-Páginas de Espuma-

Valeria Correa Fiz alcanzó nuestro asilvestrado corazón con La condición animal (Páginas de Espuma, 2016). En esa obra exhibió una buena cantidad de virtudes que parece haber perpetuado en su literatura más allá de cronologías, obsesiones de la crítica en torno al aburrido concepto de “evolución” y demás elementos de análisis fríos. Efectivamente, en ella radica la maquinaria más emocional de la literatura: esa que traspasa la carne, hincha el brillo de los ojos y expande poderosas ondas magnéticas por nuestra espina dorsal. Lo hace con una abrumadora sencillez aparente, con un lenguaje espontáneo, muy oral -característica fuertemente vinculada a la disposición del personaje central en el megáfono narrativo de primera persona-, del cual se descuelgan destellos de poesía e imagen fantástica. Podríamos leerla con los ojos cerrados y sabríamos que es ella.
Hubo un jardín tiene el difícil reto de re-convencer al lector valerianista, que alberga esperanzas de hallar de nuevo el mencionado gran nivel de la escritora. También se enfrenta a la innecesaria comparación en clave naturalista: condiciones animales y jardines, oh, acaso dos sistemas de un mismo universo creativo. Siete relatos cortados todos por el germen oral -en la forma- y el protagonismo espacial -en el fondo- serán los jugadores de la partida entre hojas, verde, rojo sangre y pieles.
T. S. Eliot y Hugo Padeletti portan las banderas de los dos microcosmos que se abrazarán bajo la fresca sombra de la luna negra: la extrañeza pura y terriblemente bella que nos ofrece nuestra indescifrable Madre Tierra y la condición -ahá- tan humana que activa nuestros instintos y necesidades primarios, básicos y ¿peligrosos? Somos exóticos -y vulnerables (añadan sonido de ramita quebrándose)- para Ella. Somos amenazantes -añadan gesto de quebrar con las manos- para nosotros mismos y nuestros compañeros de hogar. Vamos adentro.
La Celestial
La primera de todas las primeras personas que dirigirá su voz hacia el lector en esta pasarela de tonos, registros y cualidades narrativas adoptadas por los propios personajes como parte y prisma de la misma historia es la única masculina y la primera anónima del repertorio: nuestro muchacho se ubica en suelo argentino -como el noventa por ciento de los personajes de Hubo un jardín– para contarnos una odisea trufada de vértigo, acción y potencia visual.
El sentido de “acción” más cinematográfico encuentra en este texto acaso su mayor cima: Así en tu cuerpo como en el mío y Un amor imaginario -segundo y penúltimo cuento, respectivamente- sirven como bisagras más estáticas de irrefrenables cascadas, en una disposición de los siete cuentos que quedaría así como Comienzo-B-A-Central-A-B-Cierre.
La Celestial comparte con otros textos -como Hotel Edén, El invernadero de Eiffel o Donde mueren las perras– un poso legendario en su aura y desarrollo. Ello contrasta con el registro coloquial -incluso defectuoso en ciertas expresiones o palabras, incluso humorístico en algunas licencias- propio del contexto juvenil, creado a partir de la suma de personajes fundamentalmente adolescentes: Claudio, Juanito Funes, Francisco, Olsen -líder obligado- y demás equipo de trabajo en misión ilegal.
El viejo Olsen es el primer padre-verdugo de la antología y el personaje colectivo es el más numeroso de toda la obra (sistema plural que se compara en estadística con la otra fórmula usual: el dúo coprotagónico en el que se inserta la voz narradora). Por su parte, Juan Funes se revela como uno de los grandes personajes de Hubo un jardín; empapado de misterio y sensibilidad, externamente contemplado desde la extrañeza, con exótica habilidad para expresarse y gusto por la poesía. En paralelo camina el loco Claudio, el más trastornado de los jóvenes y auténtico reclamo popular.
Los ‘murciégalos’ representan el símbolo de presagio por antonomasia para una colección de elementos, sobre todo animales, que descifran anticipadamente el augurio del terror y/o el peligro que planea sobre las cabezas más o menos alertadas de los diferentes grupos de personajes. La pobreza -del protagonista, de su familia monomaternal, de su conjunto de amigotes, del pueblo entero- es patente hasta el daño.
