A Ramón le caen lágrimas gruesas como los dedos de un guante. Me dan ganas de decirleque tiene que controlarse, que así lo único que conseguirá es joderlo todo una vez más.

Su barbilla, llena de espinas de barba que se abren paso hacia la superficie —quién sabe si de forma inútil, quién sabe si la única visión que les espera es la de un ataúd a oscuras, cubierto de raso chino y con olor a naftalina—, brilla cubierta de una tela fina de sudor.

“Deja ya de llorar”, le digo. Y mi voz suena áspera como una tela de arpillera.

Faltan unos minutos para que llegue el panadero. Esa es la señal. Sobre la mesa brilla un revólver ajado por el uso. Era de mi padre. Lo conservábamos en casa sin hacer muchas preguntas. Yo también lo guardé tras su muerte sin darle vueltas a qué uso podría darle. Funciona. De probarlo me he encargado a primera hora de la mañana, en el campo, en un paraje donde rara vez suceden cosas y, si suceden, se ocultan tras los carrizos.

Se lo dije el día que nos conocimos. No sé perdonar. No creo en las segundas oportunidades. Siempre lo digo. Aun así ellos se empeñan en jugar a trileros. Luego, las cabezas hundidas en el pecho, los codos sobre las rodillas, las lágrimas. Esas lágrimas gordas como brochas de pintor. Si se diera cuenta de lo que me aburre todo esto. Lo he advertido ya demasiadas veces. A él, a otros. Por eso, hoy es distinto.

Queda poco para que llegue el panadero. No sé cuánto. Nunca viene a una hora fija. Si ha tenido algún problema con la hornada, podría tardar más de una hora. A él ese tiempo se le haría insufrible. Si la gente hoy ha comprado poco pan o si el panadero no se ha entretenido demasiado haciendo la ruta, podría tocar el claxon en unos instantes. En este preciso momento, podría estar girando la esquina y colocando su mano sobre el botón del centro del volante. Estoy segura de que en su estado yo agarraré el arma primero.

—Yo… yo… —dice sin que el temblor de su voz deje paso a palabras enteras.

Lo que me duele, en realidad, es que Ramón haya sido tan torpe. Es como si no fuera capaz de seguir un manual de instrucciones. No le pedí que no me engañara. ¿Quién puede pedir eso hoy en día? Sólo le pedí que si lo hacía, no lo dijera. Aún ahora creo que no lo entiende. Incluso puede que ahora lo entienda menos que antes. Sólo quería que cargara con la responsabilidad de haberme engañado, de saber que los días serán ahora menos perfectos, que en nuestra pareja hay un secreto enterrado entre los dos, bajo la mesa, como un brasero de cenizas incandescentes donde uno de los dos puede meter el pie algún día.

El panadero no llega. Ya va llorando menos. Si oímos los pitidos cuando Ramón ya se haya tranquilizado habrá sido mala suerte. Si él está tranquilo, puede ganar. Es más rápido y tiene los brazos más largos que yo. No puedo adivinar si dispararía, pero le he dejado claras las normas: “Si no disparas, en cuento te desprendas del revólver lo haré yo”.

—¿Por qué me haces esto? —pregunta.

Ha recuperado el habla. Mala señal. Y mala pregunta. Ya se lo he dicho muchas veces.

Engañar es fácil; confesarlo es de cobardes. Es no querer reconocer que eres el peor y no saber vivir con ello. Se habla mucho de la redención del perdón, pero ¿y la redención de la culpa?

—Quiero que sepas que no te perdono.

Alzan la cortina del patio y la luz inunda la cocina. Me giro. Ha debido de ser la corriente. 

Acto seguido, Ramón agarra el revólver y dispara.

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