III Jornadas sobre Arte y Cultura del Escalofrío

Altavoz Cultural 

Amparo Montejano (Círculo de Lovecraft)

Román Sanz Mouta

Zahara C. Ordóñez

José Mellinas

¿Os asustáis leyendo literatura de Terror? En caso negativo, ¿lo creéis probable? ¿Qué sensaciones reemplazan entonces ese sentido de pánico?

Amparo Montejano: Siempre. ¿Cómo no hacerlo? Creo que el ser humano busca el terror, en este caso el que dimana de las letras, como una vía o válvula de escape que canalice sus miedos hacia la construcción (en síntesis) de una identidad más fuerte que le permita una adecuación positiva frente a las eventualidades que le son adversas y que, querámoslo o no, se hacen consustanciales a la vida. En definitiva: ¿por qué nos gusta sentir horror?, ¿por qué nos gusta que nos asusten? Porque la sensación de un «peligro controlado» nos es cautivadora: lo terrible está ahí, pero no marcha contra nosotros, espectadores omniscientes (o no) del espanto que los personajes van a experimentar en carne propia. ¿Somos voyeurs entonces de lo terrible? Sí, yo lo soy; de lo terrible que sé que no es cierto, que no deja de ser mera ficción; de hecho, cuando las historias que caen en mis manos presentan el doble juego de la fiabilidad (constatada) que las dota de ese componente trágico que resulta de adaptarlas al arte (cine, literatura…), esas crónicas de sucesos se tornan transgresiones malignas; historias que me producen un pavoroso escalofrío, pues creo que nada hay más terrible que un relato de terror recreado en un hecho veraz y luctuoso que, por su cualidad de siniestro, de lúgubre, trasciende a su tiempo y a su «espacio natural». Sin embargo, cuando experimento el terror desde mi salvoconducto de indestructibilidad (solo es un cuento, solo es una película, solo es un cuadro…), la experiencia del miedo se transforma casi en beatífica, en un alivio para el alma; en definitiva, en deleite.

Román Sanz Mouta: Lo cierto es que no me asusto con la literatura de terror (y eso que lo busco con anhelo), aunque sí me la lleve a las pesadillas posteriores. Me pueden sobresaltar algunas escenas afines a mis propios miedos o fobias; jugar a la sugestión con ello y la atmósfera que me rodea (sin el consumo de sustancias, me refiero). Pero creo que la clave es generar una sensación continua y creciente de desasosiego, que perturbe la historia que se cuenta y sea capaz de llegar al espectador-lector. Que posea un vínculo con la realidad de cada cual. El miedo, como el humor, son emociones muy personales, de las más poderosas (y en el caso concreto del miedo, uno de los motores de la evolución humana), y cada cual las disfruta y las sufre a su manera, evolucionando además según la edad, el ánimo, y muchos otros factores. Porque no somos la misma persona hoy que ayer que mañana, y nuestros miedos tampoco (excepto ese tan enraizado que vive con nosotres…).

La novela de terror aspira a producir un horror colectivo (desde lo pequeño hasta lo absoluto, de la insinuación de lo erróneo hasta ser anegados sin salvación posible),

algo que pueda alcanzarnos a todes, que nos inquiete y nos haga seguir pensando en ello tras cerrar las páginas del libro en cuestión (sea la oscuridad, un ruido, un bicho, un tipo de casa, la niebla…) atrapados en la tela de araña de dicha historia. Con inseguridad por si fuere posible.

En resumen, leer terror es una experiencia, y todavía no ha alcanzado el género su culmen.

Zahara C. Ordóñez: Sí, aunque no con todas las historias. Creo que asustar es todo un arte y es algo bidireccional porque no solo depende de quien escribe la obra, también de quien la lee y de cuales sean sus miedos. En lo personal, disfruto mucho y llego a asustarme con aquellas que recrean entornos cotidianos que pueden amenazarnos. El amigo que no lo es; la casa embrujada… Ese lugar en el que deberíamos sentirnos seguros y acaba siendo nuestro peor enemigo. Me ocurre también con aquellas historias que aluden a los miedos primarios como la oscuridad, la muerte, la soledad… Los escenarios góticos me apasionan: castillos, ruinas, cementerios… Dame un relato clásico de espectros y me verás mirar a mi espalda cada dos segundos. Lo desconocido me causa tanta curiosidad como miedo. Y la posibilidad de encontrarnos con ello en mitad de una noche oscura con una tormenta me asusta doblemente.

