Premio Adonáis de Poesía 2019

Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández 2021

-Ediciones Rialp-

     Hay obras que son reconciliaciones. Los días eternos de María Elena Higueruelo nos ha vuelto a abrigar como antaño, con aquellos versos cepillados con peines de oro, con un ritmo musical de color rosa y con la dulzura cruda que tanto bien le ha hecho al perfume de la poesía desde sus primeros balbuceos. 

     Los días eternos es todo lo bueno que parece. Es fino, grácil, elegante, pero no huele a conservadurismo cerrado, a desván polvoriento: es actual, fresco, recio pero accesible. Es, acaso, uno de los trabajos poéticos más impresionantes de lo que llevamos de siglo.

     En el aspecto formal, nos encontramos con una simetría que sospechamos que no es tan consciente como parece, sino natural, al aire, libre de caer como cae, de colgar como cuelga y de dibujar una estructura interna tan milimetrada como adecuada, ideal para el desarrollo de las diferentes versiones de una misma voz poética.

     Victor Hugo, Chantal Maillard y un adaptado Ralph Waldo Emerson aguardan en el jardín de la entrada. Traen la luz, el brillo y el tiempo como condimentos esenciales del imaginario que nos adentrará en el escenario de Higueruelo. Además nos muestran sus manos, manchadas de los propios conceptos de “días eternos” -volveremos al Booz dormido de Hugo mucho más tarde-, y ‘poesía’ -como artefacto liberador hacia mundos nuevos-; incluso nos susurra Maillard desde su Matar a Platón. El pastel de bienvenida queda delicioso. El pensador griego será conductor argumental de Los días eternos, cuyos bloques seccionales serán introducidos por determinados fragmentos del libro séptimo de su República.

     Hallaremos siete composiciones dentro de cada parcela, dispuestas linealmente respecto de una construcción incremental y progresiva hacia el todo definitivo: Noche oscuraLuz primeraLa caídaNoche blanca conformarán el ciclo performativo y emocional del poemario, que mantendrá regulada la euforia y hermético el suspiro.

     Los días caducos, una suerte de prefacio poetizado, y Cosecha el día, especie de posfacio en verso, encuadran como respectivos inicio y término del viaje la obra en sus márgenes más amables, aún dentro del papel. Higueruelo nos espera ahí, en su ‘caverna’.

     NOCHE OSCURA

El alumbramiento -perdón- de la criatura que portará la voz narrativa. Ella con sus ellas y su mucha, muchísima negrura. Nos cuesta rememorar algún segmento tan oscuro en cualquiera de los tantos libros de poesía que hayamos disfrutado. Es un arte fascinante esto de pintar de negro con el léxico, el tono y la evocación. 

Este primer estado es el solitario, el drástico, el descorazonador -por hiperconsciente, en primer lugar-. En él se presenta a sí misma la niña María Elena: retrata parcialmente algunas de las claves de su generación -1994-; contextualiza en su más tierna infancia la falta de trauma y dolor como paradójico síntoma de una precoz apertura de ojos a la vida. Aniquila, oh, vaya que sí, el tópico más insulso de la tradición poética: no hubo daño ni tristeza en el motor creativo primigenio. Higueruelo eligió la poesía, pero nunca fue una víctima de ello.

Sin embargo, el pinchazo es mucho más agudo por imprevisible: la brutal soledad, el hastío, la distorsión de una identidad frágil -extraordinario es Amiga imaginaria-, la ausencia de horizonte -apenas intuida en este tramo la luz-, la fiebre, los fantasmas… El cuerpo es el otro manantial: Higueruelo lo moldea, lo castiga y lo reconstruye; sabe que es su hogar, su punto de partida animal. 

En el apartado estilístico, podemos apreciar ya las salpicaduras bilingües que tanto enriquecen ciertos instantes textuales, el dominio absoluto de los silencios y las pausas y un vocabulario extremadamente extenso, anacrónico e inmortal. Apreciamos la incipiente cascada de motivos naturales -en paisajes, analogías salvajes, texturas y fuentes de descubrimiento y fascinación-. Palpamos una rotura que deberemos coser con nuestras manos mientras gateamos hacia la primera luz.

     LUZ PRIMERA

La mayor luminosidad asiste como enérgico soporte a una mayor lucidez. La flor es en esta segunda fase la gran figura, la gran imagen del desarrollo, el cual es dramatizado y embestido por un rico juego dialéctico con los propios escritores integrados a través de sus citas encabezadoras como voces interpeladas y abrochadas a capricho de una autora que se sabe cada rincón de las obras de aquellos, cada matiz flexible, cada hilo útil y práctico para el armazón de su discurso. Higueruelo escribe en tres dimensiones.

La luz también potencia una mayor transparencia de las coordenadas autobiográficas, esenciales para permitir honestamente el juego metaliterario mencionado. Lo abstracto deja paso -en un grado considerable- a lo concreto y más material. Esta “salida al mundo” es la aparición de la autora y su cuerpo-de-personaje en nuestro universo -apariencia visible y cognoscible respecto de aquel que albergaba en la noche oscura, donde era velado y reducido a las pequeñas pistas que, a tientas, debíamos descifrar-. 

Esta aparición, esta manifestación a plena luz fuera de la caverna también atañe al estilo, que apuesta fuerte por la contundencia del martillo que antes era tridente y por un polimorfismo que se expande cada vez más inconformista contra los sonidos más melódicos y los dibujos versificados más cuadrados. Ese principio de quiebro es pura adolescencia: en la poesía de María Elena y en ella misma, en cuanto a actitud y rebelión. Se despoja la autora de su asumida noche, de su asumido silencio, de su asumida quietud asfixiante y se atreve, se digna a enfocar con óptica teatral, a traer el exotismo, a irse al cine. 

