*Participan:

Patricia Esteban Erlés

Andrés Granbosque

Yolanda Arias Fernández

-Altavoz Cultural, enero 2022-

Fotografía de Pep Herrero

Altavoz Cultural: ¿Entiendes, respecto de la creatividad vertida, el ejercicio literario como un saco de experiencias acumulables cuya actualidad añade un eslabón a la cadena o haces tabula rasa en cada proyecto que inicias? ¿Es la originalidad una utopía imposible de saciar incluso para el ámbito de lo fantástico?

La primera de las preguntas abarca dos aspectos que merecen ser respondidos por separado.

Para mí, la creación (toda, en general, aunque aquí me voy a ceñir a la literaria) se hace sobre todo lo anteriormente escrito, leído, visto (me refiero a cine y TV), a la música escuchada… unido a todo lo que uno vive y sueña. Yo soy lo que soy y escribo lo que escribo no únicamente por lo que pueda venir de fábrica y lo que me proporcionen mis propias experiencias vitales, sino por toda la ficción y el arte que consumo y he consumido. Y esto último es esencial: yo creo que paso tantas horas consumiendo ficciones (por placer y por trabajo) como las que invierto en vivir en “lo real”.

Por otro lado, y vinculado con todo lo que acabo de decir, no puedo hacer completa tabula rasa cada vez que me sumerjo en la creación de cada nuevo libro de relatos (o de las dos novelas que hasta ahora he escrito): si bien trato de no repetirme, es inevitable que mis obsesiones, mis deseos, mis miedos, mis placeres, asomen una y otra vez en los textos, encarnados, eso sí, en formas diferentes… Incluso a veces de forma explícita a través de cuentos de libros diferentes que dialogan entre sí (ya sea utilizando un mismo tema o motivo, una perspectiva narrativa específica, una resolución diferente a una misma situación). A lo que hay que añadir los constantes juegos intertextuales con todo ese bagaje de ficciones y música que ha ido conformando y que necesito mostrar en mis cuentos.

La originalidad es un concepto demasiado romántico, aunque es cierto que todos los que nos dedicamos a cualquier actividad creativa queremos evitar seguir caminos ya muy trillados, escapar de lo obvio, de lo ya sabido… Y más en lo fantástico y terrorífico, que son categorías que envejecen rápido y mal: los lectores y espectadores cada vez saben (sabemos) más gracias a todo lo consumido. Hay que afinar mucho el instinto para tratar –al menos- de sorprender, de atrapar a los lectores, de convencerlos de que sigan pasando páginas. Yo trato de escribir lo que a mí me gustaría leer.

Patricia Esteban Erlés: ¿Consideras que el miedo es una emoción estacional, cambiante, en el sentido de que cada edad tiene sus miedos? ¿Crees que existe algún miedo que permanezca siempre?

El miedo implica, a la vez, lo universal y lo cambiante. Como hacen evidente lo fantástico y el terror, la ficción no ha cesado de buscar formas de metaforizar nuestros atávicos miedos a la muerte (y a los seres que transgreden el tabú de la muerte, como ocurre con el vampiro, el fantasma, el zombi y otros revenants), a lo desconocido, al depredador, a lo materialmente espantoso, e incluso a lo que nos atrae y no queremos confesar o revelar (ese Hyde que todos llevamos dentro), a nuestro (casi) irrefrenable deseo de transgresión, a lo desconocido e incomprensible que llevamos dentro.

Ya lo advirtió H.P. Lovecraft, “La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. O, por citar a otro clásico, basta recordar lo que afirma uno de los personajes del cuento “El miedo” de Maupassant: “Sólo se tiene miedo realmente de lo que no se comprende”.

Pero, al mismo tiempo, cada época crea sus propios miedos, a veces ligados a esos miedos atávicos y universales, encarnados en figuras específicamente vinculadas a un momento particular de la historia. El monstruo es un buen ejemplo de ello: a la vez que se mantienen en él ciertas constantes transhistóricas esenciales (vinculadas a esos miedos universales), el monstruo cambia, se adapta al momento histórico y al contexto cultural, a los miedos y ansiedades de la sociedad que lo produce.

