Crece alta literatura visual en nuestras palmas, entre nuestros dedos; se debe a una de las voces más rompedoras de su campo: Anya Martin es generosamente original, tanto que no podemos decir que escriba como X o que Y escriba como Anya Martin. Grass es única en su especie. Estamos ante una obra de arte plástica realizada con palabras, ante un lienzo hipermanchado, hipermancillado.

Hierba y hierba: una crece y otra consume, ambas se abrazan con la protagonista en medio de sus tallos y sus músculos de humo mientras se aprietan, hasta concluir en una mujer hecha de grises y morados, de verdes y rojos, que sale de las tinieblas con magulladuras y una sonrisa húmeda. Ha sido abusada, maltratada, despreciada y arrancada de la estabilidad emocional para siempre. Camina al lado de la muerte por un sendero vegetal que conduce a la irrealidad, al desenfoque de óptica, al alivio erótico de florecida calada.

El concepto de mutación sobrevuela las páginas sin cesar: el salvaje reencuentro con el verdugo muerto es el principio de una nueva perspectiva, es un shock inmortal, una herida en la carne que cura mientras duele. Se plantea con gran ambición el tema de los límites del amor: físicos, carnales, morales, espirituales. La espectacularidad de las descripciones contrasta con el agujero negro que todo lo traga cuando se enmarañan las sutilezas que tienden a despejar un sentido de amor con otro. El texto se hace por momentos inhabitable: ocupa todo el papel, lo impregna de sustancias expulsadas bajo tierra y de violencia proyectada contra el aire de los pulmones. Es terriblemente sencillo de digerir: se lee con los huesos, con la piel. 

Hierba es compleja por sus capas, por su juego de planos y por su polivalencia narrativa. Contribuye a ese andamiaje la presencia abrumadora del fallecido, que es evocado como un pesado fantasma que desde antes de la tragedia aérea ya atormentaba los pensamientos y las soledades de nuestra protagonista. A este último respecto, alojado en el estricto término “protagonista”, no estamos seguros de que esta historia sea sobre Sheila, sino sobre Dave. Sin ánimo de aventurar extensas teorías, nos limitaremos a considerar la configuración del personaje femenino a partir de la cuidadosa creación, defecto a defecto, de su némesis.

El gótico sureño, el esperpento que cabalga sobre las ensoñaciones y los flashbacks -que pueden llegar a ser catalogados como hijos de un snuff pulcro, limpio de excesos- y el naturalismo decimonónico en su pureza más histórica son los canales técnicos que percibimos con más notoriedad en la confección de un micromundo autóctono y coral en el que la morgue es un auténtico templo de culto.

La pérdida de coordenadas espacio-temporales se acrecienta conforme avanza la hierba -las dos- y la invitación al viaje es demasiado tentadora. Palpamos varias veces nuestro rostro para reconocernos. La premisa inicial -y eufemísticamente esencial- de la obra se cumple. Efectivamente, sí, un cuerpo puede convertirse en un bosque, uno profundo y húmedo.

Hacen falta más libros como este de Anya Martin: la Literatura debe ser una experiencia cargada de adrenalina, debe dejar un poso, debe permanecer en la retina e incrustarse en nuestro imaginario. A fin de cuentas, Hierba es una preciosa novela de amor y destrucción.

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