
V Premio Valparaíso de Poesía
Premio Ópera Prima de la Crítica Andaluza 2021
-Valparaíso Ediciones-
[Semana de la Poesía // 20-27 de Marzo 2022 – Altavoz Cultural]
El impacto que hemos sufrido con Mi hogar es una caja de mudanzas ha hecho retumbar el edificio. Vaya terremoto, qué preciosa embestida. Inclusive podemos confesar que en algún momento hemos tenido la enorme tentativa de dirigirle unos humildes versos a ese particular, horroroso, ingrato suceso que es la mudanza. Hemos digerido esta oda al temblor hogareño con los ojos muy abiertos y el corazón tiritante. No somos de rankings ni tops de cuanto leemos, pero se trata de una simple cuestión de trascendencia individual. Gracias, Cristina. Muchas gracias.
El prólogo de Jorge Villalobos es una presentación en sociedad de la autora en toda regla: desde su panorama generacional habitado hasta la relevancia de la presente obra, desmenuzada en determinados puntos calientes y elevada a un epicentro contextual arrollador. La exposición realizada por Villalobos desprende mimo y calor, casi es una adopción, un apadrinamiento enfrente del mundo.
A su estupenda carta celebratoria le sucede un prefacio de puño de la poeta que viene a hablarnos hoy al oído: Cristina Angélica nos sitúa en un escenario de cajas y más cajas, de vidas vividas y complejas de vivir, de futuro excesivamente turbulento y de cansancio personal en medio de una sociedad que destroza la estabilidad, se comporta áspera en el trato e ignora la empatía con sonoros portazos en la cara. Conectamos rápidamente con su sensibilidad y nos reconocemos en notas que chillarán a lo largo del conjunto lírico.
Un total de treinta poemas, interconectados subliminal o explícitamente en la estructura resultante, profesan una oda a la supervivencia de quien nunca conoció tierra firme, solo arenas movedizas, ausencia de cimiento en su concepción más sólida y, gloria bendita, un espíritu combativo, inconformista con su realidad.
Es la voz de Villalobos la segunda en redoblarse, pues como abre el poemario de Cristina Angélica, ella lo sella al acabar con una cita tomada de su pluma en la última composición. La otra voz -y primera en cubrir sus dos plazas- duplicada es la de Francisca Aguirre, cuyas palabras prestadas introducen sendos poemas. Completan la horda de invitados: Lorenzo Roal -a través de la primerísima cita, la única aislada del texto, previa al arranque propio del río versificado-, Cavafis, Fabio Morábito, Jaime Gil de Biedma, Luis Martínez Drake, Paul Éluard, Omar Pérez, Miguel Hernández, Luis García Montero. Faltan tres: Los tres cerditos, en un cameo espectacular que se ajusta como un guante al espíritu del texto que capitanean.
Nuestra forma de encarar la lectura de esta obra ha sido lineal, atravesando por sus alternancias dialógicas, sus irregularidades en el terreno de la memoria y el devenir, así como orientados a un rotundo final esperanzador. Sin embargo, nuestra manera de plantear este comentario será ciertamente más caóticamente ordenada, abierta al aire de lo aparentemente aleatorio y confeccionada para satisfacer desde la generalidad determinados matices que parten del grano para hacerse cumbre de monte dorado. Preparen su equipaje, dejen las puertas embarazadas con llave y usen las escaleras al partir. Cristina Angélica llama al timbre sin manos.
Reagrupación familiar: cena de Navidad responde a un comienzo estratosférico que centraliza la narración en el yo autoral personajizado, ficcionado, en tanto en cuanto Cristina Angélica será la voz en off que nos susurre -a veces grite- la (des / a)ventura de Cristina Angélica. Apuntala origen en víspera navideña, ensamblaje acaso injusto de festivos (aniversario propio y de Jesús), y extiende el mantel del primer duelo presencias vs. ausencias. Reagrupación familiar: postales sin destinatarios complementa como posdata externa, desde fuera de la casa, el sentido desangelante de la agrupación colectiva; refiere por primera vez a los buzones vacíos, carentes de pasión, desterrados a la no identificación fehaciente, como primera diapositiva de desconocimiento del otro, de los otros, de aquellas personas a las que nunca llegamos a tratar.
Propietarios pone el felpudo. Aborda desde dentro -aquí dentro siempre será dentro-de-la-casa- la pertenencia, la identidad -una de las mayores capitales de la obra- y, definitivamente, la mudanza, con su consiguiente -y recurrente- dibujo distorsionado de la familia, tan próximo a la fría otredad. Burbuja inmobiliaria completa la discusión desde una de las alegorías más dulces a partir de la percepción infanto-inocente de las noticias sobre la situación de las casas, su mercado, sus trampas, la fragilidad de sus inquilinos. Un poema repleto de juego y ternura que desgarra con su mensaje encriptado -práctica, esta de herir con manos suaves, que activará la autora como cualidad relevante de su estilo comunicativo-.
