
Rocío Simón
-Editorial Dieciséis-
Hay libros que son promesas. El eco de la voz de Rocío Simón lleva sireneando -valga la dualidad del término ‘sirena’ entre lo escandaloso del dispositivo y lo mitológico de la figura marina- en nuestros tímpanos un buen trago de tiempo. Esa alerta, incrementada por el chivatazo de nuestra querida madrina poética Carla Nyman, no ha cesado de retumbar hasta hacerse grito a bocajarro. El desgarro final se llama Contra el verano y es ensordecedor en calidad, originalidad, potencia y belleza. Editorial Dieciséis no se cansa de sacudir el árbol para dar frutos que rompen la tierra convertidos en diamantes. Hemos plantado la toalla, dispuestos a mojarnos hasta el talón.
Tres citas mayores, una veintena de poemas, una enumeración interna de piel romana, secciones y esquinazos de página para continuar o despedir de bruces, citas y dedicatorias esparcidas como semillas, en un diálogo tremendo entre la amiga y la autora… Siempre decimos que tenemos la suerte de contar con amigos muy talentosos. En este sentido, Rocío Simón nos ofrece un álbum familiar, compartido con voces íntimas -hasta la contraportada, tallada por Rodrigo García Marina-, fotografías autobiográficas y lugares comunes para quien conozca a la persona tras la pluma. Todo ello recorre, como un aroma azul, unas composiciones de extensión muy variada, habitualmente vinculadas a un emblema conceptual que aglutina bajo patrones concisos aunque siempre lo suficientemente libres, permeables.
Las mencionadas citas mayores son consideradas tales más allá de la objetiva concesión de trascendencia artístico-filosófica de sus fuentes: cada una de ellas imprime a fuego un fuerte sello de identidad del poemario en todo su esplendor. Pero hemos hecho trampa: la primerísima declamación es de la propia autora, que toma la palabra antes que ninguna otra voz para proyectar un gigantesco “A mis amigas, por venir”.
Francisco Umbral -cuyo bibliografía resulta troncal para la producción esencial de Contra el verano– nos recibe inaugurando una de las líneas discursivas principales: la paulatina -y trágicamente inevitable- descomposición de la inherente sublimidad a la que aspiramos, esa pureza, esa perfección, esa belleza total. Le sucede un pedazo de Summertime -hit de 1968-, de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong, la cual operará como constante banda sonora del grueso de la obra. Finalmente, completa el triplete un fragmento de la escritora y crítica ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio ubicado en su prólogo a Historia de la leche, de Mónica Ojeda. Expone con rotundidad uno de los elementos cruciales para el comportamiento y desarrollo, miguita a miguita, de la poética de Simón: sobre la fealdad -la no-belleza- a partir de la implacable mirada de la madre. Ya tenemos la sombrilla bien trinchada.
El primer poema, man meets the sea -el único de título no hispanófono-, redondea ya dentro del marco contextual de pie dentro del agua la bienvenida al universo de nuestra autora: tanto como para poder tratarlo a caballo entre el prefacio activo y la génesis simbolista de cuanto se desplegará a posteriori.
Las imágenes creacionistas que plantea -especialmente ligadas a la parte del cuerpo más notoria del repertorio empleado por Simón en cuanto a simbología: las manos (las cuales incluso protagonizan la cubierta del libro)- desenredan ese concepto de génesis al que nos referíamos antes: estamos ya situados en el gran escenario de la obra -donde se desarrollará el noventa por ciento de las escenas-, la playa, en la que sucede la fundación de un templo antiguo, la propagación primitiva de hombres y mujeres, un ritual alrededor de dioses, la revelación del hombre sagrado y la mujer ciega, la práctica -muy recurrente y tan comunicativa para Simón- de tocar los cuerpos, de invitar a compartir, y el regazo y el útero como espacios comunes, ocupados, estables, fundamentales. Nos encontramos en 1995 y asistimos al diseño del hombre, a la multiplicación de los cuerpos en la playa, que asume el rol de localización prototípica del verano. El color blanco del mar es el primer gran color que nos regala la paleta -tan básica, significativa, carente de negro y mayores chillidos- de nuestra autora, cuya obsesión por el azul abrazaremos pronto.
salir del agua sin pisar la arena
La primera composición tripartita describe una costumbre estructural entre las más usuales de la disposición de los textos por parte de RS: vamos perdiendo versos según torcemos la página, de manera que el primero de los fragmentos es el más abundante, el segundo se conforma con respaldar con fortaleza mensajes vertidos anteriormente y el tercero remata con un tono de sentencia que en ocasiones hasta se concentra en una única y solitaria línea -como sucede en este primer juego de tres y ocurrirá asimétricamente en Conversación con un alimento, donde hallaremos la misma secuencia, incluso la misma citada condensación de la tercera pata en un solo verso aislado, si bien en ese caso disfrutaremos de una cuarta parte, posterior a tal sentencia-.
Y qué dos tremendas sentencias, respectivamente -adelantemos ya la futura junto con la cercana-: “tu madre lavó tus pies antes de volver a casa”; “nada podrá saciarme”. En la primera parte de salir del agua sin pisar la arena observamos a un grupo humano muy distinto de su predecesor: diez adolescentes vírgenes mezclan sus pieles con la blanca espuma, no pueden escoger su morfología, su corporeidad, y la arena se pega al líquido amniótico, en un torpe intento por escapar a la fealdad y el horror -lo grotesco como beso negro entre ambos términos-, pues “es difícil no embarrarse”.