José Mellinas: En muy pocas ocasiones, la verdad, pero adoro esos momentos en los que realmente la letra se me mete debajo de la piel. Pocos autores han conseguido eso, tocar la tecla adecuada.

¿Dónde radica según vuestro criterio la belleza estética de las obras literarias de Terror? ¿Cómo consideráis que se forja y dónde la apreciáis especialmente?

Amparo: Creo que con la primera pregunta he contestado (juro que sin querer) esta segunda cuestión, pues es más de lo mismo, y es que lo terrible también está dotado de belleza. Porque la belleza no es sinónimo de dulzura ni de ingenuidad ni de perfección: hay belleza en un cielo azul, pero también en uno enmarañado y gris que se abre a las tormentas. He ahí la fuerza de lo natural (de la religión cosmiscista), de la estética de la imperfección o estética de lo amorfo que no deja de ser arte.

Como plantearía Edmund Burke en su tratado A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful, hablamos de una estética del miedo/terror para tratar una emoción inherente a nuestra condición humana. Lo sublime, lo siniestro y lo abyecto conforman esa estética del miedo que nos es gozosa si es que es relativa. Lo sublime se entiende como un puente entre el peligro (una amenaza o fuerza que va más allá de nuestra razón individual) y el deleite (que no placer positivo); lo siniestro como una amenaza íntima, de nuestro propio subconsciente (nuestra sombra, como diría Jung), y lo abyecto, como lo más desgarrador fruto de la putridez consustancial, con las que la estética del miedo juega, con las que la estética del miedo forja su pandemónium de belleza.

Considero que la literatura, como cualquier otra forma artística, se adecúa a ese concepto subliminal cuando consigue evocar en el lector/espectador las ideas de dolor y de peligro (sin que éste se halle realmente en tales circunstancias). Hay tanto arte en lo que se oculta como en lo que se vislumbra a plena luz; es diferente, sí, pero no deja de existir, no deja de ser, no deja de coexistir con nosotros. «Arte obscuro» que se relaciona con lo sublime a través de privaciones (soledad, obscuridad…), y que se desmadeja a nuestro alrededor en forma de vacuidad e infinitud: criaturas abisales, partículas microscópicas dotadas de un terrible aguijón de muerte, o bien amenazas que desde el espacio nos orbitan, nos observan…, aguardando. Stephen Hawkins, por ejemplo, era totalmente contrario a que se hiciesen envíos de «mensajes espaciales» en los que, como el de Arecibo, informábamos sobre la situación de nuestro sistema solar, de nuestro planeta, de nuestra humanidad… ¿A quién? Y es que esta gran mente de nuestro tiempo no dudaba de la superioridad tecnológica de la civilización o las civilizaciones que receptaran nuestros envíos, y que, huelga decir, seguro se regirán por un concepto darwinista (natural) de «preservación de las razas favorecidas en la supervivencia»; esto es: los que «vengan de fuera», de la oscuridad impenetrable y universal que nos acordona en el vacío espacial; no lo harán para integrarse a nuestras formas de comportamiento (presentes en el concepto heterogéneo de humanidad); no. Lo harán imponiendo «la supervivencia del más adaptado», y, qué duda cabe, que el hombre actual no se encuentra en tal coyuntura. Sí, sé bien que diréis que esto es una idea muy lovecraftiana por el hecho de violentar la realidad habitual, nuestra realidad habitual, pero no negaréis que el instinto de supervivencia que presenta todo lo que está vivo (individual o como especie) es más poderoso que ninguna otra emoción. Y aquí (lo siento, me lo pide el texto y el cuerpo) citaré a Howard Phillips Lovecraft cuando hablaba, así, del miedo:

«La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido».

Román: Abarca toda su extensión. El lenguaje. La forma. El fondo. El camino para llegar. Los desenlaces. La causa y efecto. Las descripciones. La locura. La tenue y quebradiza frontera entre ficción y realidad. El pacto con el lector y la manera de hablarle.

Creo que, en el terror clásico, las construcciones lingüísticas se esforzaban por generar un ambiente ominoso, unas criaturas perfectamente perfiladas dentro de su época. Y estaba dotada de musicalidad. Con perfeccionista corrección.

Luego, el miedo a través de la letra cambió a medida que lo hacían los tiempos a los que debía adaptarse. Los códigos para acceder a muchos pánicos y fobias, saliendo de los estereotipos habituales: fantasmas, asesinos, posesiones, monstruos, entidades. Y, además, con la capacidad de fusionar varios de estos elementos para potenciar el efecto en el lector.

