«Uno, dos, tres…», cuenta. Calla en quince. No llegará a los treinta acordados.
Se separa de la pared, enciende un cigarro y observa el interior de la nave. Una condena de más de veinte veranos de mugre e indolencia opacan los tragaluces.
Se sienta en el único espacio libre de una vieja mesa de aglomerado, acompañada por varios bidones vacíos de anticongelante y aceite de motor.
«Ya voy», dice en alto, no muy alto, y se pierde en la confiada libertad con la que las salamanquesas transitan los rincones de aquella ruina.
Sacude el cigarrillo y la ceniza pasa a formar parte del cuadro. Se mira la mano y descubre una arruga nueva; la perfila con un dedo. Se levanta y se dirige hacia el portalón.
Al fondo, una veintena de canarios y jilgueros discuten sobre quién es más desgraciado. Maite observa desde la entrada el denso tapiz de alpiste en el suelo y el plástico pasado y descolorido de las jaulas. Huele fuerte.
Suspira, da una calada y sale al exterior.
El sol de agosto punza sus ojos; los entorna y escudriña el huerto esperando encontrar a su hija oculta tras uno de los tísicos limoneros. Nada. Decide aceptar el curso de acción que le prescribe el implacable calor y entra en la casa. El acceso a la cocina es el más cercano.
Las persianas parecen bocas cerradas, empachadas de luz. Levanta una, lo justo para mirar bajo una mesa de camping y comprobar que no hay nadie. Descubre el arcón frigorífico abierto. Lo cierra. Una pila de un palmo de cacharros la saluda desde el fregadero. Resopla. Se acerca a la encimera y aplasta el cadáver del pitillo en un cenicero que trabaja a destajo. No hay mucho más que ver.
En el salón un programa sobre antigüedades hace las veces de hilo musical. Su marido levanta la vista del móvil y la recibe con un encogimiento de hombros:
—Me has pillado —dice.
—Voy a ver si la encuentro.
—Vale —dice su marido y señala el pasillo que lleva a los dormitorios.
—Podrías limpiar tus jaulas —suelta Maite y desaparece, dejando atrás un rosario de promesas caducas.
A la altura del cuarto de baño, el goteo de un grifo es el único relevo acústico a las disculpas apagadas de Javier.
Maite entra, cierra, se sienta en el inodoro y relaja el esfínter hasta que el sonido del agua deja de ser un estímulo. Cuando se va a levantar, observa una pequeña mancha de sangre en sus bragas. Se las quita y se concentra en ella durante un minuto. Las deja en la cesta de la ropa sucia y se lava en el bidet. Se seca. Dobla varias veces un trozo de papel higiénico y se apaña con eso. Antes de salir echa mano del paquete de tabaco. Vacío.
Con la intención de contárselo se dirige al salón, pero, a mitad de camino, se detiene. El programa de forja ha debido de sustituir al de antigüedades. Se da la vuelta y sube por las escaleras.
Entra al cuarto de matrimonio. Se sienta en la cama, deja el gurruño de papel sobre la colcha y saca una muda nueva. Mientras se cambia atisba un bulto de metro veinte preñando las cortinas: visible pero dignamente inmóvil.
Abre la mesita de noche de su marido en busca de tabaco y encuentra un paquete de Fortuna, las llaves del coche y un calcetín haciendo las veces de caja fuerte. «No voy a dejar que un banco me robe» es, quizá, la única frase de Javier que rivaliza en frecuencia de uso con su habitual «ya voy».
Se enciende un cigarro y comienza a contar los billetes. Son verdes. Se detiene en veinte mil, aun restando un buen fajo. Los deja donde estaban y se levanta.
Apura una calada, se dirige a la ventana y mira hacia abajo. En la entrada está aparcado el coche familiar, un Citröen Saxo cansado de luchar.
Abandona la colilla en el alfeizar y se gira.
La niña continúa en su estoico papel de fantasma.
Maite enciende la luz del trastero contiguo, entra y hace un barrido visual de izquierda a derecha; desde unas maletas grandes de cuero hasta una vieja máquina de escribir con las teclas colapsadas, pasando por varias fotos con polvo incrustado en su superficie.
Se acerca y observa una de ellas: al fondo, el Stonehenge y un sol limpio; en primer plano, ella, con energía y treinta kilos menos de responsabilidad, y Javi, siendo Javi y no el señor Torres, con los ojos brillantes y una sonrisa de muela a muela.
Se seca los ojos, con el índice y el corazón, y sale del trastero.
—Lau, hija —dice, andando hacia las cortinas—, anda, ven, que te acabo de ver.
La niña sale. En su rostro el orgullo infantil transfigura en preocupación.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Nada, hija, no es nada. Es que te escondes tan bien que pensaba que no te encontraría nunca. —Maite se acuclilla ante su hija, sonríe y acaricia su cabello castaño.
—¿Mamá…?
—¿Sí?
—¿Jugamos la última?
Maite toma aire y coge las manos de Lau.
—Sí. Pero ahora se la queda tu padre, ¿vale?
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