Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven 2021

-Ediciones Torremozas-

   Ciertas obras justifican extraordinariamente este afán lector, primero, analítico-reseñista, después. Se te quedan dentro días, semanas… Hoy aún albergamos en nuestra retina escenas, palabras, citas de obras leídas hace mucho tiempo. Estamos seguros de que Selvación, brillante obra poética de Celia Carrasco Gil, distinguida con el Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven 2021, arraigará recuerdos imborrables a los que volveremos en un futuro próximo y también lejano. 

   La autora atrapa con sus versos verdes, susurra el rumor salvaje con sus esporas estilísticas, baña en fragancia silvestre el viaje por las páginas de su poemario, penetrando en los huesos del turista que se adentra en su mundo ecofeminista de germinación pandémica.

   El diseño de la plantación, tan ambiciosa en contenido como en repertorio musical, responde a tres áreas complementarias de trece tallos sanos cada una, amadrinadas por diversas semillas célebres esparcidas a la entrada de cada camino. Antonio Machado, Fray Luis de León; Miguel Sánchez Robles, Gaston Bachelard, José Ángel Valente; Miguel Hernández, Miguel D’Ors, pájaros cantores respectivamente situados en la entrada de las sucesivas cosechas versificadas de nuestra amazona navarra: Ciudad, Hogueras cenicientas y San Silvestre. Debemos acudir a su gutural llamada.

   I Ciudad

  Antonio Machado y Fray Luis de León instan a la búsqueda de la felicidad fuera de la ciudad, lejos del mundanal ruido, del tedio urbano, saboreando una vida descansada. En esta primera y principal proclama se inserta el poema inaugural de Carrasco Gil, de título homónimo respecto de su gran continente: Selvación es un magnífico soneto que penetra con toda su selva en el entorno rutinario de la ciudad, la prominente villana de nuestra dicha, la molesta dueña de nuestros días. El oasis tiene color verde; esa “selva sagrada” en palabras de Rubén Darío constituye el deseo exótico de liberación, la “salvación” de cada nueva jornada, incluso la silvestre agitación inspiradora de la pluma poética, ahogada en la bulliciosa urbe que todo lo traga. Carrasco Gil nos presenta pronto sus espadas naturales: sensibilidad pulcra, tendencia al eslabón preciosista del estilo cuando sea práctico, funcional, discurso directo, por momentos abrumador, rotundo. El cóctel nos embriaga.

  La huella en el margen excede su estanque preliminar hacia las dos páginas -lo cual resultará una excepción- para ahondar en las líneas maestras presentadas en su antecesor: la selva como terreno idóneo para la comunión con la palabra y el poder de la lengua -uno de los grandiosos emblemas del himno compuesto por la autora-, y ese preciso sentido de caos controlado, propicio para crear y romper la monotonía del ámbito de la polis.

  Diremos que Adoquín inédito cerrará el triángulo iniciático en la sucesión lógico-creciente de la reivindicación del estadio selvático -qué duda cabe de que este abanderamiento es en primera instancia pura denuncia del tratamiento que le damos a esa parte del planeta que nos abastece de vida y no cejamos en destruir sin piedad-. El juego lingüístico alumbra dos claves novedosas: el primer animal lúdico -esos pocos versos sangrados- y una dirección fascinante del mundo que, inédito, queda invalidado al ser pronunciado, en una extrema interpretación del pensamiento de Wittgenstein. A este delicioso pastel vegetal le añade nuestra cocinera imágenes poderosas de Ulises y una incipiente primavera, cómplices de la última intención de este tercer corte: la proyección del pasado en el futuro para generar nuevos presentes estimulantes. 

