Eduardo Ruiz Sosa
-Candaya-

La pluma de Eduardo Ruiz Sosa es una pluma consagrada. Una de las grandes propiedades que se derivan de ello es su tremendo sentido de responsabilidad al tratar a través de su literatura aspectos y circunstancias que nos golpean con la más cruda realidad retratada, con la transparencia más sucia y cruel, con temáticas productoras de esa empatía tan ahogada en lágrimas que solo brota cuando el fondo de la narración es tan severo como descorazonador.
No es El libro de nuestras ausencias una obra amable, que persiga la dulcificación de los terribles hechos que envuelven sus pies de verosimilitud e imagen periodística en vivo, a través de unos personajes arrolladores, capaces de todo, incluso de sobrevivir. No es amable, decimos, porque no necesita ser amable: la elegante y a su vez rauda, agilísima prosa de Ruiz Sosa invade cada espacio de la historia para transportarnos al frío y al dolor con un vehículo de verdad, de empirismo y de contundencia.
La figura de Orsina, la protagonista, canaliza -de forma prácticamente universalizadora- la grotesca ausencia de tantas y tantas personas en el contexto sociocultural específicamente mexicano -pero, insistimos, permitiéndose arrojar similitudes con otras latitudes y longitudes igualmente atravesadas por el horror de la ausencia brutal, criminal y quebradora de vidas-. Huelga decir que México es especialmente desgraciado en estos términos, machacado por un presente de droga y terrorismo traficante, atestado de secuestros y desapariciones.
Nuestro autor es un maestro del bolígrafo convertido en pincel descriptor del panorama en el que se inserta la acción. No obstante, no trabaja solo en el ámbito escenográfico o en el psicológico respecto de la evolución procedimental de los diversos personajes: El libro de nuestras ausencias contiene teatro, como fondo, intrínseco al íntimo desarrollo personal de los individuos principales que pueblan las páginas, pero por supuesto también como forma indirecta, en una intelingentísima decisión por la óptica de doble capa ficcional, lo que produce un efecto magnífico en el motor comunicativo del texto.
Y añadimos: la fórmula teatral está tan bien construida, es tan pertinente y capaz. El engranaje narrador activa vías simultáneas conforme avanza la trama desde una secuencia que responde a actos, entremeses, acotaciones y artificios varios nacientes en la naturalizada inserción del concepto más vivo de ‘puesta en escena’. Esta técnica proyecta algunas virtudes incontestables, de las que vamos a destacar dos: la riqueza, la complejidad positiva -o bien entendida- de una madeja estructural ambiciosa y muy adecuadamente filtrada por ese prisma difuso del formato tridimensional; por otro lado, la activación del enfoque teatral desliza una amortiguación bellísima de la recepción de los impactos que trufan la escabrosa trayectoria por la que discurre la búsqueda de cuerpos y respuestas.
La aventura del horror se muestra recubierta de voces, ecos, reminiscencias atemporales, miedos y mucha angustia atada a la muñeca de una adrenalina imparable. Las referencias populares, las figuras históricas y los lugares reconvertidos, actualizados o transformados en su sentido más mutante intercambian sombras sobre un largo papel nunca del todo escrito, siempre incompleto. La pluma de Ruiz Sosa aprieta, cede, vuelve a apretar, tolera silencios como herramienta descompresora, acierta con una expresividad lírica que eleva hacia la luz algunos de los instantes más inefables del viaje.
El resultado es coral, de una composición soberana, imponente. Su densidad es una grata noticia en términos de exploración para una obra -y una historia- que se antoja infinita. Nuestro abrazo a su autor, nuestro aplauso a Candaya por su magnífica apuesta. Persigan sus ausencias, siempre.
Altavoz Cultural