* Pilar Ramírez Tello * Javier Calvo *

* Carla B. Estruch * Miguel Marqués * 

¿Cómo nace vuestra pasión por la Traducción y cómo afrontáis desde cero, y de manera genérica, la obra a la que vais a dedicarle vuestros ojos y vuestras manos? 

Pilar Ramírez Tello: En realidad, yo no diría que siento pasión por traducir. Siento pasión por los libros, por leer y por escribir. Lo de traducir fue un gusto adquirido después de descubrir que era una opción académica y lanzarme de cabeza a por ella. Porque, para mí, lo importante era poder vivir de algo que tuviera que ver con los libros. Después, como digo, he descubierto que traducir es un oficio interesante, divertido y… algo masoquista.

No tengo ningún sistema concreto para afrontar una traducción. Antes leía siempre los libros antes de traducirlos. Ahora no puedo, no tengo tiempo. Ambas opciones tienen sus ventajas y sus inconvenientes, pero prefería leerlos primero y saber lo que me esperaba; enfrentarme a ellos primero desde la perspectiva de una lectora y después desde la de una autora.

Javier Calvo: Yo he traducido prácticamente desde siempre, o por lo menos desde mucho antes de ser traductor profesional. Cuando era niño traducía con un diccionario artículos en inglés que no entendía, precisamente para entenderlos. Revistas y cosas parecidas. Después empecé a hacer lo mismo con cuentos y textos más literarios. Durante mi adolescencia traducía textos por placer, o para mejorar mi inglés, o simplemente porque me parecía la mejor manera de entender un texto a fondo y “apropiártelo” en cierta manera. La ventaja es que cuando empecé a traducir profesionalmente, en los años 90, ya tenía cierto grado de experiencia. La pasión por la traducción, por tanto, la he tenido siempre.

Carla B. Estruch: Mi pasión por traducir nació cuando tenía unos quince años y me caía mal la profesora de Física, así que elegí letras para el bachillerato. Los cuatro gatos que habíamos elegido ese camino cabíamos en una clase que, visto ahora con cierta perspectiva, creo que era un armario reconvertido en aula. Llegué y lo primero que dijo la profesora fue que teníamos que comprar diccionarios de latín-español y griego-español. Hasta ahí sin problema; adoraba los diccionarios. Y, poco después, nos pusimos a aprender los rudimentos de una lengua zombi y a traducir textos sencillos sobre césares y dioses.

Hasta ese momento, yo había hecho mis pinitos con los idiomas. Me había interesado por el francés y todo el mundo decía que se me daba bien el inglés, pero a mí me gustaba el arte y la historia, no esos listenings y speakings tan horribles. Pero lo bueno del griego y del latín es que no incluían esas partes y pude disfrutar de ambos idiomas plenamente sin la vergüenza adolescente de tener que hablar delante de mucha gente.

Luego se me metió en la cabeza que quería estudiar Psicología, pero un profesor me disuadió. También quise estudiar Historia del Arte, pero en esa época amenazaban con eliminar la carrera del plan de estudios. No quise estudiar ninguna filología porque me obligarían a leer y yo quería leer por placer (cómo me río ahora). Así pues: Traducción. Al fin y al cabo, se me daba bien traducir del latín y del griego y no sería muy diferente, ¿no?

Ja.

El resto es historia. Estudié una carrera, dos másteres, huí de la universidad en cuanto pude y me puse a trabajar.

El primer paso, para mí, es leer la obra antes, si es posible (véase: si dispongo del tiempo suficiente para hacerlo). No siempre lo es, pero no me gusta encontrarme con sorpresas desagradables. Y, encima, prefiero leer la obra en papel y escribir en ella ideas que se me ocurren en el momento de la lectura, con la cabeza fresca. Lo siguiente es sentarme delante del ordenador, crear un glosario específico para la obra (u obras, si es una saga) y ponerme a traducir.