  Entramos en Territorio Juarroz: dos poemas, Confines y Currículo soñado, de breve despliegue apadrinados por palabras del insigne escritor argento. Ambos íntimamente ligados a la otra enorme realidad que azota nuestra lectura al lado de la mencionada mirada a la castigada Amazonia: esa, esta, aquella pandemia que tantísimo nos ha estallado. El tono [suaviz/atenu]-ante surgido desde el propísimo hogar sitiado descubre otro matiz en la voz de Celia: ese tan próximo al júbilo tras la derrota. También nos revela en su rebelión una mecanismo gráfico ciertamente detonado a lo largo del grueso de la obra: la autora acelera juntando palabras, letras, y activa la cámara lenta alargando, amp  li  a     ndo las mismas y sus no previsibles espacios. Esta dualidad en el discurrir del ritmo interno halla su interlocutor superior en la alternancia de textos más largos con otros particularmente breves, como los descritos ahora y como el próximo.

  Orden del dios de la selva es el buque definitivo: la minimalista composición del poemario construida sobre apenas tres versos partidos verticalmente hacia la expresión de la relación ‘ciudad-acudid-cuidad’ en la lucha entre deidades contrapuestas -el dios que despliega caos y el dios que ordena el caos-, en un espléndido anticipo del recrudecimiento que podremos disfrutar a continuación en torno a la batalla contra la ciudad, sus inconvenientes y su tiranía, denostada desde una óptica más más feminista, afín a la misma causa de la mujer como predilecta víctima de su régimen de escaparate, basura y desigualdad laboral.

  Este nuevo periodo inaugura sus motivos con la matriarca de la poesía feminista del siglo XXI gritando desde lo alto: Rosa Berbel presta su voz en Congestión, un canto ecologista que condena el horrendo estado crónico de la ciudad, productora de una cruel fiebre que afecta gravemente a nuestra selva. Pijama de rayas, una de las más brillantes estrellas de la presente obra de Carrasco Gil, nos acerca en primer plano la figura de la ciudadana -y la terranauta- en su carrera por la supervivencia, desde el despertar preso de la rutina hasta el vuelo que prescinde de nidos y mudanzas. Transparencias remarca el tono crítico -y apocalíptico- con escenas convencionales de trampas capitalistas -acaso es esta la primera cumbre de otro de los discursos troncales de la obra, mucho más desarrollado en las siguientes partes restantes- que aniquilan el oxígeno y la palabra con su desastrosa presión.

  Sirve como real broche a esta etapa del trayecto el Ahorcado amazónico, el más desnudo homenaje a la milagrosa experiencia de la selva, contemplada bajo esas ciudades colgadas al modo de Huidobro en la horca de la aurora. Con ello abrazamos la saludable práctica de acumulación simultánea a la que nos invitará cada revolucionaria introducción temática realizada por Carrasco Gil, que jamás se desprenderá de lo dicho -apenas lo muteará en mayor o menor medida, sin permitir su silencio total- en el caminar de una composición plagada de puntas abiertas, alimentadas entre sí y constantemente.

  Una de esas lanzas -deslizada al inicio de estas palabras- es la lengua, como vehículo, como placer y como responsabilidad. Ensueño de filología recupera la página y pico para valerse de la etimología como herramienta más llamativa con la que proyectar la imagen de las amazonas representadas en mujeres que han superado realidades tan terribles como las injusticias laborales o el cáncer de mama, entre otras desgracias. La selva, la mujer, la lengua. Tres hermanas.

  No se despoja del aroma pesado, grave, El hombre de hojalata, penúltimo poema de esta trecena inicial que incide en la piel -otro de los mayores elementos poetizados del conjunto- como lienzo maleable, erosionable, quebradizo. La decadencia y el enquistamiento venenoso son los perfectos anfitriones de un concepto de lo inerte que cobra vida para robarnos un pedazo de la nuestra.

  Diciembre sentencia año, mes, semana, poemario y Ciudad con su frío oscuro, café en cantidades arcangelicales, envejecimiento orgánico duro, frenesí alegre de escritura y la última muestra del amargor extendido hasta los dedos del lector. Lo caracteriza una mimada lentitud en el caer de sus palabras, en el río de versos, pausados, que lo configuran desde la sombra. No hemos levantado casi la cabeza desde que comenzamos este periplo: los truenos son incesantes sobre nuestra frente, comparten todos génesis: esa metrópoli insólita y rancia. Celia Carrasco Gil no nos concede respiro en un torrente de fondo turbio que quizás halla en algunas formas geniales sus pequeñas gotas de dulzura. Avanti.

