya? Les diré que los amo; que no podría haber seguido adelante (ni en esto ni en otras muchas cosas) si ellos no hubiesen estado a mi lado. Son almas de luz, y mi alma suele estar en sombras. Son destellos de estrellas que alumbran, por instantes, pero con un fulgor sin igual, el oscuro y tortuoso sendero que recorre mi espíritu: un viejo caminante de otro tiempo y otro lugar.

Por supuesto, no quiero terminar esta entrevista sin agradecer el cariño y el apoyo de todas aquellas personas que, como vosotros, siempre han confiado en mí y en mi trabajo. Desde aquí les mando (os mando) un abrazo infinito, porque la confianza es un regalo de valor incalculable, un presente divino.

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