Miguel Marqués: Los idiomas me interesan desde niño, pero empecé a apreciar la labor de traducción y a disfrutar de ella con el latín y el griego clásico de bachillerato y del entonces llamado COU. El enfoque que se daba a esas lenguas entonces estaba, como tradicionalmente, centrado en la traducción de textos de autores clásicos, y poco más. Para mí era un desafío desentrañar esos mensajes venidos de lejos en el tiempo y también en el espacio. Todo lo que giraba en torno a esas lenguas me resultaba muy evocador, me transportaba: desde la escritura (en el caso del griego) a las complejidades de la sintaxis, la sonoridad de los vocablos —en ocasiones familiares, otras muy lejanos— y las cosas que contaban aquellos señores de toga y barba, que para un chaval de dieciséis o diecisiete años eran a veces auténticas bizarradas, aunque casi siempre interesantes. Una parte de todo eso pervive en el oficio que hago hoy.

Una de las cosas que me gusta hacer como parte de los preparativos antes de empezar a traducir un libro, sobre todo si es el primero que traduzco de ese autor o autora, es verlo hablar en charlas o entrevistas sobre esa obra. Me fijo tanto en lo que cuenta como en la manera de hablar e incluso de mirar o gesticular, en cómo reacciona y responde a las preguntas, etcétera.

¿Qué tres cualidades le atribuís de forma idílica al profesional de la Traducción?

PRT: Tres cualidades… Curiosidad, paciencia y humildad, por ejemplo.

JC: Puestos a pedir, y si nos movemos en el terreno de lo idílico, al traductor ideal le atribuyo tres rasgos. El primero, ser políglota de nacimiento. La experiencia de criarse en varios idiomas no sólo permite un dominio mucho mayor de esos idiomas; también prepara la mente para traducir automáticamente y la abre a experiencias lingüísticas nuevas y distintas. El segundo rasgo, ser escritor. No se puede incidir demasiado en esto. El escritor está mucho más capacitado para la traducción literaria. Y el tercer rasgo, haber vivido durante periodos largos en la cultura o culturas de las que tiene que traducir. Porque obviamente, no traducimos lenguas, traducimos culturas.

CBE: Para mí, quien quiera dedicarse a la traducción debe ser una persona con atención al detalle, mucha imaginación y ganas de mejorar.

MM: Las tres cualidades que atribuiría al profesional de la traducción ideal serían la curiosidad, que me parece fundamental; la desconfianza (o humildad, o prudencia, como queramos llamarlo, lo que lleve al traductor a dudar hasta de su propio nombre, a rebuscar en la última acepción del diccionario y a interpretar los contextos desde cualquier punto de vista posible); y, por último, la flexibilidad o versatilidad para aceptar encargos de diversos temas, géneros, volúmenes o plazos.

¿Mediante qué criterios calibráis la dificultad de cada trabajo específico? 

PRT: Bueno, varía mucho de un libro a otro. Algunos libros son difíciles por la temática, otros por la terminología, otros por el estilo, otros porque se mezclan varios registros… Otros, incluso, son difíciles porque la calidad del original no es la mejor del mundo.

JC: La dificultad relativa de una traducción, al menos en el ámbito literario, depende a menudo de aspectos completamente pedestres, como el tiempo que uno tiene para realizar un encargo o el dinero que recibe por él, aunque a menudo estos dos factores son inseparables el uno del otro. Hay otras dificultades igualmente pedestres que aparecen por el camino, como por ejemplo enfrentarte con textos imprecisos, escritos chapuceramente, con un dominio deficiente del lenguaje. Todos y todas nos hemos enfrentado a esto. A veces esto plantea una dificultad mayor que el texto más literario, experimental o complejo que puedas afrontar.

CBE: En los últimos años, he aprendido a calibrar la dificultad de una obra basándome en tres ejes: género, estilo y términos. Dado que me he especializado en la traducción de género fantástico, es habitual encontrarse con experimentos e invenciones en estos tres ejes.

El primer eje se puede entender de dos modos distintos. Uno puede ser el género de la obra, que también influye en la dificultad. No es lo mismo traducir un ensayo sobre astrofísica que un relato sobre zombis, aunque ambos son complejos en distinta medida. El género literario puede influir en el resto de ejes; por ejemplo, si nos toca traducir una obra de ciencia ficción, es muy posible que debamos trasladar términos inventados o propios de este género. Hay que saber, por ejemplo, que stasis no es éxtasis, sino estasis, un estado de sueño profundo que, en general, aunque no siempre, se usa para viajar largas distancias entre planetas… según la ciencia ficción, claro. Pero la RAE no recoge este último término y, en efecto, en una ocasión una editorial me preguntó si no quería decir éxtasis, aunque por el contexto ahí no había nadie extasiado.