   II Hogueras cenicientas

  La selva dejará paso -momentáneo, sin prescindir de su trono principal- al segundo gran vehículo simbólico del imaginario desarrollado por Carrasco Gil en esta obra, coincidente con el más importante de su segunda parte: el fuego, en múltiples de sus formas -desde la luz hasta las cenizas-. Miguel Sánchez Robles, Gaston Bachelard y José Ángel Valente anticipan el estado ígneo con sus citas introductorias a los poemas de la autora, que combinará tres piezas breves –Tiempo de tempura, Chispa y Lunática-, iniciadas líneas más abajo en el plano vertical, con textos más extensos, como ese primer Pegote, de página y más, terreno de papel sobre el que arrastra la inercia decadente y gris heredada de la Ciudad original. “Últimamente la primavera escuece”, el Parnaso, Dafne y poderosa simbología mitológica para prolongar la inestabilidad del ser sobre su dimensión vital.

  Blanco pálido es la primera manifestación monocromática del miedo atávico al tiempo y la perfecta elección de lienzo para tratar el gran conflicto del poeta como creador desde cero nivel folio -la clave la entrega el propio Blas de Otero: “Hablando, hablando, hablando…”-. Completa cronológicamente ambos transatlánticos temáticos la mención al universo COVID y sus mascarillas.

  En esa línea cabalgan El tren de los sueños y Tiempo de tempura: firmemente agarrado a la cita de José Ángel Buesa el primero y de condensado impacto el segundo. Retomamos la largura en Alerta, que refleja el rumbo experimentalista ad infinitum que se anunciaba algunos poemas atrás, siendo textos algo más crípticos, oscuros, fascinantes también en su singularidad formal. El último poema de su estirpe, en tanto en cuanto previo a uno de los espacios más mágicos y, por ende, exclusivos del conjunto de Selvación, arroja imágenes como la del cucurucho de castañas, destaca la permanencia del blanco como fetiche identificador de determinado código expresivo y re-retrata el paso del tiempo como un collage de pasado y futuro besándose en el horno del presente. 

  La extraordinaria fase a la que aludíamos comienza su desarrollo con el pequeño e intenso Chispa, un texto duro que muestra nuestra fragilidad ante la amenaza de pérdida de progenitor, ese “papá” integrado tan interpelativamente en el núcleo final del cuerpo, ese que con su malestar nos vuelve diminutos hasta rascar la cáscara más inocente de la infancia a plena conciencia. Continúa la senda un Mudanza que abre sus alas hacia el elemento piel como probeta orgánica de la memoria, el recuerdo y el sentimiento más descorazonador. Uno de los poemas más hermosos y difíciles de digerir para un hijo. Espeleología se erige como el soneto -segundo de la obra- que concluye formalmente el tributo al padre, dedicatoria ya palpable en la superficie previa al poema. Octavio Paz proporciona una de las citas más elocuentes de cuantas transitan Selvación para introducir una de las composiciones más elevadas en el apartado léxico, acerca de la consumición, líquida, de la vida y la desesperación por luchar contra la redención al intentar frenarla. Un trío de ases poéticos que representan buena parte del tremendo potencial literario de Carrasco Gil, quien, si no por primerísima vez, sí de manera más cruda, ha abierto su alma y la ha puesto encima de sus palabras para enseñarnos su inmensa capacidad para expresar la belleza del dolor. La aflicción se dispara por encima de la expectativa.

  De lo íntimo -pocas cosas más íntimas que el amor familiar- a lo sociopolítico: nos adentramos con Propagación del fuego -en la más incendiaria aplicación del mayor símbolo de estas Hogueras cenicientas– en una vorágine de anticapitalismo/anticonsumismo que despertará la bestia crítica que también es Carrasco Gil, armada con sutilezas, imágenes espectaculares, sátira y unos cuantos latigazos al sistema. Nueva leña, Dientes de león y el impresionante y acaramelado Desconocido romperán los suaves moldes que aunque firmes amenizaban la denuncia con una melodía más generosa. La fuerza discursiva se desata y nuestra autora da rienda suelta a un imaginario brillante para hurgar en las fosas más negras de la cadena productiva, el chantaje publicitario, la estrategia subliminal, la pobreza -material y anímica- y tantos y tantos pozos de podrida indefensión urbana en su reverencia más incómoda. 