Con semejantes ingredientes nos desplazamos hasta la noche en que la pandilla va a asaltar el matadero de La Celestial con el objetivo de vender la carne que encuentren en sus cámaras. Ejercerá de vigilante cobardica nuestro protagonista -ventaja para nosotros lectores gracias a esa visión más panorámica de los acontecimientos- en un entrar y salir y pensar demasiado de una masa desequilibrada y fofa: el tremendo diluvio que ahogará esa noche y anegará la indefensa localidad se casará con el luminoso sonido de las sirenas policiales acudiendo al lugar del intento de.
Las consecuencias del desperdigue descontrolado y egoísta, ese brutal sálvese quien pueda bañado en épica por el salvaje temporal, serán irreparables para el discurrir vital de nuestro montón de hombres. Tras un leve fundido a negro, retomamos la narración en lo que entendemos como segunda parte, casi epilogar, del relato, desplegada desde el entorno hogareño, el luto, hallazgos terribles y picaduras de conciencia. Decisiones trascendentales que cierran etapas y huidas hacia delante con destino fatal. Nuestro joven narrador abandona el pueblo para resetear su vida alrededor de los estudios.
El epílogo presente enlaza su estela con el epílogo escrito desde el futuro -en una forma de conclusión del cuento bastante común en los textos de Hubo un jardín-, treinta años después, atestado de pesadillas y reflexiones sobre aquellos desgraciados acontecimientos, cuyo horror queda grabado en la imperecedera visión de la rabiosa mirada amarilla de los varones Olsen. La herencia de la violencia, la no detención a tiempo de un carácter grotesco adquirido desde la podrida fuente familiar arrastrará la muerte por sus largas cadenas, llevándose por medio a inocentes, distintos, enemigos impostados. La locura, en el otro extremo emocional, contraria a todo sentido de quiste, seguirá entrando a toda carrera por el horizonte del deprimido pueblo para perpetuar el mensaje de la desdicha.
Así en tu cuerpo como en el mío
El cuento más breve de todos es el primero en tratar el tema estrella de Hubo un jardín: el amor. Dos mujeres anónimas y distanciadas en edad a modo de reflejo presente-futuro desde la boca narradora de la protagonista adolescente -la primera del ejército de mujeres adolescentes que poblarán estos textos con una fuerza y una personalidad arrolladoras- constituyen el núcleo de la propuesta más críptica, grisácea.
Si en el primer cuento de la serie pudimos situar en el padre de Olsen al verdugo original, este segundo nos permite hacer lo propio -de modo distinto- con otro padre, pero sobre todo con el hombre en tanto en cuanto esposo-marido-novio-a veces padre. Como en la inmensa mayoría de textos, su figura es una sombra, pesada, muy negra y roja, abominable. Su poderosa presencia respecto de la carga emocional de aquello que azota a nuestras protagonistas se mide, precisamente, en ausencia y probabilidad temerosa de materialización física -rareza en el jardín masculino: las demás historias no estiran la amenaza hasta la (re)aparición del varón fugado-abandonador-maltratador-muerto-.
El diálogo espacial de doble b (bar-balcón) traza el despegue contundente de la prosa poética de nuestra también poeta Correa Fiz -que dejó en La Celestial pequeños avisos, especialmente a través del lenguaje vomitado por el pibe Juan Funes, pero no pudo, por mera y virtuosa adecuación de tono, desatar su torrente lírico en semejante bomba ruda-.
“La luz y la oscuridad podían habitar un mismo pliegue” es una de las altas sentencias del texto y, perfectamente, de la obra en un elevado porcentaje de aplicación particular de a uno. La pronuncia para sí la muchacha, que añade que “ahora comprende” a qué se refiere exactamente la contradicción. Será ella quien vaya destapando el horror, el acecho, la violencia velada que cobra cada vez más tensión en la narración.
Los pocos personajes -siendo la mayoría secundarios- funcionan en gran parte como decorado dinámico: interactúan con la chica, alimentan los contextos vitales que conforman su rutina y oscurecen y callan cuando el foco atraviesa la calma que aquella promueve. Si separamos -como deberíamos- los conceptos de Leyenda e Historia, este segundo cuento es el primero en proponer un marco reminiscente dedicado a sucesos veraces que tienen su eco en la transmisión escrita que se nos comparte. Ese eco se hace concreto, como golpe frío en la vulnerable condición de hábitat, al revelarse que el personaje masculino que representa el bélico pasado residió temporalmente en uno de los espacios centrales que ahora conocemos por ser pisado por las zapatillas de nuestra joven narradora.