Por otra parte, también podemos entender el género como concepto biopsicosocial. Véase: lo que nos hace mujeres, hombres, no binaries, de género fluido. Cada vez hay más autores que usan el género no binario en sus obras, cada vez hay más autores que crean neopronombres. Como traductores, debemos ser conscientes de que existen diversas realidades y, por tanto, debemos reflejarlas en nuestras traducciones. Da igual que la RAE aún no acepte elle, da igual que la terminación en -e para marcar un género aún no esté reflejada en la norma. Hay hablantes que usan géneros no binarios y este uso queda reflejado en la literatura también. Nuestro deber es trasladarlos, no solo porque es lo correcto, no solo porque es ser fiel al mensaje, al texto, sino porque debemos respetar la experiencia de estas personas. No, no me vale un «es que no lo entiendo, así que voy a usar el masculino genérico» cuando el texto pide un género neutro. Somos traductores, leches. Desde siempre hemos investigado, hemos sido pioneres a la hora de traer términos nuevos a una lengua. No entiendo a qué viene tanta resistencia con el género no binario.

Bien, dicho esto, prosigamos. Segundo eje: estilo. Esto es común a cualquier género literario, pues nunca sabes cuándo te va a tocar una obra con un estilo rebuscado u otro más sencillo. Pero el caso es que debemos respetar también el estilo, aunque no nos guste. Aquí no hemos venido a corregir a quien escribe, sino a trasladar sus palabras. Sin embargo, y volviendo a la cuestión, complejidad en el estilo no es sinónimo de dificultad. En mi caso, a veces resulta más complicado traducir un estilo sencillo, porque debes respetar la concisión, la brevedad, la sencillez. Hay ocasiones, sin embargo, en las que te encuentras con que un texto fluye, fluye casi sin darte tú cuenta, y eso es bonito (y se agradece).

En cuanto al tercer eje, ya he hecho referencia antes a él: en ciertas obras podemos encontrarnos términos inventados o específicos de un campo sobre el cual no tenemos conocimiento alguno. Pero, de nuevo, nuestro deber es informarnos y convertirnos, durante un brevísimo lapso de tiempo, en expertes en esa materia.

MM: En mi opinión, el cómo calibrar la dificultad de un texto varía según género, tipo de texto y otros muchos factores. Yo aplico como criterios generales volumen, plazo y la tecnicidad o especialización, a los que se suman los requisitos particulares de la editorial. Pero son muchos los factores y la casuística es amplia. Una crónica sobre la vida cotidiana en las comunidades afrodescendientes de las capitales europeas escrita en un estilo coloquial por un periodista treintañero puede parecer, de primeras, un texto interesante y llevadero, pero probablemente esté plagado de trampas estilísticas y terminológicas (referencias culturales, slang, variantes dialectales…). Una novela de trama lineal y pocos personajes, cuyo autor tenga un estilo llano —por así decir—, pero inclinación por los juegos de palabras, los chistes o los dobles sentidos (nadie escribe normalmente pensando en cómo se traducirá su texto) puede llevar más tiempo y esfuerzo que otra de mayor complejidad narrativa o estilística.

Por otro lado, ¿notáis un feroz grado de responsabilidad sobre vuestra labor en contraste con el tibio reconocimiento que, desde fuera, se sospecha que percibís?

PRT: Responsabilidad, siempre y mucha. Cada error que se te escapa y después ves impreso es como una puñalada en el corazón. El reconocimiento es tibio, sí. Suelen acordarse más de ti por las erratas que por los aciertos. Sin embargo, aunque la invisibilidad fuera del texto duela y sea necesario remediarla (y algo ha mejorado con los años), también es cierto que el objetivo de nuestro trabajo no es ese.

JC: Por supuesto que siento una responsabilidad enorme cuando traduzco libros; una responsabilidad con la Historia, incluso. Esta responsabilidad es independiente del reconocimiento. El reconocimiento me interesa menos que el trabajo bien hecho. Aunque parezca pretencioso, creo que nuestra responsabilidad es para con las letras.