  Llegamos hasta Lunática, el último poema -y tercero de la serie de tres especialmente breves- de esta segunda parte de Selvación. La cita de Julián del Casal sobre la utópica capacidad de alcanzar el clímax máximo por parte del artista nos retrotrae al síndrome del folio en blanco y aquellas reflexiones sobre procesos creativos de nuestra poeta. La inspiración y la entrega a ella a través de la belleza procedente de la luna son el matrimonio que reclama nuestra atención en la enésima ruptura temática -recordamos: siempre complementaria, aglutinante- de la obra. El término “silvestre” resalta como antaño para abrochar antiguas escenas y anticipar el homenaje final santificado.

   III San Silvestre

  Doble ración de Miguel -Hernández y D’Ors- abre las puertas verdes definitivas entre tribus y flora amazónica: se instaura la misma secuencia de alternancia poemas estándar -moderadamente extensos- vs. tres deliberadamente breves -uno de ellos soneto-. Nos invade una honda densidad de forma y contenido, acaso aglutinante de aquellos mecanismos e imágenes ya ensayados especialmente en Hogueras cenicientas: Nube, elevado a un plano significante aún mayor por la cita de Cernuda, funciona como un perfecto paraguas reminiscente de tantísimos de los elementos disfrutados hasta ahora y reconocidos en retrospectiva: el color blanco, la infancia, el futuro, los escaparates… Más allá de esta técnica de arrastre, el comienzo de la configuración de la última y linealmente decisiva etapa del universo selvado de Carrasco Gil confirma una potencia verbal absolutamente extraordinaria. Casi cada composición será de grandioso calado para la obra y para la mismísima voz poética.

  Con estos brillos alcanzamos Peregrina, un magnánimo poema que inicia una subparte concreta de esta tercera sección, próxima al tema del amor emparejado en su sentido más canónico-romántico. Agotada de tanto sobrevolar ciudades alimentada por la carroña de sus selvas, nuestra protagonista, esa Celia ficcionada personaje de sus propios versos, al fin reúne el tiempo suficiente para poder dedicarlo en el (auto)conocimiento del otro, de esa persona que ocupa y comparte su rutina, antaño colapsada de velocidad esparcida en décimas entre trabajos, oposiciones, estudios y pura supervivencia -como mujer, como humana, como habitante de la ciudad-. Hallará placer y consuelo, lenguas compartidas, abrazos, espacio común saludable.

  En lo estilístico debemos destacar una cualidad fascinante de nuestra autora: sus juegos -como aquellos forjados para acelerar o decelerar la lectura- son dinámicos, no estáticos: contienen variantes, deformaciones, caprichos y licencias dentro del propio repertorio original ideado, lo que los revela como imprevisibles y consolida una forma asumida extrapolable a la poética como conjunto de manifestaciones no imitables. Por supuesto, esta huella ya es visible en Peregrina: le confiere el salto definitivo hacia uno de los textos troncales de Selvación.

  Seguimos con Polifemo, que integra un nivel extra de ludismo gráfico en una de sus líneas y trata el cuerpo silvestre en su soledad y amparado por el ejercicio de la creación, abrazado a una madurez interna de la poeta como ser eminentemente sensible. El tono se desvía ligeramente de la concepción amorosa presentada en Peregrina, pero sospechamos de un contraste de espacio compartido físicamente vs. espacio compartido espiritualmente, sin cuerpo justo al lado, ajeno al fomento único del dúo como manera exclusiva de relación gratificante. Lianas, primero de la trilogía brevísima, apuntala esta idea sirviendo un “reencuentro” de voces y pieles -la génesis de las escenas carnales que vienen a continuación-.

