
Zahara C. Ordóñez
-Editorial Titanium-
Como una ventisca de aire fresco emerge la Fantasía en manos de Zahara C. Ordóñez. Málakor es un gran ejemplo de lo adulto, complejo -y coherente a la par- y disfrutable que puede llegar a ser el género fantástico-épico para cualquier lector más o menos ajeno a una cierta constante bañada en sus cánones más obvios. La gigantesca y preocupante paradoja de la Fantasía es que tiende a repetir formas, moldes y tópicos. La virtud de aquellos pocos que sobresalen en sus márgenes va más allá de una cuestión de originalidad: se puede hacer alta literatura con el infinito como compañero, como reto de acotación bien ejecutada y como excusa para narrar aventuras apasionantes.
Málakor nos ha encantado. Sus veinte capítulos, rematados con un atractivo epílogo y un glosario ineludible que contribuye al asentamiento de la ingente cantidad de voces y figuras deslizadas a lo largo de la obra, es precedido por un mapa de la región de Luara, donde se desarrolla la historia. Señalamos ya, sin esperar más, la maravillosa labor de edición y diseño realizada por Editorial Titanium, que una vez más vuelve a no dejar indiferente a nadie, personalizando el tono y los propios intereses visuales del contenido.
Los primeros pasos son eminentemente contextuales: comenzamos nuestra aventura, narrada por boca del propio Málakor, en Ledaria. Ese aroma contextual, que envuelve la presentación del enclave original de nuestro protagonista y de algunos de los personajes más relevantes, como Derian, no esquiva voluntariamente una acción liberada desde las primeras palabras: Zahara nos enseña el tablero, pero además comienza a mover fichas sin perder tiempo ni páginas. Comprobaremos pronto que el ritmo es alto y el vértigo aparece como un componente básico para sumergirse en los múltiples detalles del argumento y su decorado. Ya en el primer capítulo se proclama la gran causa a priori esbozada como el fin en sí mismo de la obra: el encargo a Málakor, destinado a visitar Ardacia para acabar con la vida de su princesa: Élinor Tríanor.
En la segunda fase de esta presentación de la trama, esto es, en el segundo capítulo, pues ambos -primero y segundo- constituyen una suerte de introducción implícita, se produce el primer gran giro, doblemente impactante por su incidencia en el devenir de la historia y en el propio desarrollo estructural de la misma, cuyas aparentes obviedades apriorísticas se tambalean hasta quedar reducidas a la nada. Ardacia se nos presenta idílica y musicalmente, contrapuesta a la vulgarizada Ledaria. Es un paraíso a seis días del infierno. La misión original es despedida. Con ello surgirán las consecuencias y los movimientos que harán de la propuesta de la autora una carrera por la supervivencia de nuestro protagonista y, sin desear caer en clichés, del bien, de lo bueno, de los buenos.
Se introducen inmediatamente dos elementos: el ente espiritual protector -en otras tradiciones literarias reducido a amuletos o talismanes- y el aura de héroe que comienza a desarrollar Málakor a partir del tercer capítulo. Es importante recoger al mismo nivel el sentido de “viaje” que tanto juego va a dar como recurso y como hecho; vamos a acostumbrarnos al movimiento incesante, al desplazamiento de los actores y actrices como rutina por la tan bien lograda atmósfera de Luara.
La versatilidad descriptiva funciona a las mil maravillas: Zahara asume el riesgo de extender el escenario hasta contar con tantos y tan diferentes reinos, parajes y paisajes. Cumple con nota: presenta de manera creíble las diferencias que permiten tal diversidad; lo hace, además, con naturalidad y desparpajo. En esta misma línea, debemos mencionar que en ningún caso hemos sufrido una “muerte lectora por exceso de información”, problema del que podría adolecer la novela al aportar tantísimos datos y nombres. El buen diseño de los personajes es un estupendo soporte que contribuye a despejar dicho problema.
Avanzamos por los pasos de Málakor en un torrente de creciente tensión -ambivalente: negativa y positiva- entre Leyla Aderwyn y él. La misión viró hacia otros lares hace unos cuantos capítulos y, conforme ha ido aumentando la complejidad, también ha ido ramificándose la oportunidad de impacto argumental, dada la amplitud del abanico de personajes y situaciones que se suceden bajo ese manto de cierta “nueva rutina”.