Y lo mismo ocurre, como plantea Patricia en su pregunta, en relación a la edad: en nosotros hay miedos que nos acompañan (y no nos abandonan) desde niños y otros que van surgiendo a medida que aumenta nuestra experiencia en relación a la realidad y a nosotros mismos. Los que permanecen son, sin duda, esos miedos atávicos a los que antes me refería, que se pueden resumir en dos principales: la muerte y lo desconocido. En mi caso, mi principal miedo es la muerte, me acompaña desde muy niño el ser la última cosa en la que suelo pensar antes de dormirme (por suerte, ya no me pasa cada día, pero ha sido una constante diaria en mi vida desde que tenía 4 ó 5 años). Aunque no se entienda que me refiero al miedo a morir en cualquier momento, el miedo al accidente o a la enfermedad, pues no soy nada hipocondríaco. Lo que me aterroriza es la idea de la muerte como desaparición total. Eso también explica que en mis cuentos no haya ninguna tentación de trascendencia, de buscar algo más en la propia realidad o tras la muerte.

Un buen ejemplo, en mi caso, de la irrupción de nuevos miedos “estacionales” tiene que ver con los que han nacido en mí desde que soy padre y que no existían en mí antes de 2012. Antes de esa fecha yo había jugado literariamente con la idea de la paternidad, pero desde una visión distanciada y por ello a veces burlona (inspirada en las experiencias de los amigos y amigas que estaban pasando por dicha experiencia) y provocadora. Desde entonces, la figura del niño ha adquirido en mis ficciones una dimensión diferente, vinculada a la expresión de esos nuevos miedos, obsesiones y deseos. Perdón por la propaganda, pero eso ha hecho que el nuevo libro de cuentos que acabo de entregar a mi editor esté completamente centrado en transmitir tales miedos y experiencias (incluso se titula Niños)… Aunque, conectando con la anterior pregunta, sé que también es un asunto del que debo alejarme en próximas ficciones para no caer en lo repetitivo o trillado, aunque también sé que no podré escapar del todo.

Andrés Granbosque: Hace ya diez años te preguntaste si «hay literatura fantástica después de la mecánica cuántica». ¿Te atreverías a especular sobre cuál será el próximo descubrimiento objeto de la obsesión de los escritores de ficción?

Si nos ceñimos específicamente a la ficción fantástica (lo que implica dejar fuera la ciencia ficción y los caminos realistas o miméticos), no me atrevo a señalar cuál será ese próximo descubrimiento que nos obsesione. Pero de lo que sí estoy seguro es de que lo fantástico nunca desaparecerá porque nuestro cerebro nunca se va a librar de esos dos miedos centrales a los que antes me refería: el miedo a la muerte y a lo desconocido. Por mucho que avancen la ciencia y la tecnología (campos que no cesa de explorar la ciencia ficción), plantearnos –ficcionalmente- posibilidad de lo imposible siempre va a provocar en nosotros el placentero e inquietante efecto de lo fantástico. Aunque sí que me atrevo a decir que uno de los caminos que cada vez está siendo más explorado en la creación de ficciones fantásticas, aparte de la monstruosidad (que nunca se agota), es la transgresión del tiempo y la exploración de los límites del lenguaje como medios para provocar la inquietud de los receptores.

Yolanda Arias Fernández: El mundo del cómic se acerca a lo fantástico de una forma relativamente clásica (fantasmas, seres extraños -con textos de Neil Gaiman, por ejemplo-, vampiros, etc.), al menos en la producción europea y estadounidense; el manga ahonda con frecuencia en lo fantástico de forma más moderna. ¿Conoces algún caso de historia en viñetas que recurra al desarrollo de la doble historia de la que habla Piglia? ¿Qué dificultades aventuras que podría tener en este contexto un género que trabaja directamente con imágenes?

