Termino otro día de jornada laboral, ya he marcado como “done” la casilla de hoy. 

Subo al tren como cada día, a la misma hora, con la misma expresión de siempre. 

Ya se nota el paso de los días y los años en los que mi cara ha ido adoptando esta forma, así que ya tengo unas incipientes arrugas en el entrecejo. Tengo que obligarme a no fruncir el ceño, aunque supongo que si sonriera más también tendría más patas de gallo; me consuelo. Es verdad que esas líneas seguramente me favorecerían más, serían como “rayitos de sol”, la expresión con la que mi tío las bautizó cuando era niño.

Sigo el mismo proceso de cada día, subo al tren y giro a la derecha para sentarme en los asientos laterales, con la espalda pegada a una de las ventanas, y mi cuerpo orientado a la ventana de enfrente. Entre esta y yo, un pasillo y cuatro asientos de distancia.

El ritual sigue: Me quito la chaqueta, la pongo encima de mis piernas y, sobre ella, mi bolso.

En mi móvil hay algunos mensajes, decido no leerlos. También intento no escuchar el ruido de mi alrededor. Sobre todo el de los universitarios escandalosos con esas conversaciones que no dejan de ser unos discursos particulares donde cada uno de ellos intenta demostrar al otro lo maduro que es y lo mucho que sabe de la vida. Hace tan poco que yo tenía esa edad, ahora por supuesto los veo como unos niños que quieren dejar de serlo.

Saco el libro y vuelvo a sumergirme en la historia que está siendo mi refugio estos días, con Danna, Robert y Ben, los integrantes de la familia que estoy conociendo tan bien. 

No llego ni a los cinco minutos de lectura hoy. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, está a punto de estallarme.

Esa sensación extraña que me acompaña casi siempre, la de que hay muchas cosas que están mal y se deben arreglar. Aunque no sé exactamente cuáles son todas esas cosas ni mucho menos cómo arreglarlas.

Si evito caer en el victimismo, pienso: “¿estoy haciendo de la preocupación una forma de vida?”. No, no y no. Tengo muchos problemas, cosas por las que debo preocuparme. Vuelvo a sentir las arrugas en mi entrecejo.

Cierro el libro y con él, los ojos. Noto como estos se van aguando y ni siquiera sé por qué. No quiero abrirlos, no quiero que nadie me vea. Como me gustaría ahora ser una tortuga y esconderme dentro de mi caparazón, un caparazón oscuro y solitario.

Poco a poco voy notando como mis ojos van volviendo a la normalidad y ya decido abrirlos.

Esta vez la visión que tengo justo enfrente ha cambiado, ya no están los universitarios con sus pies encima de los asientos. En su lugar hay una señora, con la cabeza descansando tan delicadamente en su mano, mientras mira por la ventana. 

Hay algo en ella que hace que no pueda dejar de mirarla. Es menuda y delgada, debe tener unos setenta y largos, quizás ochenta. Lleva unos pantalones grises holgados y una camisa rosa pastel, con un buen escote. El colgante y pendientes estilo hippie le quedan increíblemente bien.

Encima de sus piernas tiene una mochila pequeña de colores. La comparo con mi cartera gris y de repente me veo gris toda yo. Ella es de colores, yo, no.

Su postura es exquisita, está muy relajada y pienso como me gustaría saber dibujar mejor para hacerle un boceto. Se la ve tan cómoda en ese asiento de plástico, con su brazo izquierdo descansando en su regazo, sobre su bolsa de colores, el codo derecho apoyado donde finaliza la ventana y su mano sujetando su mejilla.

La media melena blanca le enmarca la cara, cuya piel es de color claro y mejillas sonrosadas, y todo esto lo combina con unas gafas de sol que le dan un toque glamuroso. 

La luz que entra por la ventana le baña el rostro y aunque solo alcanzo a verle el perfil, su expresión es una de las imágenes más bonitas que he visto últimamente. 

Su sonrisa es plácida y disfruta del paisaje que se va presentando delante de ella como si fuera una película: playas y más playas, la arena tostada, el mar inmenso, el cielo azul, el sol calentando su piel a través de la ventana. 

De golpe me encuentro yo también mirando adonde lo hace ella, con ganas de percibir lo que le provoca esa expresión de paz. Veo todo el paisaje como un descubrimiento, con los ojos de la primera vez. Con esos ojos que hace un momento estaban cerrados, apretados y húmedos, sin saber muy bien por qué.

Noto como mi ceño se relaja, el paisaje es precioso. El tren está en movimiento y poco puedo fijarme en las personas que en el exterior van decorando ese bonito cuadro enmarcado. 

Hay gente sola, en grupo, jugando con perros, haciendo ejercicio…. Relajados. Están bien. Están en un lugar afortunado.

Yo estoy en un lugar afortunado. Soy afortunada. Pero mis ojos estaban cerrados y apretados. Sin saber por qué.

Con un movimiento dulce, la señora mete la mano en la mochila de los mil colores. Saca algo que no consigo identificar hasta que lo extiende. Se levanta y con la ayuda de su bastón guía, se dirige a la puerta. 

Me levanto y la ayudo, ella me da las gracias con una voz igual de dulce que su sonrisa, mientras se apoya en mi brazo.

Su mano está caliente, la mano en la que apoyaba su mejilla y a la que le daba el calor del sol.

Le ayudo a bajar del tren, miro como se aleja, desde dentro, esta vez desde la ventana que tenía a mi espalda. No se desdibuja su sonrisa mientras se va abriendo paso.

Me siento en el lugar que ella ha dejado libre. Adopto su postura y, con ella, quiero adoptar también esa paz.

Gracias, señora de la mochila de mil colores.

Melania Santamaría

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