El primer uso de la cursiva emerge para deslizar la voz de modo más íntimo, pegada al oído del lector, entre el secreto susurrado, la asombrosa confesión y la reflexión monóloga compartida sin querer. El grupo se divide -en la primera representación del comportamiento colectivo de los figurantes que maneja Simón sobre el tablero: la masa es una constante destinada a la separación, pudiendo llegar a la oposición o confrontación de sus subpartes, en un contraste ellas vs. mí, ellos vs. ellas, ellos vs. mí, entre otros ejemplos decisivos que trataremos en estas páginas-. Tres de las chicas cruzan y siete hunden el rostro en el barro. Como un periscopio de carne, se erige la figura de la madre -su mirada-, escrutadora con la cabeza levantada, para aniquilar a la hija. La fea sonrisa y la sensación de ahogo realizan su primera aparición.
El segundo segmento descuenta participantes y transforma realidades y cuerpos: las diez -las tres vs. las siete- adolescentes vírgenes dejan paso a seis mujeres con barrigones -en un abrazo entre un sutil registro codificado de la maternidad como uno de los temas capitales de Contra el verano y la deformación del cuerpo-, barrigones que están llenos de arena -el elemento básico junto con su hermana agua-. La mencionada sentencia final plasmada en la tercera fase tiene una gemela que levanta la mano un segundo antes: “nada jamás permanece” concluye este segmento.
un día en la playa
La sección en tres y su descenso cuantitativo se reproduce en la siguiente composición, sin alcanzar la unidad en la tercera capa, pero sí su superior brevedad. La primera parte se distribuye troceada en tres estrofas de tres versos cada una y retrata una imagen personal saliendo del agua -incesante el juego de entrar y salir en diversas circunstancias y para diversos personajes- hacia un significativo -y morbosamente cruento- accidente: el tropiezo con las conchas -dejadlas a mano para más tarde- y la instantánea fotografía de la grotesca risa ensangrentada -prima de la sonrisa embarrada-.
Retomamos el creacionismo donde lo habíamos dejado para forjar ahora -mediante la propia lingüística, fuente muy estimada por Simón- los títulos familiares de El Hermano y La Madre (el padre aparece, en ese acompañamiento de salida del agua y paseo hacia el desastre, pero aún no recibe la mayúscula). En el caso de esta última casi resulta redundante a estas escasas alturas, ¿verdad?, habida cuenta de la demostración de poder y autoridad que hemos contemplado desde que comenzamos a leer. ¿Os acordáis de la aniquilación vía ocular? Pues aquí tenéis un perfecto episodio, hasta provocar el deseo de la hija de ahogarse.
El segundo tramo de esta secuencia nos mira directamente a los ojos para hablarnos explícitamente de la madre -como en esas terapias que tras mucho rodeo terminan suponiendo una catarsis en torno al problema central-. El mar y el vientre materno se reparten el significado de ‘flotar’ en una metáfora de dos caras e inmensidades bien distintas. “Quizá por ello los antiguos comenzaron a gritar, dice la autora.
Y recuperamos la angustiosa sensación de ahogamiento: la tercera y más breve parte mezcla histéricamente el mar con las manos estranguladoras, ¿qué manos? ¡Las suyas! ¿Qué suyas?, ¿cuál de ellos?, ¿cuál de ellas?… Leed a Rocío Simón, joder. Qué angustia, qué capacidad para ahogar al lector…
A continuación desglosamos un conjunto de poemas -el primero de los que trabajaremos en estas líneas, siempre compactados desde un patrón común en lo temático y/o lo formal, así como por su sentido argumental desde la propia ubicación en la estructura global, con vistas a lo anterior y lo posterior respecto de cada bloque-. Son cinco, desde “Limpia, fija y da esplendor” hasta cuando era pequeña sí que me gustaba ir a la playa.
“Limpia, fija y da esplendor” es el lema de la Real Academia Española. El poema contiene la primera cita introductoria de las ocho que se hallan desperdigadas a lo largo del libro. Se la debemos a la escritora moldava Tatiana Țîbuleac y corresponde a su impresionante novela El verano que mi madre tuvo los ojos verdes -muchas gracias, amigas de Impedimenta-. Mantiene el foco en los ojos de la madre, mientras nos habla de herencias y bellezas, transmutaciones y dignidades.
Es precisamente la mirada la que baila con la lengua: en este poema de título tan elocuente hallamos la primera referencia al hecho de no ser nombrada (¿por la madre?, ¿por los demás?, ¿por los demás pero sobre todo a ella lo que más le importa es que tampoco y en primer lugar por la madre?). En torno a dicha mirada se instaura una amalgama de incomprensión, silencio, dolor, falta de propiedad, de reconocimiento, en uno de los cantos más brutales al desprecio y su perfecto látigo incomunicador.
El siguiente texto es quiero dedicarme a la moda y gira alrededor de un escaparate tatuado con VERANO ETERNO que contiene un maniquí blanco. La identificación de la voz poética con la figura inanimada refiere a su deseo por prescindir de las palabras para establecer el entendimiento con el mundo, canalizado a través de la mera presencia y la fe. El segmento que continúa a página pasada con este texto nos eleva ante los ojos la mayúscula del concepto de Elegancia, tan poderoso para la construcción léxiconarrativa de Simón, tan natural en la secuencia temática -el concepto de moda como máscara del concepto de identidad y (auto)aprobación del ser- que se arrastra.