La verdadera belleza es conseguir que el todo -lenguaje, protagonista (víctima, o quizá villano encubierto), amenaza, atmósfera y trama- sean lo suficientemente fuertes y complementarios para enganchar, para seducir, para crear una empatía tan grande que te transporte a las páginas de la novela en cuestión.

Aunque, a título personal, cada cual tenemos referentes de esa misma belleza, y la belleza puede hallarse en lo truculento. En mi caso, y dónde más lo aprecio; cuando te encuentras con una construcción inesperada e inexistente, inventada, recién nacida, que expresa todo lo que debe mejor que como se ha conseguido hasta ahora. O cuando descubro una palabra extraña, arcaica o marginal que encaja consiguiendo que funcione todo el mecanismo, realzando el brillo de la frase, página y capítulo. Y, siempre, siempre, cuando el narrador se dirige a ti y te convierte en protagonista.

Zahara: Creo que las obras literarias de terror pueden presumir de aunar dos cosas diametralmente opuestas: la belleza y el miedo. Cabe imaginárselos a priori como dos dioses griegos nacidos para propósitos distintos que terminan por engendrar. Como el famoso enemies to lovers. No cabría esperar belleza en el terror, porque nadie imagina el miedo como algo hermoso, pero cuando el autor sabe describir bien una atmósfera lúgubre, recrear la tensión en los momentos precisos; situarte en ese instante entre la vida y la muerte donde un mal paso te lleva al abismo; cuando consigue que sientas el miedo del protagonista. El nerviosismo. La punzada en el estómago. Al final esto puede extrapolarse a todos los géneros, desde luego, pero en el terror ocurre que no esperas que sea hermoso, y lo es. La belleza estética radica, desde mi punto de vista, precisamente en eso: en hacer bello narrativa y visualmente hablando lo que a priori no lo es.

En su creación hay algo de visceral e inexplicable, pero a la par también se rige por unas pautas concretas que han funcionado desde siempre. En la conjunción de ambas es cuando se vuelve sublime.

Aprecio esto especialmente en la literatura clásica de terror, porque además juega con escenarios que ya de por sí son visualmente muy atrayentes y con una estética que ya tenemos interiorizada como terrorífica: la mansión victoriana, el vestuario tan evocador de otras épocas, las grandes escaleras monumentales, la figura que ocupa la ventana de la buhardilla donde no debería de haber nadie; la vela que se apaga sin que sople el aire; el ser etéreo al final del pasillo; la tormenta en el momento preciso…

José: Desde la honestidad de sus autores o autoras. Si noto postureo en el texto, me distancio fácilmente de la obra o me es más difícil encajar con ella.

¿Prefieres leer una obra de Terror en su lengua original, en aquella en la que fue escrita por el autor? Justificad vuestra respuesta, por favor.

Amparo: Cierto es que a veces la siento como necesaria. Veréis, creo que el trabajo de un buen traductor/a resulta encomiable: debe no solo convertir las palabras de una lengua a otra dándoles un sentido significativo y coherente, sino además saber trasladarlas a la «cultura lexicológica» a la que está destinada para que la traducción de ese volumen concreto (con sus particularidades estilísticas, morfológicas, de sintaxis…) sea lo más parecida a la versión original; es decir, la obra no debe perder su esencia, y, en muchas ocasiones (por desgracia), una mala traducción convierte un poema o un relato grandioso en algo pésimo. Y sé bien lo que me digo: me he topado con obras de grandes escritores que, tras ser traducidas, quedaban reducidas a meros rescoldos de un fuego que, en su «lengua materna», refulgía con la claridad de una centella en una noche sin luna; composiciones poéticas que, dándoles su artífice rima, eran traducidas sin ánimo de lograrla, sin intención alguna (imagino que por cuestiones de edición) de preservar el arduo trabajo de un escritor que se pasaba las horas creando rimas que, después, fueron esquilmadas como se esquilma el pelo de una oveja Castellana llegando el estío. En fin, un despropósito. Por eso siempre digo que un libro es un «Artificio de Maravilla». Y ese artificio está compuesto por cientos de engranajes que deben funcionar al unísono para que ese libro o linterna mágica proyecte su interior hacia el interior del lector, agrandando sus vivencias, cuantificándolas… De ahí la importancia de lo escrito (del contenido), y del marco en el que es mostrado (el continente), y de la forma en la que su contenido es proyectado (traducción, ilustración…). Es un trabajo global, arduo, que hace del libro, de un buen libro, un contexto único en el que perderse.

