Escribir novelas es uno de los misterios mejor guardados de la historia de la humanidad, solo superado por la lista de ingredientes que componen la receta del bálsamo de Fierabrás, la crema antiarrugas de Jordi Hurtado y el nombre de la tienda de antigüedades en cuyos anaqueles descansa el almanaque de resultados deportivos que hizo rico a un tal Biff Tannen.

Como todo en la vida, la experiencia adquirida nos irá curtiendo para avanzar en nuestro camino, definir estilos y pulir errores. Eso sí, la senda que nos permitirá ir acumulando dicha experiencia estará plagada de obstáculos y trampas que nos llevarán a errar una y otra vez. Aunque, bien pensado, ¿por qué preocuparse? El estudio, la lectura, los talleres o los buenos consejos son útiles, pero lo único que nos asegura aprender es, precisamente, errar.

Imaginad que, tras habernos fogueado en el intrincado universo del relato corto, de los certámenes y concursos, decidimos liarnos la manta a la cabeza y lanzarnos a pecho descubierto. Queremos escribir nuestra primera novela. ¡Bien! ¿Y eso cómo se hace? Bueno, pues no hay una fórmula mágica que traiga de su mano un innegociable y anhelado éxito, ni tampoco un mapa que marque con una equis la ubicación del tesoro escondido.

No existe una única manera de afrontar esa primera novela. Existen muchas. Infinitas, de hecho.

Opino que tener eso en cuenta es sumamente importante. Porque tener referentes es esencial. Todo el mundo empieza queriéndose parecer a alguien; da igual el ámbito y la disciplina. Intentamos que todo lo bueno que tienen esos elegidos nos acabe calando como una pertinaz e insistente lluvia. Con el tiempo, esos referentes se van diluyendo, y poco a poco, error a error, vamos encontrando nuestra voz, nuestro puño y nuestra letra. Y eso, sin duda, se acaba convirtiendo en nuestro primer gran acierto.

Pero a lo que yo venía es a contaros qué demonios hice yo al emprender mi primera aventura. Y no porque pretenda que nadie haga lo mismo, ya que, como acabo de contar en el párrafo anterior, existen infinitas maneras de enfrentarnos al papel en blanco, sino porque tal vez, ojalá, os resulte entretenido de leer.

Hace unos años, cuando estaba en la casilla número uno, albergaba en mi cabeza un escuadrón de ideas desordenadas, un contexto para la historia, un principio nítido y un final difuso. De todos los elementos, me voy a centrar en el que, en mi caso, acabó funcionando mejor: el contexto.

Porque desde el primer minuto supe que tenía que canalizar mi esfuerzo en un concepto que dominara, que hubiera interiorizado desde tiempo atrás. Desde siempre. En mi caso ese concepto era, en una palabra, Cádiz, y en tres, su lado misterioso.

Y ya está. No era tan difícil, ¿no?

Vale, aún necesitaríais construir la trama base, definir los personajes, plantear el conflicto principal con el que se van a encontrar y los hilos que van a surgir al desatarlo. Y, por supuesto, darle brillo al principio y enfocar el final.

Pero insisto de nuevo en ese contexto al que me refería. Un contexto vivo, con entidad propia, que ofrece los suficientes mimbres de base como para empezar a trabajar con él y, a partir de ahí, moldearlos y retorcerlos a nuestra conveniencia.

En mi caso, el Cádiz oscuro y misterioso me ofrecía, así de gratis, por la cara, cientos de historias y leyendas que se habían ido generando de boca en boca, de libro en libro, a través de sus más de tres mil años de historia, y que desde sus cuevas subterráneas, palacios abandonados, casas encantadas y árboles centenarios me gritaban una y otra vez para que los incluyera en mi primera novela.

Abordar la fantasía urbana como género tiene muchas ventajas. Fijaos que todo este acervo popular de misterios me había proporcionado de serie un worldbuilding envidiable, repito, de gratis. Perdonad que insista con ello, pero es que en el sur, y más en Cádiz, nos pierde lo gratis. Y el pescaito frito también. Pero a lo que iba. Ese worldbuilding, obviamente, no nos dará todo el trabajo hecho: debemos sumarle todo aquello que se nos ocurra, o restarle, o cambiarle las reglas, extendiéndolas o rompiéndolas de cabo a rabo.

Pensad en el siguiente supuesto. Cuando acabéis esa primera novela, logréis publicarla -con más o menos suerte: recordad que se os permite errar y que de hecho necesitáis hacerlo para aprender- y alguien llegue a vuestro libro, ¿qué ocurrirá? Bueno. Nadie lo sabe. Ni siquiera el bueno de Biff Tannen.

Pero pongámonos en lo mejor, que para lo peor siempre habrá alguien que se postule: imaginad que ese lector se sumerge en el fragmento en el que describís a esa señora anciana que, cuenta la leyenda, se hizo bruja para cocinar a niños incautos. O en el que contáis la existencia del laberinto subterráneo que el pueblo construyó para defenderse de los enemigos. O en aquel que aparece esa casa en la que se aparece el espíritu del pirata que guardó sus tesoros en ella.

¿Ya?

Ahora, seguid imaginando, que dinero no, pero imaginación nos sobra.

Resulta que ese lector se ha entusiasmado tanto con los elementos de vuestra historia, con el contexto, que le encantaría saber más sobre ellos. Incluso visitarlos.

Llega entonces el momento de ejecutar el truco final. Como nuestra fantasía urbana se apoya en ese acervo que nos es tan familiar, le decimos al lector que puede seguir investigando sobre esos lugares y personajes que le han cautivado. Y al investigar, descubrirá que, con un poco de suerte, podrá conocer a esa anciana, explorar ese laberinto o adentrarse en los oscuros rincones de esa casa encantada.

Abracadabra.

Porque yo no encontré la receta del bálsamo de Fierabrás, ni la marca de la crema antiarrugas que usa Jordi Hurtado, ni el almanaque de resultados deportivos que hizo rico a Biff Tannen.

Eso sí. Tuve la inmensa suerte de dar con la llave que abría la puerta de los misterios de Cádiz.

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