No tengo cita para renovarme el DNI desentierra la pesadilla de la burocracia multiplicada ad infinitum, voraz como jamás la hayamos conocido: desde un tremendo testimonio trufado de legalidades, peticiones y huecos que desenmascara una grave torpeza -demasiado generosos somos- del sistema, que machaca al individuo por encima de sus particularidades y asalta intimidades inviolables. DNI School funciona como su contrapartida alegórica -nótese esta dualidad narrativa tal y como la estamos exponiendo, emparejando el hecho crudo presentado crudo y su correspondiente apostillamiento dramatizado en ojos metafóricos más agraciados pero igual de -o más- contundentes. La escena elaborada en torno a la clase burocrática es ya una proeza, si bien se asume como aperitivo de la revelación superior: la auténtica escuela de maquillaje pone en marcha un baile de imágenes, disputas, denuncias y reivindicaciones tocantes a la identidad y sus castigados poros que estremecen.
Ascensores es el primer pozo de agridulce nostalgia de un pasado bastante más despreocupado, amable, que reúne en su reminiscencia los dos pilares del origen: infancia y familia. La imposibilidad de detener la vida -ni siquiera presionando el botón de emergencias-, que avanza verticalmente imparable, traza uno de los momentos más angustiosos y desgarradores del discurso poético. Conversaciones de ascensor vira el enfoque hacia los ojos y corazones ajenos, extraños, de esas personas que observan la llegada del forastero a su nueva residencia. Preguntas, indiscreciones y sospechas acompañan el camino de ese ascensor repleto de cajas de mudanza.
El binomio Rituales nos muestra una direccionalidad contrapuesta respecto de sendos protocolos. Por un lado, la búsqueda: una obsesiva procesión por los barrios y calles que transita Cristina y memoriza para tratar de entregarle a su padre -el gran personaje compañero en el desarrollo de la acción- algún tipo de opción beneficiosa para el traslado. Desde el otro extremo, el abandono: cómo desalojan la casa paso a paso para cada una de las mudanzas y cómo les afecta ello cada vez más.
En este zoo no aceptan mascotas y Traslado de expediente comunican con un peso inmenso fisuras inconcebibles de una sociedad huraña, egocéntrica, cínica y ciertamente peligrosa para el prójimo y sus circunstancias. El primero de ambos poemas une convivencia, mascotas y ausencia de generosidad cívica en el entorno estrenado; el segundo constituye una de las escenas más brutales, por incómoda y surrealista, en esto de bombardear con salvaje plomo la identidad de las personas.
Exámenes finales y Facultad de derecho asaltan el plano autobiográfico desde la ocupación estudiantil de la autora: uno pone de manifiesto el terrible desequilibrio que supone para su formación académica la constante -tan transparentemente contada- mutación de lugar de residencia. Otro recrea desde el tono ya exhibido en Burbuja inmobiliaria o DNI School con un poder inmersivo extraordinario la teatralización metonímica del contenido por el continente desde el aprendizaje de la materia de Derecho y la aplicación práctica de ciertos enfoques límite al asunto de la vivienda.
Turismo low-cost y Kilómetro cero son otros dos latigazos que comparten piel. El turismo no deseado, el desamparo como destino ambulante de quien no disfruta de un techo. Su unificación con quienes ociosamente visitan la ciudad, ajenos a la imposición del destierro hogareño. No descansa el martirio en Salitre: una de las composiciones más determinantes en la personalidad proyectada por la obra. En ella se incluye el primer contacto con la noble cinta carrocera. Las cajas ruedan y siempre se queda algo por guardar / conservar. El vistazo panorámico a la infancia y su mar se retuerce sobre sí mismo, doblando la fotografía en un contorsionismo doloroso que arranca las lágrimas del presente. Irse no es dejar de estar ofrece la oración que da nombre a la obra y describe la otra mirada de quienes fugazmente comparten estancia comunitaria, aquella que complementa a la perfección la original, expuesta en Conversaciones de ascensor. Desde la salida y lanzando una de las comparativas metanarrativas más memorables en torno a esa caja relegada al olvido del trastero hasta que un día te topas casualmente con ella. El habitar y sus huellas en los demás.
Hace rato que el tono se agrió -si es que alguna vez fue caramelizado-. En las más altas cotas de su impacto se desarrolla la mayor historia de amor de este conjunto poético: Deshabitada representa el abrazo recíprocamente reconciliador entre la inquilina nómada y la casa vacía que acaba de dejar de sentirse sola. Este futuro no es habitable nos permite el juego denotativo y entronca lo dicho respecto de esa nueva y afectuosa conquista con el dramático futuro insostenible, por precario y mal atendido desde el sistema, el cual autosentencia que no merece ser llamado “hogar”. La perspectiva del horizonte arroja cuestiones feroces sobre el asentamiento, la oportunidad de crecer y alcanzar la paz, cuestiones que, desde un prisma paralelo, serán masticadas también en Habitaciones compartidas.