El código de las manos posadas sobre la entrepierna -una de las primeras imágenes entre lo sugerente/erótico y lo explícito/sexual, juego al que le encanta jugar a nuestra autora para dibujar la sociedad y sus formas- encabeza uno de los momentos poéticos más experimentales en lo formal, atravesado de preguntas -de diferente tono, mediante el revolucionario recurso de añadir más o menos signos de interrogación-, trufado de cursivas, continente de diálogo interno, con un usted externalizado integrado en el mismo espacio referencial -volveremos a verlo en sucesivas entregas, con la función de voz en off, casi automatizada-) y una nutrida plaga de mayúsculas para palabras como Ternura, Imagen, Nosotros, Amor, Elegancia, Azul, Bella, Grandes Narradores.
Aquellas preguntas sitúan en el centro de la diana otro de los conceptos claves en el desarrollo del mensaje de Simón, reverso de tantos otros como Amor, Elegancia, Belleza o Piedad: el merecimiento -de las cosas buenas-. Completan ese foco las cuestiones sobre si el amor saca lo mejor o lo peor de nosotros, sobre si la elegancia y la ternura son compatibles y sobre cómo se puede predecir el ridículo -uno de los altos temores de nuestra poeta, tan vinculado a la mirada de la madre jueza, junto con el miedo a la mediocridad (“solo un manto azul será capaz de paliar el dolor de ser mediocre”)-.
Amparada en la lejanía, en la condición de ajena que otorga la ficción, nuestra protagonista ansía la elegancia mediante el vestido azul, alcanzar la gloria de la belleza, esa que se percibe en manos de los grandes narradores, en un claro enlace con la tradición literaria más pura en términos de estética. Queda hueco suficiente para introducir las manos como elemento propio del contexto compartido con la figura del amante -que comenzará a ganarle terreno a la familia en determinados puntos del recorrido-.
embarazo prematuro -toma ya, ¡es que vaya azote en el culo, Rocío!- aterriza sin anestesia con cita de -oh, yes, baby, la madrina- Carla Nyman acerca del crecimiento más orgánico, que implica desgracias o premios como dejar de ser llamada ‘niña’, con la arena como elemento delimitador de infancia/adolescencia respecto de la adultez -tan sabia siempre nuestra mallorquina, ains-.
No contenta con el titulazo y la acogida de otra súperpoeta, Simón nos presenta a la abuela: otra figura esencial, y la que completa el cuadro familiar, ligada a un escenario onírico en el que se apretuja un puñado de fresas -cuidado con las fresas y el apretuje, ya veremos-. La abuela es su otra cara, acaso su gemela, acaso su alter-ego. Se fusionan ambas en una sola, en un preámbulo místico-carnal que derrocha potencia visual y fascinación aberrante, el cual introduce toda una secuencia de imágenes extraordinarias: de vientre hinchado y bien teñida de sangre, salen de su útero en procesión un montón de niños -NO de niñas, recordad el ellos vs. ellas- ante la llamada de atención de La Madre y la horrible sensación de ella al no poder nombrarlos.
El desenlace es -como tiende a ser con RS en el edificio- devastador: la mujer marcha a dormir para recuperar algo de juventud “aunque ya es tarde”. Su epílogo -ese último segmento del propio poema en página aparte- constituye, en nuestra humilde opinión, el conjunto de versos más espectaculares del poemario entero (y una de las exhibiciones poéticas más grandes de cuantas hemos leído jamás). Por supuesto, no vamos a desvelarlos. Comprad el libro.
Continúa la saga el poema denominado chipiona, que propone un maravilloso juego con la típica pregunta infantil de ¿dónde veraneas tú? en el centro de la acción. El origen andaluz (RS es de Sevilla, como dato al margen) alberga aquí una pequeña hermandad del sur para exponer uno de los factores más biográficos -y a la postre, con todo el calado de la playa, el mar y el verano, más determinantes- de los ofrecidos por la autora hacia la ruptura de la pared entre ella y su persona.
Encabeza el texto un fragmento del precioso poema de Alba Flores Robla El amor es sencillo a veces -el más coherente para los intereses de nuestra acuática Simón de cuantos ejemplos contiene-, que entrelaza los dedos de los verbos nadar y amar para volcar una escena hermosa entre dos personas amantes. Trata justamente el poema el tema del amor adolescente -en su versión más tradicional de “amor de verano”-, con el chico colocado bajo un Él mayúsculo y una adorable/horrenda imagen de ella queriendo acariciar sus cabellos empapados de sangre -el muchacho se abrió la cabeza-. Qué bonita es la obscenidad, qué dulce es lo desagradable en manos de Rocío Simón -no añadiré aquí un vocativo “, pichones”, pero me he visto tentado-.
La casa aparece a través de la presentación de los muebles -como elemento de infancia, nostalgia, primero, y como símbolo de renovación, más tarde-. Por primera vez sentimos que estamos adentro, bajo techo, acotados dentro del libérrimo espacio del verano playero. Ello -esa pequeña repentina claustrofobia- contribuye a la tensión que desencadenan La Madre ordenando cual ginecólogo el cierre de piernas a la espatarrada hija -en otra captura de cámara directa al repertorio del cual tomamos aquellas manos posadas aleatoriamente sobre la entrepierna- y el polvo, elemento medidor de temporalidad y fiel impregnador de suciedad -hermana simpática de la fealdad, en una versión mucho más amable que la sangre-. Se plantea entonces la necesidad de desprenderse para siempre de la infancia -con muebles nuevos, limpios y carentes de significado (anhelo que se repetirá respecto de la comida materna más adelante, en una suerte de deseo de dejar de sobredimensionar el sentido de las cosas por circunstancias añadidas a su simple esencia no marcada)-.