Antes de responder, me gustaría reivindicar que el cómic español actual está explorando caminos que no solo responden a esa forma “clásica” que mencionas puesto que –como también estamos haciendo en narrativa- apuestan por un tipo de historias ambientadas en espacios cotidianos, por encarnaciones de la monstruosidad nada tópicas, sin necesidad tampoco de acogerse a las vías por las que se mueve el manga. Basta pensar en autores ya bien conocidos como Miguelanxo Prado o Paco Roca, así como un buen número de autoras actuales, como, entre otras, Carla Berrocal, Natacha Bustos, Anabel Colazo, Victoria Francés, Ana Galvañ, Laura Pérez y Laura Suárez, un conjunto de voces que en la última década están proponiendo nuevos caminos, desarrollando temas y formas ausentes o poco explorados en las obras de los autores masculinos.

Dicho esto, yo creo que todo cómic fantástico, como toda narración o película, siempre se mueve en esos dos niveles que mencionas: lo que se cuenta/lo que se ve y lo que queda elidido y el lector/espectador debe rellenar. Toda narración está llena de vacíos que el receptor debe completar. Evidentemente, el cómic trabaja como imágenes, por lo que la representación de ciertos fenómenos y seres (el monstruo sería el ejemplo perfecto) deja menos a la imaginación que si se muestra solo con palabras. Pero esa analogía visual no resta potencia a una historia fantástica (basta pensar en el cine o en la TV), pero deben buscarse caminos diferentes a los que explora la literatura, limitada a un solo canal: el lenguaje.

Altavoz Cultural: ¿Qué cota de relevancia les otorgas a los talleres y cursos de escritura creativa? ¿Crees que se puede «aprender» a escribir desde un punto de vista, digamos, profesionalizador?

Para mí no son más que una manera de ofrecer herramientas tanto para la escritura como para la lectura (aprender a leer literatura, algo esencial, aunque parezca obvio). Asimismo, la posibilidad de tener a alguien “experto” que lea y evalúe tus textos puede resultar también muy útil como guía. Pero ahí termina, a mi modo de ver, la utilidad de los talleres.

No creo que nadie que se matricule en ellos lo haga pensando que eso le convertirá inmediatamente en escritor/a, ni tampoco creo que haya nadie que imparta esos cursos para fabricar escritores (corrijo: siempre habrá alguien por ahí que quiera hacer negocio de ese modo; basta ver los productos que salen de algunos talleres, que casualmente suenan igual que las obras que escriben los que los imparten).

Otra cosa son los estudios universitarios en escritura creativa (todavía escasamente implantados en España), en los que junto a las asignaturas prácticas tienen un papel muy importante las asignaturas de teoría literaria y de historia de la literatura. Lo que tampoco asegura, por supuesto, que quien curse tales estudios acabe convertido en escritor/a, pero la profundidad de estos estudios va mucho más lejos que la de un taller.

Yo he podido impartir talleres y cursos universitarios y reconozco que es una experiencia interesante, pero no los creo necesarios para ser escritor/a.

Patricia Esteban Erlés: ¿Cuál fue la primera vez que recuerdas que tuviste miedo? ¿De qué, en qué situación?, ¿qué lo motivó?

Complicada pregunta, dada mi mala memoria respecto a mi infancia. De lo que estoy seguro es de que, como ya respondí antes a la primera pregunta de Patricia, mi principal y más antiguo miedo es el miedo a la muerte, a la idea de desaparición completa y para siempre, sin vuelta atrás. Y todavía no me he librado de él. Aunque eso no me quita la risa ni me ha convertido (todavía) en un ser depresivo o abocado a un deprimente existencialismo… El miedo a la muerte está ahí y me acompaña (casi) cada noche justo antes de dormirme.

Si rebusco en mi mala memoria otros miedos iniciales, uno que recuerdo brumosamente es el que sentí cuando debía tener yo unos 3 ó 4 años y me perdí –un clásico- en la playa de Arenys de Mar. No lo puedo evocar con detalle, pero seguro que lo pasé fatal hasta que me recuperaron mis padres. Lo curioso es que nunca lo haya convertido en literatura. La verdad es que no tengo otros miedos reales que pueda comentar. Mi relación con el miedo desde niño ha sido siempre y sobre todo ficcional, gracias a la literatura, el cine y la TV.