CBE: El reconocimiento escasea, sí, pero en la comunidad en la que me suelo mover, la fantástica, se suele tener muy en cuenta la labor de quien traduce, para bien y para mal. No se duda a la hora de criticar una traducción, pero también viene más gente a darte las gracias por un buen trabajo. Y de eso me he dado cuenta porque nadie me ha comentado si he traducido bien o mal los libros no fantásticos. Ni una sola persona. Sin embargo, cuando voy a un evento, la gente me reconoce sobre todo por haber traducido Binti, de Nnedi Okorafor, una novela de futurismo africano. De hecho, hasta me piden que les firme mis traducciones o se compran un libro solo porque lo he traducido yo. No lo digo por alardear; cuando me alaban, sigo escondiendo la cabeza cual avestruz e intento huir lo más rápido posible.

No me parece mal que me alaben, ojo, pero yo solo estaba haciendo mi trabajo. Ojalá los medios (prensa, sobre todo, pero aún hay editoriales que no incluyen el nombre de quien traduce en sus páginas web, por ejemplo), se acordaran más de nosotres, y no solo cuando la traducción es mala.

Quizá el original lo era.

MM: El contraste no sé si es entre la responsabilidad y el reconocimiento; la responsabilidad, a fin de cuentas, solo son capaces de medirla de primera mano quienes conocen bien las lenguas implicadas, así que no es un parámetro generalista. Sí es marcado, desde luego, el contraste entre el esfuerzo de quien traduce y el reconocimiento o, al menos, la constatación de su trabajo.

¿Cómo se gestiona la confrontación entre la fidelidad y la licencia, entre la estricta literalidad y la originalidad?; honestamente, ¿puede una traducción mejorar un original? ¿Cómo construye un artista de la Traducción su propio sello, su propia marca de identidad? 

PRT: No creo que exista tal confrontación. Es más bien un equilibrio. Además, la fidelidad no está contrapuesta a la licencia. A veces, para ser fiel, tienes que tomarte esas licencias porque, de lo contrario, el texto no dice lo que debería decir. Traducir consiste en transmitir el mensaje del original por los medios que el mismo texto te pida, no en buscar paralelismos exactos entre palabras de dos idiomas distintos.

Yo creo que la traducción puede mejorar un original, sí. El problema es que, en mi opinión, no debería. Si el original es una patata, la traducción tiene que ser una patata. Por otro lado, en algunas ocasiones no te queda más remedio que «mejorar» el texto para que sea legible y publicable. Por suerte, no es lo más habitual.

Creo que la marca de identidad es más bien cuestión de qué se te da bien, de cuál es tu especialidad y de usarlo como marca de la casa. En lo que respecta al texto, cuanto menos se nos vea, cuanto menos huella dejemos, mejor.

JC: No creo que haya ninguna fórmula para gestionar la confrontación entre fidelidad y licencia. Creo que cada libro es un mundo (y perdón por el topicazo). Por tanto, cada libro te da su propia fórmula. Sí que pienso que hay una distancia idónea, regida por el propio texto, ya que reproducir lo más fielmente que puedas un registro, un estilo y una voz te obliga a encontrar caminos y vías que se pueden asimilar con un acto de creación literaria. Por tanto, y nuevamente en el ámbito idílico, creo que el eslogan por el que intento regirme es ser lo más creativo y “personal” que pueda precisamente para lograr la fidelidad máxima.

CBE: Aprendí a traducir con la práctica, pero a lo largo de los años he ido recogiendo consejos, valores y sugerencias de otres compañeres. De quien más me suelo acordar es de Manuel de los Reyes en su faceta de profesor de traducción de literatura fantástica. Recuerdo su metodología: traduce y luego sepárate del texto. Aún hoy en día aplico esta recomendación. Si el tiempo lo permite, esto es lo que suelo hacer: leo el texto, lo traduzco por completo (odio eterno a las entregas parciales), lo reviso comparando el original con la traducción y luego leo solo la traducción. Es en esta última fase donde se pescan los calcos, las expresiones demasiado íntimas del inglés y las estructuras poco frecuentes en nuestro idioma. Luego, si tienes suerte, la editorial te devolverá el texto revisado por une profesional de la corrección y entonces aprenderás un par de cosas que no sabías y las añadirás a tu saco de conocimientos.