El último poema de esta serie, cuando era pequeña sí que me gustaba ir a la playa, supone el cierre de esta sucesión y el remate de una trama reminiscente que siembra una gigantesca ristra de detalles, semánticos y formales: el recuerdo del primer amor al venir a la playa, la toalla azul, abrir los ojos como nacer, el primer uso de mayúscula para Papá -que será drásticamente diferenciado de El Padre-, el regreso de El Hermano… y la salvaje confesión de que ella no es considerada La Hermana, sino que siempre fue ‘la niña’ -aun siendo mayor que-.
Entramos en un espacio a pie de mar, integrado en unas arenas más movedizas que nunca, de vómito familiar, capitaneado por una inquisidora madre que interroga a la niña por la llegada -exigencia- de futuros nietos -sí, ellos- y la complaciente respuesta de ella en forma de promesa de niñas -sí, ellas- preciosas, rubias, de ojos azules… perfectas, amadas, agradables, abrazables -adjetivo cuyo antónimo luego será medio título-.
Tal deseo -cargado de ansiedad- se distorsiona hacia un amor genérico, dirigido a las mujeres de su edad, sus semejantes, así como hacia la relación entre otras madres y sus hijas. La parte final conforma visualmente lo que hemos dado en llamar “estructura de bandera”, puesto que la acumulación de texto permanece en la izquierda y en la derecha se concluye el poema con versos extraordinariamente cortos -no será el primer caso de esta forma tan peculiar a doble página-. En ella hallamos el definitivo recuerdo de infancia: ese fraternal vuelo de cometas que dibujaba siluetas en el cielo -guardemos el concepto para dispararlo más tarde con tono amoroso/festivo en torno a la forma de las nubes-.
herencia
Dispuesto en cuatro partes romanizadas -la última de las cuales tiene subsecuencia propia, en páginas y páginas a la derecha-, dedicadas quasi exclusivamente a cada componente de la familia, en este preciso orden: madre, padre, abuela y hermano -¿os sorprende quién ocupa la pole?-.
La primera desmadeja un secreto -pertinentemente contado con sangría en el poema, para abrir ese espacio más íntimo ya desde lo físico del papel-: comparte con su madre un particular llanto adscrito a una concreta forma de orinar -”hacer pipí”, como lo llama la voz poética la primera vez, en una inevitable muestra de asunción del resignado sobrenombre de ‘la niña’, mediante una autoinfantilización desde el léxico empleado-. La conclusión, ya apartada como de un tirón de los versos sangrados, no puede ser más radical, en la recuperación de la voz alta: según su criterio ambas no se parecen nada más que en la forma de orinar.
La parte II refleja la primera dedicatoria expresa a la figura del padre, ligada a otro tierno recuerdo de infancia, entre esfuerzos, pesos y extrañeza identificativa -en un huracanado intercambio de Él, el padre, El Padre y el padre de sus hermanas (como ya nos sucediera en otros instantes tan gráficos en los que se amontonan nada casualmente nombres, referentes y peligrosas parcialidades, el tono de la intencionada confusión nos sabe ligeramente a Mónica Ojeda, tan genial en la herida de lo verosímil).
Llega después la abuela, que ve multiplicado su rostro en todas las ancianas del lugar y cuyo cuerpo está compuesto por nietos rubios, tan guapos, blancos y honestos. Paralelamente a esta imagen se configura la del regazo colectivo: la voz poética se lava las manos en el regazo de Ellas antes de comer. También recuperamos la subida a hombros del padre -aquí Nuestro Padre- en una precisa medida del tamaño de los infantes -nos rompió tanto el uso de este término en el torrente léxico de Simón, dadas las coordenadas. Es como que se puso seria-, así como el feroz rechazo del resto de niñas hacia la nuestra: se harán las muertas antes de reconocerse como su hermana -ella es más sucia, más fea, su cuerpo es distinto y menos normativo, su color de pelo -elemento ya presentado en el texto dedicado al concepto de Elegancia- está fuera de catálogo canónico (luego hablaremos de rubias vs. morenas)-.
Gabriel García Márquez conduce la cuarta y última parte de la pintura familiar: la cita adoptada de su cuento Un día de estos en torno a “la mirada de los sordos” es tan magistral como ideal para el despliegue caóticamente controlado que se nos viene encima en la que es la sucesión de subpartes dentro de una subparte, la primera de ellas la originalmente dedicada a cómo jugaba la niña a oscuras con su hermano y cómo hubiera sido -ello, ellos- sin la inconscientemente reconocible omnipresencia parental.
El siguiente corte de esta tarta extra nos regala uno de los trozos más fabulosos de todo el poemario: esos niños jugando afuera a matar con la pelota bajo la ventana de ella a puro golpe -pummm- de onomatopeya -acaso uno de los efectos especiales más inmersivos de cuantos nos aporta Simón-. Rocío, esa niña, sufre porque quiere jugar con ellos -entonces, ahora, siempre, ah-.
¿Notáis cómo hemos estado al menos mínimamente alejados de la playa un rato, en familia, pero en casa? La siguiente sección de este largo tramo cuadruplicado doblemente supone el retorno a la arena: ante una figura masculina-amada que se identifica con un mayúsculo Él, la voz del padre sugiriendo que por la mañana se está mejor en la playa, apremiando a los interesados en acudir prestos a una arena que por primera vez se describe como Sucia -a la par que se estrena la naturalidad frente a ello: nuestra protagonista no sufre por ello, sino que logra alcanzar la indiferencia (hacia la Suciedad de la arena y, por lo tanto, hacia la propia aceptación de todo lo que implica en términos de fealdad, riesgo personal, señalamiento estigmatizador, etc.).
