
Querido Juan
Empezaré diciendo que la fuerza sale riendo solamente con pronunciar tu apellido en silencio.
Hay ruedas que desgarran y certezas que te hacen dudar de todo menos de la vida. Pero no hay mayor acierto que encerrar las armas en un respiro de los que nacen ya con espaldas erguidas. Te leo y entiendo el promedio de los dedos engarrotados por la rabia de saber que siempre falta algo.
Ahora sé que la confianza tiene color, aunque nos falle el poder y la mesa donde siempre se sientan los mismos. Ahora entiendo que la tilde de vándalo se la ponen aquellos que escriben sobre paredes sin miedo al gris. No hay mayor referencia que la que tú nos dejas. No hay mayor paladar que el que se encuentra pegado a tu puerta salivando en plena lluvia ácida.
Hay cosas que no debiste vivir, Juan: como el robo de tu carne o la presión de las barras de metal sobre esa sien que nunca aceptó ningún refrán argentino. A asno lerdo, arriero loco, decían, ¿verdad? Como si el dicho pudiera callar el ruido de quien conoce el verdadero camino de la salvación.
Hay ruido. Claro que lo hay. Pero no el suficiente para seguir suspirando tu apellido en bajito y que no vengan niños hambrientos de golosinas aladas.
Llevamos un año en estado de alarma y acaba de fallecer la mano que consiguió devolver a Miguel Ángel a la vida. Pero en la Capilla Sixtina sigue sonando su nombre a gritos desde los poros de un azul que provoca de todo, menos Juicio.
Son tiempos difíciles, Juan, pero tenemos mesas de sobra y sillas de madera maciza para sentarnos y escribirte.
Acabaré diciendo que la fuerza sigue intacta, riendo a carcajadas.
Gracias,
porque ahora por fin sé, que se vive de amor, maestro.