Correa Fiz maneja tanto el dolor como el terror a jornada completa: de día -pleno y soleado, casi midsommariano, en este cuento que estamos tratando-, de noche -perfecto ejemplo La Celestial, también próximo El invernadero de Eiffel-, o casi hora por hora, momento por momento hasta cubrir con su reportaje la completa extensión temporal –Hotel Edén, Donde mueren las perras-. Debemos confesar, en este sentido, que el desasosiego nos ha resultado superior en el escenario vigente: Así en tu cuerpo como en el mío es espeluznante desde el silencio, rasgado con la desesperación de oraciones como “ayúdala a fingir” proyectada desde una figura femenina hacia otra -y asumida para el propio desfile de hombres-.
La frustración del ferviente deseo -amoroso y de cambio- in media res -único abandono presenciado- como válvula de escape idílica y -el consecuente abrazo de- la feroz realidad que obliga a un horriblemente resignado mantenimiento del suplicio presente forjan las aristas de una óptica sangrante, cruda, incluso heredada generacionalmente en el trasvase maternofilial. La sensación de horror se multiplica conforme se acerca el final de las palabras y se aproxima, lento pero inquebrantable, el motivo andante del enmudecimiento.
Las comisiones
La siguiente representación del amor atañe a una marcada expresión intrafamiliar desde la figura progenitora: Marcela, nuestra protagonista, hacia su hijo; Vallejo-Meyer, personaje capital en dúo con ella y gran varón del cuento, hacia su hijo.
La memorable Anne Carson ejerce como primera madrina introductora de texto: reflexiona sobre el trabajo y la vida como algo más que trabajo, como lo único que se escapa a sus consecuencias directas. La primera persona lanzada por Marcela -hacia su interlocutor con apariencia de psicólogo (lo cual transcribe un cuento a puro diálogo como enésima muestra de la polivalencia de la autora) a la misma vez que hacia el lector genérico- contrasta en humor -geniales píldoras carcajeantes respecto de sus anécdotas en torno a su jefe y episodios experimentados debido a su trabajo como vendedora inmobiliaria- con la vertida por la anterior narradora.
Tal humor se ve devorado por el escalofriante discurso de las pesadillas que la atormentan con el confusamente identificado Vallejo-Meyer. El otro gran enemigo de aquel desenfado entretenido deriva de la mismísima situación de pobreza que asola su vida de madre soltera -la ausencia paterna en su segunda ilustración de irresponsabilidad tras La Celestial-.
Específicamente, los ojos de V/M albergan buen grado del pavor que hace temblar a la insomne Marcela y, de paso, suponen la segunda manifestación -tras los de la familia Olsen- de uno de los elementos corporales más simbólicos del grueso de la antología ajardinada. En cuanto al espacio -ese gigantesco protagonista de todos los cuentos-, Las comisiones nos remite a un edificio enfrentado a un cementerio. Ambos se reparten peso argumental, desgracia y mitificación de aroma legendario.
El desvío vital del personaje masculino hacia el vicio tiene, como en todos los relatos, su castigo. En este caso hallamos la pena máxima en doble ración, solapada consecuentemente a modo de martirio en búsqueda de paz definitiva -desafortunada e inevitablemente tropezada con una Marcela herida de experiencia para siempre jamás-. La inestabilidad laboral se erige como el último gran fantasma.
Hotel Edén
El cuento central en estructura, simbología y fondo que trata como tema central el amor -en diversas formas- y contiene el nombre central de todo el jardín: Edén. El más fantasmagórico -quizás el más terrorífico en espesura ambiental e imágenes poderosas (una imborrable para nuestras sienes)-, también el más compensado en la fuerza discursiva de su buen nutrido grupo de personajes. Sin duda uno de los más históricos y el que mejor propone la convivencia entre Historia y Leyenda. Vaya: un cuento que justifica una antología entera. Qué capacidad, qué talento, qué sospechas confirmadas, querida Valeria.
En este jardín que resulta ser la selva urbana -ah, nos vino Selvación, de Celia Carrasco Gil, en la comparativa literaria- de geografía eminentemente argentina y riqueza anacrónica, Hotel Edén construye un manantial autoabastecido de todas las virtudes que posee Hubo un jardín -y muchas de las que exhibe su escritora-.