La última parte de esta última parte recrea una auténtica pesadilla tejida desde un enjambre de niñas blancas que tiene lugar adentro de nuevo. El rezo, la espiritualidad que vierte la escena, más hacia lo escalofriante que hacia lo conciliador, la elevación mayúscula del Hijo como portador del alimento sagrado, el terrible efecto punzante del unísono de ellas -las niñas-, decididas a una visceral autofagia… Vaya cuadro grotesco y brillante -para quienes dicen que no existe como tal la etiqueta “poesía de terror”-; por supuesto elemental para el conjunto semántico.
contra el verano
El emblema homónimo, cultivado en esta ocasión (vs. aquellos poemarios que lo sitúan en el primer poema vs. aquellos que lo sitúan en el último) en el epicentro estructural -página 55 de 101-, lleva aparejada una cita del poeta Guillermo Marco Remón sobre el ‘raro verano’, ese tan interesantemente contradictorio concepto que evoca el sentimiento de triste inapetencia durante una época tan típicamente feliz -acaso el verano ha tenido siempre una magnífica agencia de publicidad detrás, tan empeñada en que nos guste mucho y nos alimente de puro placer-. Con ella en la bolsa nevera volvemos a la playa para degustar otras tres partes -no numeradas, sí decrecientes en extensión- para uno de los textos más dolorosos de la obra.
El fin -entendido como término y finalidad vitales- arrolla el reposo, el proceso. El estrés y la velocidad consumen la experiencia y el tiempo devora nuestra búsqueda de asentamiento. Entremedias localizamos tesoros sangrientos, perlas como “las niñas intuyen que recoger las conchas no servirá de nada”, o la decepción de la pareja parental al asistir al desprecio de ocio playero por parte de la niña, que prioriza dormir todo el día -quizás así puede conservarse más tiempo joven, eh-.
Tocar y decir se funden en un mágico tándem sensorial alrededor de otro dramático encuentro maternofilial. El hambre y la comida polarizan la subordinada discusión sobre el amor, el reconocimiento y la oportunidad de ser y estar; la conclusión es otro de los álgidos picos de Contra el verano: la hija añora volver a comer la comida de su madre y poder valorarla por su sabor y no por su significado -de aquellos muebles nuevos a esta comida de toda la vida, renacida-.
Procedemos ahora a desengranar otro conjunto de poemas (cinco, otra vez), desde acción de gracias hasta una receta para ser amada, siendo el central, un bodegón vacío, particularmente denso, el cual en cierto modo inicia otra forma de extensión que hasta entonces apenas tenía hueco respecto de poemas más o menos largos: se inserta ocupando mucho el espacio de la página en todas direcciones, hasta saturar el papel y, probablemente desde la voluntad autoral, causar sofoco.
acción de gracias es, pues, el primero de una serie muy enlazada al amor y el cuerpo, a menudo representados con total explicitud, en ocasiones ocultados bajo mantos de simbolismo y estelas manchadas. Este texto nos muestra la preocupación por caer al río -anomalía acuática en la habitual representación del mar y la playa-, sin un vientre caliente y hermoso -nos retrotrae aquellas mujeres con barrigones- y una estimulante explicación en cursiva: no conoce intimidad sin ojos cerrados, sabe que no puede ser elegante, alargarse hasta el mar y repartir lo comestible del pavo entre los hombres.
El siguiente poema es algo inabrazable -cerramos otra puerta desde cuando era pequeña sí que me gustaba ir a la playa– y trasciende los retales de la infancia más láctea: caer sobre un manto hecho de manos inmaculadas -tan blancas, puras, tal vez virginales- y disfrutar de los muslos de calcio -en una sucesión de imágenes muy propias del nacimiento, de la etapa más minúscula de nuestra existencia en términos de inocencia y dulzura-. Todo ello frente al dolor, que se soporta con un palio en la cabeza, en un nuevo reflejo de ese suspirado anhelo por conservar la juventud -en este caso tan vinculada a lo genético-biológico-.
un bodegón vacío -de tremenda contradicción visual a ojos de relectura- retoma el tú-por-nosotros emparejador para levantar otro de los monumentos poéticos de la obra. Comienza con un juego de tres versos iniciados con una reiteración en “a…” (“a diario”, “a todos los hijos”, “a las hijas”) y aúna en un mismo campo alimentar y besar, en una miscelánea de alimento con erotismo y toque letal (salpimentado en la imagen de comerse a todos sus maridos, o desde la composición del escalofriante collar con los talones -no perdáis de vista el talón como otra parte escrutada del cuerpo- de sus amantes).
Recuperamos las fresas para ser estrujadas en la escena del beso apasionado, escena que, por muchos motivos, choca frontalmente con otra visión capital, gigantesca, anticipadora de una de las secuencias mayores de la obra completa: la imagen del cocido materno -el talón y el cocido ya están servidos para la consiguiente finalidad-, que entronca con el temido verbo ‘engordar’ -de tanto amor maternal, como una suerte de Gretel biológica-.
Vamos al fuego detrás del humo: el siguiente poema, titulado una profecía, desarrolla en plano secuencia la sumersión de la niña recién nacida en la sopa de su madre, que la sujeta por el talón, de forma que solo este y la mano de ella quedan afuera del recipiente. La expresión de la contundencia sube un grado más en la escala de crudeza cuando el final del poema sentencia: “quizá pronto puedan nombrarme sin vergüenza” -sentimos en nuestros huesos una infinita misión de reconquista desde entonces, tan bañada de deconstrucción, idealismo y autoaceptación, púgiles de una pelea con la misma máscara-.
En respuesta parcial a ese demoledor final surge la siguiente melodía, parida bajo el sublime nombre de una receta para ser amada. Estamos, efectivamente, ante una receta, una de esas que te trata de usted y te indica, paso a paso, cómo llevar a cabo la elaboración del plato, tan precisa en este momento del poemario en el que se desboca el diálogo entre cocina y comida. Es el segundo poema de la serie -tras algo inabrazable– que prescinde de la cursiva como estrategia de marcaje.
