

Querida Isabel:
Me alegra poder escribirte mientras te miro en color y sin fecha de caducidad en tus palabras.
Desde pequeña me columpiaba en tus dos alturas de apellido; esas en las que cualquier rodilla
de madre te parece un abismo seguro. Crecí con tu nombre repetido en las estanterías y el
realismo se hizo mágico en cuestión de segundos.
Siempre me ha llamado la atención tu acento variado y esa voz morada que se abre paso en un
mundo que necesita mucha mano de mujer con la que acariciar las letras.
Nunca había pensado en el sonido del ruido hasta que te escuché hablando del siencio con los
ojos cerrados y las pestañas iluminadas del primer rayito de la mañana de septiembre.
Eres lectura obligatoria en los colegios y nunca me cansaré de decir que la verdadera casa la
siguen haciendo los espíritus de quienes nos enseñan a escribir sin miedo a pronunciarlo todo
en alto.
Hay muchas leyendas por aquí pero ninguna tiene el brillo de tus pupilas al abrir cualquier
conjunto de papel entre las manos. No hay anillos que valgan ni arrugas que rían lo suficiente
mientras nos columpiamos todos en esas rodillas de madre donde nada puede pasarnos.
Gracias por hacer magia de todo lo que parecía real.
Atte.:
Los fieles admiradores de tu espíritu.