Andrés Granbosque: Te habrán preguntado miles de veces qué quieres expresar a través del terror o la fantasía. La respuesta de los escritores suele ser: comprender la realidad. Pero ¿qué es lo que todavía no has sido capaz de comunicar a través de la literatura? ¿Tienes algún reto pendiente?

No quiero echarme flores ni parecer soberbio, pero creo que –por ahora- he podido expresar, con mayor o menor acierto, mis miedos, deseos y obsesiones, por lo que he podido comprobar gracias a conversaciones con lectores, clubes de lectura, talleres, reseñas o trabajos de investigación sobre mis cuentos. Creo que mis textos reflejan bastante bien (otra cosa es que puedan gustar más o menos) mi mundo interior, porque no lo freno mucho a la hora de volcar ficcionalmente, como decía, mis miedos, obsesiones y vicios. Incluso esos nuevos miedos que antes comentaba provocados por la paternidad también he conseguido que tomen en mis textos una forma comunicable y compartible… No sé si respondo la pregunta… Otra cosa es comprender la realidad: eso no he podido hacerlo, ni lo haré, pues la realidad es una entidad caótica y sin sentido. Para mí la ficción, en sus múltiples formas, lo que debe hacer es mostrar esa imposibilidad de comprensión y, por ello, de representación. La ficción no puede ofrecer verdades… porque no las hay.

Yolanda Arias Fernández: El currículo de Lengua y Literatura en la enseñanza es muy poco generoso con la literatura fantástica. Si pudieras hacer una propuesta concreta sobre esto (teoría, didáctica y corpus de textos), ¿cuál sería?

Como luchar contra el peso del canon es muy difícil (no diré imposible), ni tampoco se trata de imponer lo fantástico por encima de otras vías expresivas que tienen y han tenido mayor impacto en el campo literario español, lo esencial sería hacerle un hueco a lo fantástico en las diversas asignaturas sobre la historia literaria en los siglos XIX, XX y XXI para revelar –y, con ello, reivindicar- la importante presencia que tuvo en dichos periodos, insisto, sin pretender convertirlo en lo que no fue, pero sí demostrando que existe una tradición fantástica española que se inicia en el Romanticismo y ha continuado sin interrupción hasta el presente, incluso en los periodos de mayor presión realista (segunda mitad del siglo XX, el realismo social de los 50, etc.). Basta una simple ojeada a la lista de autores y autoras españoles que cultivaron y cultivan lo fantástico para contradecir esa visión tan sesgada de la historia de la literatura española contemporánea, sometida, como dices, a la implacable presión del realismo. En efecto, lo fantástico no ha estado sólo reservado a los autores mal llamados marginales, como podría esperarse a juzgar por esa concepción minusvalorizadora de lo fantástico que no ha dudado en definirlo como subliteratura, sino que muchos de los grandes nombres de la literatura española de los siglos XIX y XX (algunos de los cuales ocupan un lugar de honor en el canon) han cultivado el género, y no como algo esporádico o excepcional dentro de su obra. Así sucede con Espronceda, Alarcón, Bécquer, Pardo Bazán, Pérez Galdós, Baroja, Valle-Inclán, Unamuno, Aub, Benet, Merino, Millás o Fernández Cubas, por citar sólo algunos nombres significativos de la literatura de esas dos centurias.

Así, lo que habría que ofrecer a los alumnos y alumnas sería una historia de lo fantástico, una exposición razonada de su evolución a lo largo de esos tres siglos que dé cuenta de la variedad y calidad de la narrativa fantástica española y que muestre los diversos caminos (temáticos y formales) por los que ésta ha discurrido. Un elemento esencial sería preparar antologías –ya existen algunas excelentes en el mercado- de textos de los autores y autoras más representativos en narrativa, pero también hablarles de la importancia de lo fantástico y terrorífico en el cine, la TV y el cómic, con los que la literatura mantiene una constante y productiva relación.

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