Talón, pubis y alimento -todos ya tan familiares- caminan como las grandes banderas delante de unos versos que se dirigen al precipicio de “almacene hasta el próximo verano”, después de haber despachado una de las composiciones más originales, potentes y enriquecedoras de la serie y del conjunto.
conversación con un alimento
Elevamos la apuesta culinaria con un menú de cuatro partes, repartidas en extensión aproximada como breve-larga-solo una línea-larga, desarrolladas bajo subtítulos propios que acompañan entre paréntesis al número romano correlativo: acercamiento; debate; rendición; adoración.
acercamiento y debate mantienen un diálogo más estrecho: basadas ambas en el régimen pecado-perdón y en la firme presencia masculina -primero son diez hombres, en debate se reducen a cuatro, pero incorporan el signo de la familia- ante el vientre de ella, servida sobre la mesa. Los melocotones se convierten el nuevo alimento fetiche tras las fresas y la casa de la playa contribuye al hambre -como actor secundario aparece el pubis-. La escatología sutil también roba unos instantes a la cámara en una de las imágenes más negras de la obra.
rendición es en sí misma, como dijimos, una de las mayores, transcendentales, sentencias del poemario: “nada podrá saciarme”. La última entrega del cuarteto reproduce el efecto endomultiplicador y se expande muy ampliada en otras cuatro prótesis. Comienza con su búsqueda de incremento de autoestima mediante la práctica de dormir desnuda, confesión insertada en un discurso lleno de humor, ironía, tragicomedia.
La segunda estancia mete de nuevo el dedo en la llaga para confirmar que sigue sin ser Elegante, y añade que ellos odian a las embarazadas que hablan gritando y que quiere dejar de ser adolescente. A ello se le anexionan dos deseos poderosos -y especialmente audiovisuales-: 1) que alguien se baje los pantalones en la calle, 2) saber qué decir en todo momento, como los niños de la Lotería, tan guionizados.
Asistimos a continuación al acontecimiento de la introducción del Yo mayúsculo en el texto. Un Yo dedicado a doblar las sábanas azules -”esquinita con esquinita”, en otra muestra de lenguaje aniñado- ante la mirada de Ella, su madre, que independientemente está doblando las prendas de su hija encerrada en un armario, con los ojos cerrados -una de las escenas más inquietantes de Contra el verano, que nos trae a la mesa la Carcoma de Layla Martínez o ciertos cuentos de De un mundo raro, Solange Rodríguez Pappe-.
La parte final de esta subtrama dentro de adoración funciona a modo casi de colofón después de todo lo dicho: “ojalá ser tan detallista como una mujer al borde de un ataque de nervios”.
Nos disponemos a disfrutar, aún vibrantes, del tercer y último conjunto de poemas (cuatro, que son cinco si sumamos el último poema del libro, apartado para darle su foco particular como bien merece). desde el cielo está a punto de toser hasta clases de natación para niños.
el cielo está a punto de toser -que cuenta con otro de los más geniales títulos de toda la colección- engloba bajo su paraguas dos elementos queridos: las nubes y los melocotones. Las primeras juegan al juego de las formas en el lienzo celeste, con el amante y su mirada, con las posturas y siluetas, heredadas las instrucciones de aquel divertimento fraternal infantil cometas-en-mano. Los melocotones, recordemos, han sustituido a las fresas. Todo ello se ve aderezado por una brillante cita de otra poeta amiga: Laura Rodríguez Díaz.
un hombre y una mujer pasean alrededor del mar contiene palabras de David Roldán Eugenio, que confronta consuelos y dinámicas asimétricas según su criterio: no tener hijos pero poder tocar el mar. Dividido en dos partes, la primera alarga la extensión para ceder más espacio en blanco a la segunda, que agradece esa mayor acumulación de silencio: una espléndida escena de rutina en pareja evoluciona hasta la secuencia en primer plano de él comiendo el almuerzo sobre una mesa llena de polvo.
verbo -nombre sencillamente perfecto, entre otras razones, por la fluidez con la que dota al conjunto: Simón hace muchas cosas bien desde el aspecto más técnico-literario, pero sin duda una de las más notables es su excepcional capacidad para “novelar” el poemario, de manera que la sucesión de textos nunca resulta abrupta, tosca a los ojos, por más justificación que tenga la agrupación de ciertos poemas; en este caso emplea uno de sus recursos favoritos: iniciar el nuevo texto contestando, ampliando o profundizando lo inmediatamente último que dejó expresado el anterior- supone uno de los poemas más inaccesibles de la autora, en tanto en cuanto los sujetos activos de la escena pueden hallar referentes reales en las relaciones madre-hija o -la opción, creemos, más evidente- entre amantes. El creacionismo del otro individuo de nuevo a partir de las manos propias asciende aquí hasta una atmósfera más cálida y suave -en oposición a aquella fría, tan impersonal secuencia de nacimiento colectivo en el primerizo man meets the sea-, construyendo uno de los fragmentos más agradables de Contra el verano.
clases de natación para niños clausura la serie abandonando una vez más la playa por otra condensación acuática, en esta ocasión por la piscina. El poema es ciertamente denso e impactante, abrigado por una cita introductoria de Mónica Ojeda, perteneciente a su tremenda obra Nefando: “El padre la ahogaba para que no se ahogara”.