Y, por supuesto, una traducción puede mejorar el original. Un ejemplo muy claro es el siguiente. Imaginaos que, en el texto original, le autore haya usado tres veces la palabra house en menos de dos líneas. No es una repetición necesaria, se podría haber solventado con facilidad en la frase de revisión del original. Sin embargo, tú como traductore no puedes usar tres veces la palabra casa. Debes vértelas y deseártelas para que esa repetición no parezca un error por tu parte, aunque sea del original. De ti se espera que no cometas los mismos errores y entregues un texto pulido en español. Eres, pues, une correctore del original, aunque nadie lo diga, aunque no aparezca en el contrato.

Lo cierto es que este creo que es un tema que se comenta poco, pero lo veo necesario. Grandes traductores han traducido a autores mediocres que han recibido alabanzas. Pero nadie se acuerda de la persona que ha vertido esas palabras en español.

Ah, el tema de la marca personal. Hay gente que trabaja mucho en ella y les alabo. A mí me conocen por recomendar libros en redes sociales. Mi primer encargo de traducción literaria llegó porque no dejaba de recomendar a una autora, desconocida hace un par de años, ensalzada ahora por la prensa y el público. Compartía gustos literarios con la editorial, así que congeniamos enseguida. Y, a partir de ahí, una cosa llevó a la otra y he terminado traduciendo más libros.

Esta, sin embargo, era la respuesta fácil. Lo que preguntáis es por la huella que dejamos en el texto, ese no sé qué que llama la atención. Quizá esa pregunta deberíamos planteársela a la gente que me ha contratado y a quienes han leído mis traducciones.

MM: El asunto de la fidelidad y la literalidad es objeto de debate desde los primeros estudios sobre traducción y lingüística aplicada. Ya los primeros teóricos proponen un espectro con dos polos: por un lado, la naturalización del texto traducido; por el otro, la exotización. En el primer caso, quien traduce se esfuerza por acercar el texto al lector en lengua meta; en el segundo, quien traduce invita al lector a hacer el esfuerzo de acercarse al texto. En cada proyecto de traducción que encara, el traductor se sitúa en algún punto del espectro y trabaja desde ahí (ese punto no es necesariamente inmóvil). En mi opinión, en qué punto del espectro situarse lo determinan la intuición y el juicio del traductor, por un lado, y la propuesta editorial, por otro. Un ejemplo peculiar sería la traducción ‘intralingüística’ que recientemente ha hecho Andrés Trapiello de El Quijote, «puesto en castellano ‘actual’». ¿Es esta traslación, siquiera dentro de una misma lengua, una falta de fidelidad? A mí, en cualquier caso, me gusta pensar que, más que la fidelidad, importa la lealtad.

¿Puede una traducción mejorar un original? No sabría cómo contestar a esta pregunta. No sé si se podría hacer algún tipo de estudio empírico al respecto (¿qué entendemos por ‘mejor’, para empezar?). Una manera podría ser plantear una especie de doble ciego: presentar a un lector bilingüe (pero bilingüe de verdad) un original y su traducción, y que leyera ambas sin saber cuál es cuál, para juzgar luego. En cualquier caso, para determinar si una traducción mejora su original, sería necesario acceder a ambas obras directamente; habría un sesgo irremediable en pasar por el original para desembocar en su traducción y opinar luego. Sería interesante también, quizá, el experimento a la inversa: presentar a un lector bilingüe, por ejemplo, el Mémoires d’Hadrien de Marguerite Yourcenar como traducción al francés del original Memorias de Adriano de Julio Cortázar y, luego, pedir opinión.

No creo que quien se dedica a traducir deba o pueda considerarse «artista» y tampoco creo que deba ni necesite crear nada parecido a un sello o marca de identidad. Se me ocurre, si acaso, el currículum: los géneros en que uno se especializa, los autores que ha traducido, si ha tenido la oportunidad de traducir varias obras de un mismo autor, etcétera.

¿Cómo visualizáis el futuro próximo y un poco más lejano de la Traducción en esta sociedad de avances tecnológicos -muy abrazados al ámbito comunicativo-, pretendida sustitución de lo humano por lo automático y consolidación de culturas cada vez más políglotas desde sus pañales?

PRT: La cosa pinta complicada para la traducción no literaria. En algunos ámbitos ya se ha implantado un eufemismo llamado «posedición», que consiste en usar programas de traducción automática para conseguir un borrador del texto y después pasárselo a un traductor para que lo corrija. Así se ahorran costes. Según me cuentan, si se parte de una memoria de traducción bien alimentada, los textos salen bastante bien. En campos más creativos, como el nuestro, por ahora, no existe ese problema. Pero, como hablamos de tecnología, ¿quién sabe lo que ocurrirá dentro de veinte años?