Dante y Cortázar izan sus banderas en un tramo ascendente que repasa con rotulador indeleble las líneas esbozadas anteriormente. La dualidad identitaria, la sombra del yo y ‘la otra’ suponen el punto de retorno a la primera concepción. No obstante, Higueruelo vuelve a dudar de una ella que ya no puede ser, jamás, la que era, pues se trata de una configuración del presente, esbelta, un par de hectáreas más densa que aquel rastro de negro que asomaba las uñas al sol. Se avecina una tragedia y se ahoga un grito.

     LA CAÍDA

Llega la levitación. La protagonista, ciega por la luz recibida, tantea lunares para reencontrarse con heridas, recorre pasillos hacia un destino blanco que aún abrasa y asume, por supuesto, licencias expresivas a la altura de un imaginario cultural apabullante. Cuántas gemelas la integran, cuántas caminan a su derecha conforme se aproxima al clímax. Es un enorme ejército de hadas oscuras eléctricas.

Amadrina Lana del Rey y apadrina Fran Navarro. Todo dicho, tal vez. Reaparece Booz en el ecuador. La configuración es sutil pero quema en las manos: la autora acelera el ritmo y el pulso. La adultez se presenta descarnada.

La banda sonora ha cambiado y ahora suena una instrumental metalizada. Amarillo expone en lo alto el mayor malabarismo, con ecos de la Ángela Segovia que se deshace suspendida y con la dulzura dura de la Carla Nyman que pisa el agua. Personalísima Higueruelo, emite desde su cuartel general ondas de contacto con semejantes y plumas maestras. La locura consentida como consecuencia de una realidad inhóspita desliza algunas espinas del Quemar la casa de Lara Losada. De qué modo ha dominado el 90 toda la primera fila y ahora hablan a gritos en la sala. 

El vistazo al cuerpo ya es menos simpático y la incertidumbre metamorfosea en monstruos mayores de edad. La oscuridad en pura blancura. El rincón más inhabitable activa la prisa por regresar al cascarón cuando más duele el haz-ote del sol. Sin complejos ni trabas formales, acudimos al último segmento de esta travesía vitalista que nos pone el espejo entre los dientes.

     NOCHE BLANCA

Los títulos –Sombra última, Raíz de dos, pero sobre todo Invocación, Sacrificio, Trance, Purificación, y el catártico Pero estoy viva– de esta etapa concluyente se enfrentan en su funcionalidad con los otros propuestos para los bloques segundo y tercero, mucho más descriptivos y ligados a la acción acumulable -vs. la esencia y el acto en sí, que hace al decirse y no requiere de despliegue sintáctico-. Estos de la cuarta hornada cierran lo que abren los de la primera: bailamos entre hemisferios de sombras, flores y dolor. 

El tono de despedida paulatina oscurece casi por completo la melodía. Pero estoy viva repunta justo antes de estallar. Trance ejerce de culmen artístico. Como los buenos platos, el sabor que deja este último estadio logra aglutinar todas las virtudes demostradas en los anteriores bocados, lo cual nos retrotrae al magnífico equilibrio que exhibe Higueruelo en su binomio emoción-creación. 

La libertad autoimpuesta por la autora es muy disfrutable especialmente en esta llegada a meta: reúne viejos amigos y eleva un grado más su sentido comunicativo. Nos pide esfuerzo en el desentrañamiento y apuntala -desde la flor entera hasta el paraíso blanco- códigos propios que trascienden y arrollan sus vías. Higueruelo escribe borrando el pasado porque lo actualiza, lo trans{f/p}or{m/t}a, lo atesora en sus ojos. 

Esta noche blanca que finiquita el ejercicio platónico suplica paz mientras rezuma conocimiento. La adquisición ha sido completada con aplastante éxito: la mujer-pájaro y la mujer-pez quedan rezagadas y ahora el animal es mucho más imperfecto, auténtico y sabio (dolorosamente sabio). Ay, qué gozo.

     Los días caducos abre la puerta al espacio quieto, al aún temeroso estanque de sentimientos callados, ajenos a la razón y al impulso. Su solemnidad es abrumadora, tejida entre imágenes hermosas que destilan calma tensa, como apretada, y un rumor de oscuridad primaria. 

     De la libélula a la rosa. Cosecha el día remata Los días eternos con un controlado -como sujetado por correas- júbilo que atraviesa la jornada en su fila de horas. La (siempre pen)última aparición de Booz reescribe una vez más el laberíntico paisaje de la autora, que no ha dejado de superponer capas sin olvidarse de los ladrillos primitivos. Contrasta con el texto que renace al doblar la página en forma y fondo, en deje y color. Y, efectivamente, epiloga maravillosamente el poso platónico y se traga, al fin, el reloj.

     Es el poemario de María Elena Higueruelo un fiero tratado sobre el tiempo y sus pesados calambres. Su simultaneidad platónica es brillante, coherente y original. Entre mares de clásicos y tragos de novísimos nos presenta un patio de voces único y poderoso. Ella se sitúa en el centro y modera con una destreza pasmosa el concierto. La herida que deja es del tamaño de su prestigio. 

     El vigente ‘Miguel Hernández de Poesía’ no podría estar en mejores manos: la vocación  supracultural es brutal, la técnica es la de una superestrella. Los días eternos es una oda a la poesía total. Gloria para ti, poeta.

Altavoz Cultural

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