  Política de los afectos se desdobla como el poema más largo de la colección, lo cual produce aún más “efecto tratado” del que ya propone su contenido: de esencia eróticoamorosa, vivimos un auténtico recorrido por los sentidos, con la lengua como máximo exponente comunicativo entre cuerpos deseosos -y madre de toda la obra, desde facilitadora de instrumental lingüístico a herramienta carnal-. El texto se desarrolla excepcionalmente no solo en su propuesta ni en su longitud, sino también en su alto ritmo.

  El siguiente, Minotauro, radicalmente breve -el segundo-, estira la sugerencia sexual hacia el plano de Eros y Thanatos, hacia imágenes mitológicas y legendarias mezcladas de un humo gamberro que expone, entre otros elementos, carreras en las medias. Aguja de pino concluye la primera de las dos grandes fases de San Silvestre: lo hace con la primera cita -de José Hierro- desde antes de Peregrina, esto es, previamente al despegue de esa fase tan determinada acerca del amor novicio, que no se ve “manchada” por ni una sola palabra ajena a la boca principal. En su salida del túnel eróticofestivo observamos una noche de cierzos -tan particulares de la raíz más orgánica de Carrasco Gil-, copas y objetos agudos: agujas, tacones, acupuntura y fotografías paralelas de un abanico morfológico muy jugoso.

  Aterrizamos en San Silvestre en Salamanca, el origen de la segunda etapa temática marcada en esta tercera parte y uno de los bastiones del conjunto completo de poemas. Ángelo Néstore toma el testigo de Rosa Berbel como tremendo exponente generacional en la introducción célebre del texto, perfecto nexo de los dos leitmotivs de la composición: el afecto maternofilial y la creatividad del lenguaje como potencial herramienta generadora de realidades, dos banderas que por supuesto atraviesan ampliamente la obra y que en esta recién iniciada parcela concreta -la cara dialogante ideal de aquella etapa paternofilial revelada en Hogueras cenicientas, entre Chispa y Espeleología– desarrollarán picos encumbradores de sus respectivas esencias. 

  Así, asistimos a la más dulce miel de Carrasco Gil cuando alude a su madre, a sus cuidados, los recuerdos fotográficos de huella imborrable y heredada, a una metamorfosis reptilizadora maravillosa para acercarse más acertadamente determinados comportamientos de la hembra respecto de su cría. Todo ello traduce sus vértebras en el papel de Madriguera, que, además, conecta mediante la cita de Constantino Molina el arrollador color blanco con la propia maternidad. Conserva nuestra poeta el tono cálido, caramelizado, y extiende unos pasos más el dominio visual para jugar traviesa con la fabricación del concepto que titula el poema: ese binomio tan interesante y bello que es “madre – higuera”. La gran novedad radica en el principio de sus líneas: “¿Y qué es ser madriguera?” tiene el llamativo honor de ser la única cuestión interrogada que alberga el poemario, condición cuya fuerza se ve multiplicada al servir como puro elemento iniciático del texto, del que derivarán los demás elementos, en esa tentativa de respuesta.

  Salimos de la madriguera para abrazar el poema-puente por antonomasia: Limonero representa esa especie de composiciones de índole aparentemente interludesca que se sitúa estructuralmente entre las orillas de dos grandes burbujas artísticas -a saber, en este caso: los poemas de corte afectiva bañados de amor madre-hija y los tres poemas finales que rescatan la retrospectiva como clave de artesanía del mejor futuro posible- y que, sin embargo, contiene una fuerte carga simbólica para descifrar con ciertas garantías la completitud de la obra.

  Limonero desglosa el proceso y la definición de ‘madurar’ como concepto decisivo en el espacio que conecta el ser con su entorno .el más cosmológico y el más rutinario-, en un despliegue visual de imágenes plagadas de frutos y alimentos que tienen como base esencial motivos como el amor, la rebelión contra los malos momentos, la elección de compartir vida con otro ser o aguardar lo necesario en soledad y otros tantos temas holgadamente masticados en este viaje literario: el pasado y los recuerdos como recursos indispensables para proyectar futuro. Como última y más próxima conexión interna, debemos señalar la fantástica mención metafórica a la necesaria “batalla contra los cítricos”, ácidos enemigos abominables de la leche materna y su salud.