En cuanto a las culturas políglotas, al menos a medio plazo, no creo que nos vaya a suponer un problema.

JC: La verdad es que no tengo ni idea de cómo va a ser el futuro. Puestos a elucubrar por elucubrar, me puedo imaginar que la traducción automática podría evolucionar –si la tecnología lo permitiera– hacia una especie de registro demótico de la traducción, regido puramente por algoritmos. El traductor humano, y literario, quedaría reservado a un ámbito más hierático, una especie de traducción para gente culta. Pero como digo, esto es una fantasía mía, no tengo ni idea de si el mundo va hacia ahí.

CBE: Me comentaba una amiga hace unos días que, en las instrucciones de un aparato, la palabra calf venía traducida de tres formas distintas: becerro, ternero y pantorrilla. Era un masajeador de piernas.

La ciencia ficción nos enseña que la tecnología podría alcanzar límites insospechados, pero de este género también aprendemos que, para establecer una buena comunicación, siempre es necesario ese toque humano que tanto caracteriza a una buena traducción. Hoy en día hay programas de traducción asistida que traducen textos enteros sin despeinarse, pero seguro que hay un ser humano despeinado revisando a las tantas de la madrugada ese texto tan impoluto que acaba viendo el público.

MM: En mi opinión, habrá una presencia progresivamente mayor de herramientas basadas en inteligencia artificial (no necesariamente traductores automáticos) en algunos ámbitos de la traducción editorial. Algunos especialistas afirman, no obstante, que la traducción automática tocará techo más antes que después, y estoy de acuerdo. Podrá ayudarnos hasta cierto punto, pero nunca sustituirnos, o no completamente. Al final, como suele decirse en el gremio, una máquina puede traducir como un humano lo que un humano haya escrito como una máquina.

Pilar Ramírez Tello: «Sinceramente, con el corazón en la mano y con la misma tarifa, ¿preferís un libro que no os dé problemas y que se traduzca con facilidad y a buen ritmo o un libro que os presente retos y os suponga más inversión de tiempo? Y ¿si la tarifa no fuera un factor?»

JC: Si la tarifa no fuera un factor, ciertamente querría traducir textos gigantescos y complejos que fueran grandes desafíos a los que dedicarles media vida. A mismo dinero recibido por página, creo que también. Quizás eso explica por qué siempre voy a ser pobre.

CBE: A mí dame un buen desafío, un libro donde tenga que inventar términos, donde el estilo sea interesante, donde se use el género neutro o se inventen nuevos géneros. Esos son, al final, los libros que se quedan conmigo, los que recuerdo con cariño, aunque me dieran más de un dolor de cabeza. Sin embargo, alguna que otra vez he vendido mi alma (o, mejor dicho, mi sustento) por traducir estos libros; «si me dais tiempo, yo lo hago». Sí, tiempo el que quieras, pero la tarifa no compensa y hay que hacer malabares y compaginar esa traducción con otras. Por las mañanas un libro y por las tardes otro. Y, los fines de semana, una película o una serie.

Sin embargo, al ver esos libros en la estantería de traducciones, se me hincha el pecho de orgullo. Yo he hecho eso, yo me he devanado los sesos para sacar ese término; he sido yo quien se ha pasado horas cavilando para sacar una novela entera donde el género del personaje protagonista no se ve en español.

Pero de orgullo no se vive.

MM: Pues depende de cómo esté la cuenta del banco, básicamente. Creo que aquí habría que preguntar por un lado a quienes combinan la traducción editorial con otras fuentes de ingresos, como la docencia (cosa habitual) y, por otro lado, a quienes no. Cuando uno depende exclusivamente de la traducción y algún trimestre anda apurado —últimamente somos más los que nos hemos visto en esas—, lo que quiere es sacar muchas páginas por jornada de trabajo.

Si la tarifa (y el extracto bancario del mes) no son un factor, yo prefiero siempre un libro que me interese y presente ciertos retos.

Javier Calvo: «¿Qué creéis que se puede hacer para mejorar las condiciones laborales de los traductores literarios en España?»