Simón colecciona en esta segunda parte del poemario -si trazamos una línea absurdamente divisoria hasta su centro exacto- una horda de joyas. Este poema es otro de los que explica por qué la leemos. por qué nos paramos tanto, por qué ha cumplido aquella promesa involuntaria.
Nadar no podía faltar a su cita con el resto de verbos-cumbre del lexicón de la autora, entre tanto líquido… El monitor en cuestión resulta ser el elemento humano más externo y prescindible -argumentalmente- del poemario. Pero con él regresan las niñas -sí, esas niñas, el puto enjambre platino-. El flashback es completo -y terrible- cuando se desvela la capacidad para “avanzar en la gravedad dilatada” -propia del mar, propia del vientre materno- y se rememora el pánico a la fealdad corporal al desear que solo se le vean sus pechos por accidente.
La distribución final de los versos restantes homenajea nuevamente al “estilo de bandera”: se eleva hasta el punto más vertical del poemario una habitación azul que contiene a su madre, encerrada de nuevo, sin voz ni ventanas ni puertas, solo comprensible -qué brutal paradoja- por su hija en su comunicación más gutural. La vergüenza y la certeza de haberla querido quedan también liberadas. ¿Es una pasada o es una pasada? Pues debéis leer el poemario para verdaderamente poder experimentar la emoción llegados a este estallido: una extraordinaria consecución bella, inabarcable en significado y sentimiento. El perfecto final si no fuera porque hay otro igual de perfecto, esperando en la casilla de salida.
“como una mujer que se viste de azul y de pronto sonríe y le vemos un diente de metal” es una oración perteneciente a un fragmento de Las Ninfas, de Francisco Umbral, muso de Simón para la confección del espíritu de Contra el verano. Este título opera en dos sentidos: comparte formato entrecomillado con aquel que recogía el lema de la RAE. Por otro lado, cierra con broche dorado el círculo de la sublimidad mancillada, abierto por el propio Umbral al mismísimo pre-comienzo del poemario. El azul también es color parafraseado para el uso personal durante el camino.
Es un espectacular epílogo -si antes incidimos en el hecho de que RS sitúa sobre el epicentro de su libro el poema que le confiere su nombre, ahora debemos echar otro vistazo a la tradición más actual para subrayar esa tendencia a hacer del último texto un enorme baúl con muchos de los elementos esparcidos durante el trayecto, visión que desde luego solo tolera quien ha andado, centímetro a centímetro, dicho camino-.
El polvo, el azul, La Palabra -ya mayúscula, sin disimular-, los muebles nuevos -¡los muebles nuevos!-, por supuesto: las manos, la arena… La madre expuesta, al fin, como el templo que es, el verano caliente… Todo el poema es codificado con su imaginario y el desarrollo natural de su argumento, en un ejercicio sublime de identidad literaria y respuesta autobiográfica.
La habitación era sepia -pigmento típico de las fotografías antiguas- y en ella se constituye, finalmente, un ‘nosotras’. Ese pronombre es la victoria, el triunfo, la definitiva gloria frente al pasado, al (auto)rechazo -acaso deberíamos poner auto(rechazo) para volcar adecuadamente el énfasis-, sobre aquella mirada aniquiladora, contra la eterna espada de la mediocridad-fealdad-rareza como estigma paralizante. La voz poética asume, entonces, que será eternamente vulgar.
No os podéis hacer una idea de cuánto hemos gozado con este primer libro de Rocío Simón. Qué poeta. Enhorabuena a la maravillosa editorial que ha puesto sus manos sobre sus versos, enhorabuena a quienes la han nutrido con sus obras, sus palabras, sus amistades; enhorabuena a quienes celebramos la Literatura: hoy somos más felices.
Altavoz Cultural
CUATRO PREGUNTAS A ROCÍO SIMÓN

¿Cómo se gesta Contra el verano desde cero? ¿Has tenido que cerrar una etapa vital para poder tomar la perspectiva necesaria al tratar esas partes de tu pasado que implican recordar la infancia y la adolescencia o estamos ante una obra que ya estaba muy meditada mucho tiempo antes de su reciente publicación?
En general, creo que es difícil señalar el inicio de un proyecto en que se ha trabajado durante mucho tiempo. Contra el verano nace durante la cuarentena de 2020. Llevaba un tiempo tratando de reunir una serie de imágenes que me sirviesen para armar un proyecto de poemario que mantuviese una cohesión estética y temática. Dentro de esas imágenes estaban el color azul y el verano como un espacio tierno pero a la vez hostil (como la infancia). Más adelante recogí también la idea del binomio elegancia-vulgaridad, que tenía mucho que ver con Las ninfas de Francisco Umbral. Siento que el libro ha acabado siendo una cosa muy diferente de lo que yo concebí hace dos años, y más aún tras el proceso de edición, en el que han cambiado muchas cosas, por lo que es difícil reconstruir el camino recorrido. Por otra parte, creo que es un error leer Contra el verano en clave puramente autoficcional; es decir, es cierto que hay detalles que proceden de mi propio archivo memorialístico, pero están deformados, plagados de mentiras y concesiones. Lo que quiero decir es que no sé si el libro gana mucho (y quizás hasta pierda) al leerse pensando en mí específicamente como sujeto detrás de la voz poética. Lo que yo quiero poner sobre la mesa es una feminidad cuya belleza se interrumpe, cuya elegancia se interrumpe o no existe, como el verano no es siempre tan bello como lo recordamos. Por ello, no siento que haya «tenido que cerrar una etapa vital», sino reflexionar en temas que me importan y que creo que son relevantes y tratables dentro del espacio poético. No siento que sea una escritura desde el trauma o el duelo. Pero desde luego que sí que hubo una meditación muy densa antes de la publicación.