  A tres esquinas de la salida, este extraordinario jardín laberíntico tan similar a un museo que es Selvación nos propone en su antepenúltimo grito una Panorámica, que inevitablemente atañe al contenido y a la forma: comenzando por ella, hallamos un soneto, el tercero del libro, identificado además como el tercer poema breve de esta tercera parte (tres-tres-tres). La maravilla primera que nos regala esta visión global de lo ya apreciado es la preciada característica de que cada uno de es(t)os sonetos presenta alguna mínima variación formal, lo cual nos traslada una vez más al frondoso plano dinámico del espectacular repertorio de Carrasco Gil: si anteriormente hablamos de cómo sus recursos gráficos mutaban y no se conformaban con imitarse reiteradamente, en esta ocasión podemos disfrutar de una serie de microcambios basados en la propia manera de encarar el soneto como construcción moldeable, inquieta. 

  En lo motivacional, Panorámica es lo que pretende su encabezado: una rica sinopsis de piezas y elementos expuestos en páginas y páginas del museo, constituyendo una réplica futura de Nube, poema que cortaba el lazo inaugural de San Silvestre, lo cual nos permite suponer, y suponer bien, que las reminiscencias traídas a este espacio tocan mucho más contenido ligado a la mismísima tercera parte de la obra que a sus predecesoras, ya retomadas en aquel otro momento. Aquí encontramos, pues, el limonero, la maduración del amor, la madriguera, el tacón como lanza amazónica… 

  No solo tenemos la impresión de estar ante un estupendo repaso de las grandes escenas de San Silvestre, sino que, como ocurriera con Peregrina o Lunática, entre otros, también creemos que estos versos se desprenden muy especialmente de la piel de Celia: de la mujer escritora protagonista de su obra. Consideramos que la confección de su yo -personal y poético- nos confiesa en esta Panorámica toda una hilera de códigos íntimos, menos nominales que los que nos ofrecen las fases de diálogo con papá y mamá, pero igual de autobiográficos que aquellos. En este nivel debemos insertar a su vez Niña de agua -que encarna nuestra protagonista a través de la cita de Lorca como hizo con aquella “muchacha de madera” de Neruda en el poema Nueva leña-, un hermoso canto aliterado y ligero acerca del crecimiento de la figura infantil y su aparejada destreza expresivo-escritural. 

  La selva que habita nuestra lengua conjura la última concesión externa de la melodía de Carrasco Gil: la cita de Joseph Joubert es, como todas las que emergen en las cabeceras de los correspondientes poemas -lo cual supone un derroche de honestidad poco visto entre los practicantes de esas inclusiones prestadas en textos propios- una excelsa bienvenida al poder de los elementos mayores de la composición de la autora. En este caso se trata de una oda al cultivo salvaje de la palabra, en la que se expone la simbiosis que redondea una de las inestimables relaciones del poemario, tal vez la más crucial: lengua-selva. Lo hace empíricamente con el último juego visual -una es poeta hasta el final- y elaborando una magnífica ilustración sobre el brotar verbal en un contexto vegetal, natural en su aspecto más verde y conífero, una ilustración recitada que susurra por la espalda lo proyectado por el primer poema de todos: Selvación da nombre a Selvación a través de este portavoz denominado La selva que habita nuestra lengua, su gemelo, nacido treinta y siete segundos después.

   El paladar aún gotea días más tarde de la relectura de la obra concebida en Ediciones Torremozas. Celia Carrasco Gil  se ha empeñado en conquistar nuestros ojos y guardar su rehén para siempre en un espacio privilegiado de nuestra estantería: nos dejamos enredar sin oposición, deseamos no despegarnos de sus versos viscosos, de su alma celulósica, de su papel estelar rugido a plena luna. Hoy celebramos, muy fuerte, su poesía.

Altavoz Cultural

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