PRT: Ojalá lo supiera. Yo he insistido mucho en la lucha por la visibilidad, por dar a conocer nuestro trabajo y que se reconozca. La idea es que eso nos deje en una situación más favorable para tratar con las editoriales. Pero está claro que no es la panacea. El papel de las asociaciones, con su labor de gota malaya, también es importante, pero tampoco está solucionando el principal problema, que son las tarifas. En fin, que ni idea.

CBE: Lo primero que se me ha pasado por la cabeza ha sido: qué no habría que mejorar. Porque para mejorar nuestra situación, deberíamos cambiar las condiciones de trabajo para las personas autónomas, la precariedad del sector editorial, la percepción del público en general a la hora de valorar una obra. Somos un eslabón invisible e imprescindible en la cadena de publicación y, aun así, también somos el último mono. Conseguir contratos justos va más allá de pedir tarifas justas (aunque también pase por eso); no todos los contratos reflejan los derechos de la persona que traduce como coautora de la obra traducida, ni todas las empresas-editoriales cumplen con lo estipulado en los contratos.

Ahora bien, lo que Javier pregunta es «qué se puede hacer» y lo cierto es que no lo sé. Hay personas más sabias e inteligentes que yo dándose de cabezazos contra la pared institucional y social para intentar mejorar nuestras condiciones de trabajo. Campañas por redes sociales, denuncias de mala praxis… A veces todo ayuda y a veces nada funciona. El público general está ahora más concienciado con la labor de les traductores que hace diez años. El asociacionismo ayuda, igual que las charlas, los congresos, el boca a boca. Pero creo que habría que acudir a un poder superior para poder aplicar un cambio sustancioso que nos beneficiara. Al final, como con todo, lo ideal sería acabar con el capitalismo, pero eso aún lo veo muy lejano.

MM: Por lo pronto, seguir fomentando el asociacionismo, en mi opinión una de las maneras más eficaces de presionar a clientes e instituciones para que nuestro trabajo esté mejor pagado y nuestros derechos patrimoniales y morales más protegidos. Creo que, respaldados por otros compañeros, estamos en mejor situación para negociar tarifas y condiciones contractuales, y mejorar la visibilidad de la profesión.

Yendo a lo más particular, echo de menos mecanismos eficaces para garantizar que las editoriales rinden cuentas, puntualmente y con veracidad, de las liquidaciones de libros traducidos para ellas (¡o quizá los desconozco!). Y, un clásico menor, que el nombre de quien traduce vaya siempre en portada. Esto, desde luego, no paga facturas, pero creo que ayuda a que los lectores se interesen por el trabajo de quien traduce, y en general, por la industria editorial y sus entresijos.

Carla B. Estruch: «¿Cuál ha sido el mayor reto al que os habéis enfrentado en toda vuestra carrera?»

PRT: Qué difícil… Creo que la traducción de Cero, de Kathe Koja, para La biblioteca de Carfax. Hubo bastantes momentos en los que pensé que no debería haber aceptado el trabajo y que no sería capaz de hacerlo. Pero salí viva de aquella sucesión de metáforas extrañas y monólogos internos, y las editoras quedaron contentas, así que todo bien, menos mal.

JC: En mi caso, profesionalizarme como traductor literario, abandonar todos mis demás trabajos y dedicarle mi vida entera a éste, sobreviviendo mes tras mes y manteniendo un ritmo de trabajo siempre intenso, que a veces te amenaza con el agotamiento. Me considero inmensamente afortunado por haberlo conseguido hasta ahora, y por haber convertido una pasión en estilo de vida. No es fácil, no muchos pueden conseguirlo y cada vez serán menos.

MM: Depende del género. El ensayo a veces requiere mucha reflexión y armar todo un esquema teórico en lengua meta cimentado sobre una terminología muy específica que debe ser coherente (pienso por ejemplo en un libro de George Lakoff que traduje para la editorial Capitán Swing). Temo mucho, por otro lado, a los textos escritos en inglés por comisarios de exposiciones de arte no nativos de inglés, en los que tratan de teorizar sobre la obra del artista expuesto. A veces parecen querer competir con este en [lo que ellos interpretan como] ambigüedad y hermetismo, en una jerga muy particular.