Como un antagonista natural del perverso Derian, el Maestro Háchpirey se asienta en la concepción de personaje central, en tanto en cuanto referencial para el propio Málakor. En el capítulo octavo se produce el siguiente bombazo (a la misma altura del impacto que se produjo en el segundo). La acción se desata fuertemente y las consecuencias vuelven a ser tremendas para Málakor y su entorno.
El ecuador de la obra, el puente entre el 10 y el 11, restalla en intensidad: todo se vuelve desde aquí hacia delante más oscuro, más crudo, más pasional. Málakor le hace justicia a su propia esencia afilada y se desentraña la mitología que alimenta el pasado, el origen terrenal, la historia de Luara y sus reinos.
El tramo del tercer cuarto supone una tarea de profundización horizontal y vertical: se densifica estática la trama y se ahonda en los sentimientos, las relaciones interpersonales y su reflejo sobre el conflicto a resolver. Para entonces el lector ya ha tomado nota de los tics de cada personaje, de los rasgos básicos de su personalidad y conoce perfectamente los puntos en los que todo confluye hacia la paulatina -más pausada que nunca- apertura final hacia la luz.
Los últimos tres capítulos iluminan las páginas con una eficacia y una exquisitez admirables. Infierno y paraíso, oscuridad y luz, noche y día, lo terrenal y lo divino, lo onírico y lo hiperrealista… Es la culminación de tan potentes contrastes en una secuencia transformadora de gran belleza. Háchpirey vuelve a ocupar un lugar crucial en el retrato definitivo; sustituye parcialmente a Leyla en ciertas funciones afectivas y descarga el bienestar de un Málakor que ha seguido fiel a sus instintos y su carácter.
El tesoro, el descubrimiento álgido, atañe a Málakor, a sus propios y más etimológicos orígenes. Las revelaciones finales, respecto de procedencia, idiosincrasia y rasgos intangibles, son mostradas con emoción y maestría.
Alcanzamos el epílogo con entusiasmo: ciertas nubes aún no se han disipado y otras dejan brotar plena claridad sobre el horizonte. Nos interesa abrazar ambos frentes. Tenemos que aplaudir igualmente lo bien que la autora decide no caer en el exceso de felicidad, tan sencilla de ser impuesta en este punto, con todos los ojos esperando la cascada final de sucesión de grandes noticias, relaciones idílicas y futuros rosáceos. Nos congratula la rotunda honestidad con la que su creadora trata a su vástago creado.
El estilo zaharesco es fascinante. Tomando como virtud la mencionada utilización de la boca del protagonista para la voz narradora, la heterogeneidad de recursos y sistemas comunicativos es rica y original. Deseamos destacar aquí la estupenda decisión de la presentación de los títulos de los capítulos y el epílogo con la fórmula preposicional encabezada por ‘De’ que tan transparente y sinóptica nos informa del contenido venidero, en un tributo en sí mismo a la tradición cuentística de índole épica. Como reverso de dichos inicios, una abundante colección de capítulos concluyen con nuestro héroe yéndose a dormir, comenzando a dormir o a soñar o dando a entender que se despide de la jornada como el lector se despide del capítulo.
Centrándonos en la voz de Málakor, nos gratifican especialmente el mantenimiento identitario de su tono, su léxico y su expresividad a lo largo del grueso de la novela. Nos seduce particularmente su interpelación a los lectores -con preguntas retóricas, razonamientos…- y la inclusión del modernísimo elemento gráfico de la “nota mental”.
En contraste con esta principal voz, debemos señalar la importancia capital del diálogo como forma narrativa -casi- predominante, esencial en todo momento. Como regreso último a ese síntoma de originalidad, rescatamos también en esta lista la inclusión de “mensajes textuales” vertidos literalmente sobre el lienzo de las páginas, así como las canciones versificadas plasmadas ante nuestros ojos. El humor, por supuesto, no queda relegado a la anécdota y aporta pasajes y líneas brillantes que acarician la carcajada más espontánea; muchos momentos cómicos tienen que ver, precisamente, con el repertorio formal y semántico que nos regala la autora.
El sabor es inmejorable. Necesitamos más de Málakor; queremos conocer sus próximas vivencias, sugeridas por esos retos reunidos al borde del último punto final. Zahara C. Ordóñez ha hecho un fantástico trabajo -lamentamos el chiste fácil-: su novela merece un rincón muy bonito en nuestra estantería. Arriba, donde la vida hace cosquillas a los sueños.
-Altavoz Cultural-
¡¡Muchísimas gracias!! Como siempre magníficos y desprendiendo amor por las letras a cada paso. Me siento bendecida y muy feliz de que os haya gustado. Un abrazo enorme.
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