Podríamos comenzar por el sensacional comienzo, claro: ese habitual ejercicio de retrospectiva de presente orgánico hacia pasado narrado incluye un regalo en forma de imagen boca-pezón que representa tantísimas cosas dentro y fuera -en el jardín general de la obra completa- en lo tocante a la relación básica mujer-hombre que solo podemos situar una bandera como un castillo en la entrada del texto para informar de su absoluta relevancia para el imaginario que nos acompaña en estas páginas.
El otro gigantesco obsequio que nos ofrece Correa Fiz es la actualización de la época tratada: rareza soberbia ese doble tic azul de WhatsApp que nos fija en el escenario más próximo a nuestros días de cuantos contiene Hubo un jardín.
Delega nuestra autora en la voz de la joven Merceditas -sublime personaje- el filtrado de lo sucedido en la ciudad denominada La Falda, cuya leyenda alude al mismísimo Hitler en su supuesta huida a tierras albicelestes, a todo un paraíso neonazi, también a una sorprendente costumbre abortista con fascinante conexión con el granizo y los lechones… Allá se encuentra presidiendo esta localización el Hotel Edén, conocido por nuestro triángulo original de personajes principales -Merceditas, su hermana mayor Mari y el novio de esta última: Fabio- por ser un enclave perfecto para el desarrollo de la venta de droga, oficio del chaval, apodado “P” -de ‘pastis’-, con un rictus personal no tan alejado del loco Claudio de La Celestial.
La recurrente referencia a los ojos no podía faltar en un texto en el que se palpa droga. Frente a la cosmovisión superficial que plantea su óptica, nuestra narradora se refugia en los viajes mentales que le aportan los libros -destaca la mención en pleno trayecto a La mano izquierda de la oscuridad, de la maestra de la Ciencia Ficción Ursula K. Le Guin-.
Entremedias pero mucho más afín al mundo de su pareja, Mari asume el rol borrego y el mote cariñoso de boca de su novio: ‘Bicho’ nos lleva hasta el ‘Pajarita’ que le dedicará una coprotagonista de Donde mueren las perras a la otra.
La segunda parte del cuento y comienzo de las hostilidades en tanto en cuanto leyendas, sustos, ranciedades pseudosociopolíticas se inicia con la visita guiada por un al principio no nominado Víctor, cicerone de vistas presentes y pasadas, espectros e historietas de linterna, morbos saciados y detalles sobre los orígenes del monumental paraje. Emergen en esta cosecha dos vías trascendentales en lo que respecta a la vorágine de fondo y forma, dos leyendas superiores a las demás: la de la propietaria primera, María Herbert, y la de la niña enferma Ana, la muerta primera.
La señora Herbert encarna dos detalles intertextuales de la obra que nos ocupa: es considerada la Mujer de Rojo, sobrenombre que encajaremos de manera natural con otro legendario: la británica Dama Blanca de Donde mueren las perras, y es llamada así precisamente por vestir de dicho color en la fotografía corre de mano en mano entre los visitantes -fotografía, sí, de mujer, ahá, como las de Tere y Gerti en Un amor imaginario-. Por su parte, la niña tísica no responde a un diálogo interno creado parcialmente afuera, sino que conecta con otra figura propia de Hotel Edén, como veremos luego.
La visita guiada por Víctor también abre la puerta a un nuevo orden en el reparto de primeros planos de cámara: el triángulo protagónico iniciático -Merceditas, Mari, Fabio- queda desbancado en detrimento del conformado espontáneamente por nuestra narradora y dos novedosas acompañantes, que funcionan como inseparable dúo. Martina y su bebé Inesita -de padre por supuesto escapado al momento de ser confirmada- serán su solidaria prioridad hasta el reencuentro juvenil en la fiesta nocturna.
A partir de ella se desarrolla la tercera fase de la historia: entre tormenta, ataque violento y espectacular desgarro del tejido de la realidad. Llega justo a tiempo la sugerencia de que la arquitectura del hotel encierra una entrada a otros mundos. Desde las carpas acuden raudas las decenas de almas que pretenden refugiarse del impresionante temporal -acaso comparable, no sabemos si superado por el descrito en La Celestial-. Fabio traslada su comercio ambulante al concepto indoor y aprovecha para hacer su agosto entre los huéspedes -destacando una solicitante inesperada-..