Román: Depende de la traducción. Lo equiparo, seguro que sin conocimiento, con los doblajes en el cine. Es evidente que en ese medio se pierde parte de la interpretación del actor o actriz, por mucho esfuerzo que hagan los dobladores, quedando el resultado ligeramente más pobre (o exageradamente, según el caso).

En literatura sucede similar, y no creo que solo con el terror. La terminología que se maneja y los recursos narrativos o las construcciones creativas son desarrolladas ex profeso por cada maestro y maestra para desafiar, sugerir, provocar, atenazar, emocionar, desatando un efecto concreto que se puede perder con la más mínima modificación (o extraviar su comprensión). Aunque lo he intentado, degustar las versiones originales, me veo limitado por mi pobre conocimiento del inglés, y es verdad que accediendo a las diferentes traducciones de los clásicos se perciben notables diferencias (me encanta cuando los grandes escritores trasladan obras de otros genios similares, atemporales todes). Pero no resulta menos cierto que hay enormes traductores y traductoras (Érica Couto-Ferreira con la reciente «Bohemios del Valle de Sesqua», del hasta ahora inédito en castellano W.H. Pugmire) que nos acercan las obras a nuestra lengua sin perder un matiz o una sensación.

Pero me gustaría dejar otra cuestión al aire: el traductor o traductora ¿debe limitarse a pasar de un idioma al otro de manera casi literal (dentro de los ajustes necesarios) o puede aportar de su pluma para enriquecer la obra (evitando cacofonías, reiteraciones, mejorando la sonoridad, escogiendo una palabra más adecuada…)?

Apuesto por lo segundo, pues cada idioma tiene sus claves y magias.

Zahara: Sí que es cierto que leer en la lengua original de un autor te hace conectar de forma más directa con él y con sus expresiones, pero para ello también has de tener un buen manejo del lenguaje o te perderías muchas cosas, y leer mientras tratas de traducir puede hacer que una obra se vuelva tediosa y no te llegue del mismo modo. Cuando se trata del terror, además, hay que generar una atmósfera inmersiva y estar consultando el diccionario todo el rato no ayudaría. A título personal, además, tengo gran confianza en los traductores literarios de este país y me gusta leer obras en castellano. Por poner un ejemplo, hemos conocido a Poe desde los ojos de Cortázar y creo que no nos hemos dejado nada en el camino. Poe brilla de su mano. Y así muchos otros.

José: No me importa una traducción si es buena y cuidada (puntos extra si no desvirtúa el original). Aunque desde luego predomina la obra tal y como fue concebida.

¿Cómo valoráis el canibalismo como forma -recurso gráfico, medio descriptivo- y fondo -tema tratado- en la expresión literaria del Terror?

Amparo: Pues lo valoro positivamente si es que añade contenido al contenido; si es que me hace experimentar esa terribilidad que vaga en lo abyecto, y que presenta al hombre y a su destino como una fluctuación más de la vacuidad de la carne. Eso incluiría el recurso, pero también el tema si es que su acomodo desestabiliza la estética del terror que, como decía Ann Radcliffe, es suprema forma del miedo. En definitiva, si es que la repulsión entra en el juego por exigencias de guion me parece acertado, maravilloso. Mas, cuidado, porque generar miedo única y exclusivamente con la premisa de la repulsión como estandarte creo (en mi humilde juicio) que transforma una narración en algo meramente escatológico. «Casquería» sí, pero solo cuando es necesaria para que el lector experimente la auténtica y compleja experiencia terrorífica que se obtiene del MIEDO.

Román: Me parece una herramienta más, ni mejor ni peor, para atemorizar. Es un miedo atávico, algo que traemos en el ADN, y que no resulta una idea inaccesible para ninguno de nosotres si nos viésemos en las situaciones más extremas y nuestra vida dependiera de ello. Cuasi afirmaría que institucionalizado en el subconsciente más profundo. Habría que diferenciar canibalismo como supervivencia y sobre cuerpos recién fenecidos (con o sin violencia), o la caza del hombre para ser devorado como manjar sin la necesidad per se.