Cerraduras dispone su propia proporción dual del grueso narrativo. Engarzadas en dos partes suficientemente distanciadas como para sostener en sus brazos una dimensión común tintada de alteraciones del progreso, su planteamiento figurativo seduce con esa metonimia tan bien empleada por la autora. En esta ocasión enarbolamos llave por la casa. La primera del manojo es para no dejar nunca aquella vivienda que un día desocupas. La segunda es la que cierra por dentro tu hogar y el propio libro: un grito desesperadamente victorioso de permanencia al fin tomada, de furia explotada contra la incesante huída, esa enemiga gigantesca cuya violencia no es sino la justificación de la magnífica obra que tenemos entre nuestras manos.
Desde dentro se sienten también Gotelé y Habitaciones compartidas, que danzan sobre la memoria pintada en otro encuentro con el padre, su supervivencia repartida, sus tretas salvadoras entre mudanza e identidad, y, a solas, el análisis visual de ella acerca de la magnitud de su alcoba, tan densa como para ser solo su cuerpo el único figurante presente en su espacio. Nos regala este texto una de las imágenes más rompedoras: ese cubo destinado a recoger el agua desprendida desde el aire acondicionado ubicado justo al lado de un enchufe.
En la escalada de punciones interiores asistimos a una de las más demoledoras parejas poéticas de toda la obra mediante ¿Aún sigue existiendo el derribo? y Los puentes son trozos de cinta carrocera. La primera lente nos refleja cómo Cristina y su padre contemplan la antaño derribada casa de la infancia de él. Uno de los poemas más duros por su realidad retrotraída a un presente atestado de desahucios, injusticias a golpe de mazo y leyes defectuosas. Desde su contexto se entiende aún mejor el sabor de esos puentes como lazos vitales, físicos, que nacen respecto de un lugar de procedencia y se erosionan con el incontenible movimiento. Como esa desgastada cinta carrocera que no todo lo soporta.
En las piezas de labios breves también hallamos bella destreza: Equipaje y Correo abrochan con sus directas secuencias ópticas las idea de afección y vacío anímico que inundan vertebralmente la propuesta de Cristina Angélica. Su separación radical de tantos poemas en los que hubieran rendido maravillosamente como acertados epílogos dota de una mayor fuerza sus respectivos mensajes, cumpliendo con creces su función productora de rasguños.
De la misma ligereza profunda es Callejones, que vuelca su veleta sobre la ambivalencia de los atajos respecto del sentido de llegada y el sentido de fuga. Contrasta con su fabricación Sepultura, cuyo leitmotiv es diametralmente lejano a todos esos elementos terrenalmente codificados. El embalaje de los enseres se asemeja en este tramo de voz al tratamiento de los cuerpos inertes en la morgue. Más allá de proponerlo como final alternativo -mucho menos esperanzador que el original-, deseamos destacar su casi exclusiva notoriedad sombría, negra, como uno de los poemas más espeluznantes que hayamos leído, donde la fortaleza del visual no ceja en su taladro ni la semántica vertida tolera que nos recompongamos de pie. No sin derramar suspiros.
Mi hogar es una caja de mudanzas brilla sobre los tejados de color cielo tormenta con una luz estelar difícil de prever, atajar y emular. Cristina Angélica articula una voz poética impresionante, capaz de penetrar en lo más hondo de nuestra existencia y fundir los cables allá mermados para hacer saltar las chispas del dolor, la resignación, la debilidad y, por supuesto, la respuesta valiente a todos ellos. La autora sabe pulsar las teclas con una natural cualidad para la dulzura como disfraz de la desgracia, de la rutina como abrigo del desprecio, sirviéndose de una habilidad muy particular para el retrato minimalista y para el ludismo más gráfico del preciso uso del recurso metafórico.
La frecuente distribución asimétrica de los himnos amargos y moderadamente alegres produce un efecto de alerta muy beneficioso para la consumición activa, inquieta, despierta del poemario. Nunca alcanzamos la calma, nunca descendemos del oscuro frenesí de la rabia y el desasosiego. Esta obra aúna la espectacular selección de términos que creemos que mejor podrían transmitir cuanto se deriva emocionalmente de una vida exageradamente inestable. En este sentido, claro que estamos ante un canto generacional, pero su andamiaje es de mayor alcance: reúne situaciones y circunstancias tan personales como convergentes en torno a determinados conflictos históricosocioculturales.
El aderezo no puede ser más salado: la autora es su propio personaje caminante en sus páginas; su biografía recorre las venas de cada uno de los árboles versificados que habitan el papel de la fabulosa edición de Valparaíso. La observamos hermana de sangre y tan foránea al mismo tiempo. La aplaudimos en dos lenguas: la del pasado exitoso, la del futuro glorioso. Gracias de nuevo, poeta.
Altavoz Cultural