Merceditas busca fuera, en el jardín, su respiro particular: “pensar diferente es una de las formas más profundas de soledad”. Halla en ese lugar su espacio vital, su paz, el mayor bienestar jamás experimentado.
La calma, la plenitud que nos transmite se ve drásticamente apartada en cuanto la cámara recupera el enfoque dirigido al hotel: envuelto en llamas, atacado por skinheads, se percibe como un perfecto reino del caos, un infierno de calor y cristal en el que se suceden, como en una secuencia fotográfica, una serie de imágenes impactantes, desconcertantes, extraordinarias en ambos sentidos de bella fascinación y horrible crudeza -escribe, poeta, escribe-.
Restaurados Merceditas, Mari y Fabio, la acción se concentra en el comportamiento de Martina y la entidad de Inesita. Miradas, ojos, habitaciones que se iluminan y, al fin, las increíbles imágenes prometidas: una es el póster del relato, la cima del abrazo entre pobreza y terror. El rostro del horror más cruel. La postal estrella de Hubo un jardín.
El epílogo -configurado como puzle que suma piezas de cada personaje, al modo de aquel elaborado en La Celestial– nos devuelve a la vida actual de Mercedes: compartida -como mera amistad (¿por qué sobrevaloramos la amistad?- con Víctor, con una Mari amnésica perdida -off the record intuimos que afectada a unos niveles de shock incalculables y tocada para siempre-, un Fabio baleado por insistir en su único beneficio.
La decisión de Correa Fiz acerca de qué hacer con la leyenda infantil del hotel Edén no podría ser más inquietante, apetecible, ideal en coherencia y riesgo controlado. Qué miedo, qué eternidad garantizada. Para la niña y para la escritora. Ambas como iconos literarios.
El invernadero de Eiffel
El segundo espacio nuclear de Hubo un jardín dispone justamente del gran jardín de la obra: ese invernadero precioso, misterioso, magnánimo en apariencia, frondosidad y significados dinámicos. Introducido por una reflexión de Elizabeth Bishop, es el cuento más extenso y el único troceado explícitamente en secciones capitulares -un total de nueve-.
Vanesa, la protagonista más joven de la antología, será nuestra cuentista de aquel presente rememorado y el vigente, que una vez más servirá como epílogo retrospectivo: la primera parte es puramente contextual, de presentación de la jugosa ristra de personajes, justificación del cambio vital que debe asumir la chica y exposición del majestuoso escenario en el que se desarrollará la acción -ese invernadero exportado que recibe todas las miradas-.
Oriunda de Rosario, como Merceditas, debe abandonar su hogar y a su madre (como siempre, soltera) -que se encuentra en una situación clínica preocupante- y parte hacia la Pampa para reiniciar sus proyectos y aprender piano en compañía de su tía abuela Cleo y la hija de esta: Hortensia. Conocerá de primeras al jardinero, Fabián -especie de “guía Víctor”-, en su inaugural recorrido por el extraordinario invernadero de Eiffel, levantado por Honorio, el primer marido de tía Cleo, el cual estudió en Francia y se lo regaló a su mujer.
Esta obra arquitectónica no es la única de Gustave Eiffel en tierras argentinas -acaso están pobladas de edificaciones francesas con su nombre, como lo están de construcciones alemanas según Hotel Edén-. De manera similar a la historia de sucesiones del insigne hotel, el invernadero vivió igualmente dos etapas gobernantes: el segundo marido de Cleo, Ricardo, pretendió venderlo. Su muerte constituye toda una leyenda interna para los propios habitantes de la propiedad.
Dos mantras en forma de chicle y menstruación ocuparán maravillosamente algunos de esos momentos que narrativamente en ocasiones se interpretan vacíos, carentes de trascendencia. Correa Fiz atesora la habilidad de no dejar escapar una sola línea prescindible. En toda la maldita obra. La leyenda medieval sobre mandrágoras y ahorcados y los intensos episodios nocturnos de tía Cleo refrescarán nuestra sonrisa y nuestro espinazo al unísono.
La creatividad desbordante de Vanesa -como la de la muchacha de Un amor imaginario– y su generoso afán de aprendizaje -como el de Merceditas- generarán espléndidos destellos de humor, conocimiento compartido con el lector y juegos visuales / lingüísticos dignos de mención.