Cual recurso gráfico resulta muy visual, descarnado, sangriento, crudo. Provocando además con el enigma del sabor y la duda moral. Las descripciones apelan a ese grafismo, creando situaciones truculentas que nos retuercen, a más que quieras recrearte en la escena o escenas, y su fondo, como digo, depende de la situación y los caníbales en cuestión. Y se afronta la degustación de dicha novela según tal premisa. Como ejemplos:

– Imagino un animal salvaje devorador de humanidades que acaba siendo un hombre, quizá eslabón perdido.

– Una tribu perdida y no descubierta que siempre ha cazado y se ha alimentado de clanes rivales o, si no queda más remedio, de sacrificios propios.

– Un grupo accidentado en clima extremo, emplazamiento aislado y sin recursos, que no tiene más remedio que probar la carne de sus propios caídos, o incluso sortear o traicionar a uno de los suyos para procurarse esa comida.

– O, más cercano a la maldad, un grupo de gourmets que deciden permitirse el lujo de escoger, cazar y cocinar víctimas, sin ahorrarles sufrimiento, para experimentar nuevos platos, sabores, experiencias culinarias. O un gastrónomo sibarita y solitario… Puro exotismo.

Todas pueden dar su juego, sin duda, aunque mi apuesta casi siempre es combinar temas tanto como géneros, sin cerrarse a una sola trama, para enriquecer (es la palabra apropiada) la novela e historia. Para este supuesto, y con cualquier acercamiento al terror.

La cuestión: ¿todo vale?

La literatura es creatividad, libertad, crítica social (burla incluso), deformación de la realidad, imaginación sin fronteras. Y, escrito con respeto, por supuesto que no hay tema tabú. Además, mantengo que no está todo inventado, y que los caminos del terror nos van a conducir a lugares insospechados, nunca vistos, y con nuevas maneras de ser contados para cautivar al lector.

Zahara: Es innegable que el canibalismo como recurso gráfico tiene una fuerza asombrosa. El acto de un ser humano devorando a otro causa tanta repulsa como curiosidad, porque en nuestros estándares morales y éticos es un atentado en lo físico y también en lo simbólico. El ser humano se ha situado a sí mismo en el centro del universo y él es quien come, no el que es comido, por eso nos asusta tanto, por eso nos repugna, porque supone relegarnos a un eslabón de la cadena al que no creemos pertenecer. Además, va más allá del acto de asesinar. Es, digamos, un peldaño más en la crueldad de arrebatar una vida. No solo matas a una persona. También la ingieres. Es un acto de control absoluto; del cazador y su presa; el caníbal tiene más que nunca el poder. No solo se conforma con matar, ha de poseer a su víctima incluso después de muerta y hacerse uno con ella. Es una forma de rebajarla a lo más ínfimo. Ingiere la carne y también su alma, porque la ha destruido al reducirla al contenido de un plato. Creo que por eso es tan poderoso, porque quien lo practica no se alimenta de carne por saciar su hambre física, lo hace por saciar otro tipo de hambre más oscura y truculenta. Quienes lo observamos tratamos de entender el porqué. Qué lleva a alguien a devorar a otro. Ha habido casos de ingestión de carne humana por necesidad. No sé si recordáis el famoso accidente de avión en los Andes. Si no se comían a sus congéneres morían y eligieron sobrevivir, al igual que nuestros antepasados según pruebas arqueológicas. Pero los más poderosos son aquellos que se hacen por elección. Hay referencias a su práctica en las sociedades antiguas, algunas de ellas ligadas a rituales de carácter místico. El canibalismo, al fin y al cabo, es también una cuestión cultural. Los animales que forman parte del menú de la mayoría de las personas también son seres sintientes en mayor o en menor medida. Ningún ser vivo quiere morir y ni mucho menos ser comido. Qué nos comemos o, en este caso, a quién nos comemos forma parte de un proceso que se ha desarrollado a lo largo del tiempo, por necesidad y cultura.

En cuanto a hacerlo fondo de un relato de terror, creo que sin duda es capaz de arrancarnos algún escalofrío o, como mínimo, un gesto incómodo. Esa crueldad que nosotros infligimos sobre otros seres vivos podría sucedernos. Podríamos ser el último eslabón de la cadena para alguien. Su cena. Y seríamos digeridos después y excretados. Es degradante. Terrible. Quien es devorado ha sido reducido a un desecho, quien devora ha perdido toda humanidad. Es perturbador.

José: Un arma de doble filo: puede utilizarse como una vía de escape truculenta y sencilla para impresionar al lector, pero también puede servir como alegoría para tratar ciertos temas (el cine lo ha hecho muchísimas veces).

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