En narrativa, la retraducción de clásicos, por razones obvias. También, poner voz a autor y personajes cuando difieren mucho de mí en edad, sexo, ideas políticas, identidad sexual, condiciones socioeconómicas, origen, religión… Un clásico del oficio. En mi opinión, esa enajenación es fuente de muchos quebraderos de cabeza y, a la vez, uno de los grandes placeres que ofrece nuestro trabajo.

Miguel Marqués: «¿Tenéis algún ritual o manía en vuestro trabajo cotidiano? ¿Qué tipo de problema de traducción o en qué momento de vuestro trabajo paráis y os tomáis un descanso, sea la hora que sea, para cigarro, café, dulce o cualquier otro premio sano o malsano que tengáis? (¿tras un problema peliagudo de traducción, a cada capítulo, después de traducir, después de revisar, al entregar…?).»

PRT: Pues tengo pocas manías, la verdad, y los hábitos malsanos los dejo para otras cosas. Si estoy concentrada, prefiero no parar de traducir hasta que no me quede más remedio (porque hay que comer, por ejemplo, o hacer pis, ejem). Si es un día de poca concentración, paro bastante a menudo a curiosear y chafardear por las redes; aunque parezca lo contrario, eso me da la energía que necesito para volver a la carga. Cuando me encuentro con un problema gordo de traducción, le doy unas vueltas, lo consulto con mi traductor residente (Manuel de los Reyes, un fiera) y, si me quedo atascada de verdad, paro de traducir y me pongo a hacer cualquier otra cosa. Si después de eso sigue sin salir, lo dejo marcado con asteriscos y en verde, y vuelvo a ello al terminar la traducción del libro, durante la fase de revisión.

JC: Trabajo entre seis y ocho horas diarias, siete días a la semana. Como la vida a menudo te pone las cosas difíciles, sobre todo si tienes otras obligaciones, familia o simplemente no eres un pijo rentista, he aprendido a trabajar básicamente en cualquier lugar y circunstancia: cafés, trenes, aviones, en la cama si estás enfermo o hasta en medio de una fiesta infantil. Mi portátil y yo somos una burbuja; fuera está el universo y dentro es como la caverna platónica de las ideas. Una vez estuve en un aterrizaje forzoso de emergencia de un avión donde nos ordenaron que dejáramos todo y saliéramos con las manos vacías y yo salí con mi portátil debajo del brazo. Ésa es la vida del traductor para mí, jaja.

En cualquier caso, aunque soy todoterreno, mi lugar favorito para trabajar son las bibliotecas universitarias, no sé por qué. Tal como dice el enunciado de esta pregunta, me encanta parar cada dos horas para ingerir, sorber o inhalar algo, aunque no siempre se puede.

CBE: Por cuestiones de salud, tengo que levantarme cada hora para pasear un poco, pero es que encima soy un culo inquieto. Cada vez que un problema salta desde la pantalla, me levanto para recorrer el escaso pasillo que tengo en casa y rumiarlo. Aunque lo que más me funciona para encontrar la solución perfecta es un método que existe desde los albores de la humanidad: ir al baño. Ya sea para aliviar tus necesidades, darte una ducha o mirarte en el espejo, en el baño es donde ocurre la magia.

Ahora (más) en serio, tengo una rutina bastante fija y no suelo salirme de ella. Trabajo de 9:00 a 13:00, con pausa de por medio para comer algo. A la una me pongo a cocinar, tarea que me encanta y me despeja bastante la cabeza. Después de comer, viene mi rato de paz, en el que leo, escribo, juego o me echo una siesta, lo que me pida el cuerpo. A las 16:00, o antes, me pongo de nuevo sobre las teclas y a las 19:00 apago el ordenador hasta el día siguiente (o lo intento). Por las tardes me hago una tetera enorme de té, por las mañanas solo tomo un café. He descubierto que por la tarde me concentro menos, así que el curro intenso lo dejo para la mañana. Como suelo estar trabajando en dos cosas distintas, esa pausa entre mañana y tarde es muy necesaria para cambiar de chip por completo.

Pero, al final, lo que más me ha funcionado para establecer mis descansos es conocerme y ver qué me funciona a mí. Odio los pomodoros, por ejemplo. Solo me pongo música cuando necesito concentrarme más, aunque curiosamente también me permite alejarme del trabajo. Hago estiramientos todos los días (rutina adquirida gracias a la pandemia) e intento no dejar un problema tocho para mi yo del futuro, sino que intento resolverlo en el momento.

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