Continuando con el factor cronológico, Contra el verano está plagado de referencias, citas y dedicatorias relacionadas con poetas que son amigas (o amigas que son poetas): Carla Nyman, Laura Rodríguez Díaz… ¿Cuándo decides insertar todas esas voces en tu libro?, en el sentido de saber si has ejercido una fuerte posproducción o has sido lineal en cuanto al proceso creativo de la estructura y la sucesión de textos. Asimismo, ¿qué te aporta, más allá de Contra el verano, el hecho de compartir tanta poesía, tanto arte, tanta vida con esas personas que también configuran un imaginario cultural?
Las dedicatorias a Laura y Carla han sido posteriores a la escritura de esos poemas. Me apetecía mencionar sus nombres en concreto por cuestiones puramente personales: creo que son dos personas que me han visto crecer personal y literariamente y que me han acompañado a lo largo de la creación de este libro. Fue mi manera de devolverles la confianza ciega que tenían en mí. Evidentemente todas mis amigas me han apoyado siempre, pero creo que con Carla y Laura ha habido un mayor intercambio de textos, de lecturas que quizá no haya tenido con otras personas con las que tengo una relación diferente (e igualmente estupenda). Con respecto a las citas, sucedió al revés: partí de las citas para escribir esos poemas. Algo que sí que me parecía interesante era incluir citas de autores jóvenes, que quizá no tengan tanta trayectoria como autores más consagrados, quizá como una declaración de intenciones o como una forma de pensar en qué compartimos todas nosotras siendo nuestras escrituras tan diferentes.
Por otra parte, desde luego que la composición del libro no ha sido lineal: el orden de los poemas ha cambiado muchísimo y no aparecen en el orden en que fueron escritos. También hay muchos versos y poemas eliminados…
Con respecto a la última pregunta… creo que depende de cómo se mire. Es decir, en mi caso, introducirme poco a poco en diversos círculos vinculados a la literatura y la cultura me ha llevado a encontrarme con situaciones que me han parecido personalmente hostiles, y otras profundamente maravillosas. He conocido a personas preciosas y establecido lazos que sé que van a durar mucho tiempo pero, como siempre, siento que en cualquier espacio relacionado con el arte se generan una competitividad y un narcisismo que me agotan. Ya me pasó en el mundo de la danza. Lo bueno es que, en esta ocasión, no tengo que entrenar seis horas al día con un grupo de escritores: solo tengo que cerrar Twitter. En lo relativo a la escritura, sin duda creo que el poder intercambiar impresiones sobre lecturas y escrituras con gente cercana ha sido muy enriquecedor, cosa que quizá no he podido hacer tanto con otros amigos que no tenían tanto interés en estas cuestiones.
¿Qué componentes -temáticos, lingüísticos- especialmente vinculados con tu formación académica podemos hallar en tu poemario? ¿Qué leías durante la escritura de Contra el verano?
¿Con mi formación académica? Supongo que sobre todo hay un cuidado más minucioso en el uso del lenguaje, además de que mi escritura está necesariamente cruzada por lo que he leído y debatido durante el grado y el máster. Algo más específico podría ser el uso de las mayúsculas en mi poemario… creo que se nota que me he interesado por la filosofía a la hora de investigar. Del mismo modo, en mi último año de carrera tuve que hacer un trabajo para la asignatura de Poesía Hispanoamericana del XX que consistía en hacer una antología de poesía hispanoamericana que girase en torno a un tema, y prologarla. Mi tema era el color azul. Me ayudó mucho a generar un discurso estético para mi poemario. Había poemas de Blanca Varela, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Mario Montalbetti, Pablo Neruda, César Vallejo…
Durante la escritura de Contra el verano leí muchas cosas, ya que fue un proceso muy largo, pero diría que las obras que más me influyeron (consciente o inconscientemente) fueron La edad de merecer (creo que la influencia de Berta García Faet es más que evidente), Helena o el mar de verano de Julián Ayesta, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes de Tatiana Țîbuleac, Nefando de Mónica Ojeda, Una familia en Bruselas de Chantal Akerman… Esas son las primeras obras que se me vienen a la cabeza. Creo también que se nota que he tenido más influencia de novelas que poemarios para este libro, ya que está escrito de manera muy narrativa (¿no?). Lo que estoy escribiendo ahora, sin embargo, es muy diferente…
¿Cómo ha sido la experiencia con Editorial Dieciséis? ¿Qué planes promocionales, tales como firmas, presentaciones y demás saraos, tienes en la agenda a corto y medio plazo? Ah: ¿dónde vas a pasar el verano?
La experiencia con Editorial Dieciséis ha sido maravillosa. Estoy muy contenta con el resultado tanto a nivel estético como literario, y tener a Alejandro como editor es un regalo. Es un lector muy exigente y muy minucioso, pero creo que, sin él, el libro no sería lo que es ahora. Nada que ver con lo que les envié en septiembre de 2021. Creo que es una editorial que cuida mucho de sus autores.
Todavía no ha salido el cartel, pero el 23 de julio me presenta Carla en la Librería MaryRead a las 12:30, la hora del vermú (o en mi caso, de la cerve). En principio también se hará una presentación en Chipiona en el mes de agosto, y durante el otoño me gustaría presentar en Salamanca y Granada, pero aún no hay fechas concretadas. En navidades Laura me presentará en Sevilla y en algún momento me gustaría repetir en Madrid, aunque esa segunda presentación será diferente… (¡es una sorpresa!).
En el mes de julio me toca quedarme en Madrid porque trabajo. En agosto iré dos semanitas a Sevilla (a morir) y una semanita a Chipiona (¡qué menos!).