La tercera parte del texto supone el amanecer, la consagración de una nueva rutina con todos sus frentes: espionaje sexual a Hortensia y Fabián, aterrizaje de Horacio, el profesor de piano -obsesionado con el tempo, casi ciego y con hechuras de Frankenstein- y dos tesoros: Honorio también plasmado en fotografías y la paulatina transformación del adolescente cuerpo de Vanesa -“la costra prolongaba mi rictus triste” nos retrotrae a la protagonista de “El castigo”, de Julia Elliott, en su antología Lo salvaje-.
Vanesa decide explorar los límites físicos de su entorno y llega hasta la playa -”todo el mundo necesita un lugar para estar solo, un lugar para estar seguro”-, que se convertirá en la caldera de los dos incendios mayores, ligados al brote de líquidos íntimos, entre la sangre, la saliva, el rechazo, la tristeza y el masoquismo liberador.
A su regreso a la hacienda todo se vuelve más hostil, gris, sin ápice de gracia. Su seguimiento a la tía Cleo como fuente de información sobre plantas y vida francesa -y el contacto con El libro de los Muertos, que desprende la crucial premisa de que algunos no cierran los ojos hasta que ven a alguien a quien esperan- será su pequeño oasis. Y su vía de contención de un cada vez más imparable impulso de empuñadura filosa, aunque solo para con los otros.
La sexta parte eleva aún más el sentido de no-retorno para Vanesa: el episodio erótico no deseado y la consecuencia física directa dinamitan un estado nervioso a punto de romper con todo. Con esas circunstancias colgadas de sus muslos, terminará de soltar el tifón emocional ante la decepción compartida con su enemiga: llorará por ella, por sí misma y, creemos, por todas las mujeres de la obra que fueron rechazadas y/o abandonadas.
La penúltima parte numerada nos presentará su venganza -de tintes claramente heredados de su presente maestra-. Abrochará su fuerza con una sucesión de hechos definitivos para su renacimiento, ya compartido con nosotros desde el epílogo de vida actual, treinta años después -como el realizado por el protagonista de La Celestial-, con la misma edad de Hortensia en aquel momento. Venenos y fiebres se repartirán los adioses de los personajes antagónicos para Vanesa -su demonio y su ángel-.
Los caballos del principio son sustituidos por la lechuza que sobrevuela los últimos compases. Los perros se mantienen fijos, inmutables en todo el transcurso. La herencia familiar -en lo material, lo personal, lo característico, lo quasigenético- será bárbara, como lo será su férreo giro de rumbo y la reacción de su madre en su reencuentro.
El sabor que nos deja, entre la incertidumbre, la tensión no resuelta (por tanto aún agarrada a nuestros pulmones) y el escalofrío tal vez premonitorio, se hermana con el que nos dejan otros cuentos: Así en tu cuerpo como en el mío y Un amor imaginario, especialmente, Las comisiones y Donde mueren las perras, en menor medida.
Un amor imaginario
Quizás el amor más sano y enérgico de toda la obra, plasmado en el tal vez más simpático de los cuentos, de principio inolvidable con tremenda oda a los culos y su expresividad emocional.
La joven protagonista narradora -diecinueve años, penúltima boca menor de la treintena que nos susurrará historias- viene a nuestros ojos también por un cambio profesional en su universo: se encuentra reemplazando a una compañera enfermera. Se confiesa sentimental e intento de poeta -su proyecto de libro ‘Las correcciones’ es en sí mismo una proeza brillante que además conecta su personaje con la mismísima praxis de la autora del relato en un juego divino de intertextualidad y cuarta pared rota-.
Esta vez el dúo de personajes centrales desliza la mayor diferencia de edad: frente a la anónima narradora encontramos a un septuagenario Tomás -que nos trae ciertas reminiscencias del personaje del viejo Julián del relato de “Tarta para cumpleaños” integrado en Los ritos mudos de Nerea Pallares- que vive como jubilado de la profesión de cartero en la zona del Parque del Retiro de Madrid y también adora la escritura.
El cuento se divide -por un hilo formal invisible- en dos partes (la división estructural implícita, comúnmente a través de cambio de tono, confirmación de presagios o notables modificaciones descriptivas, es constante en la narrativa de Correa Fiz): una primera calmada y una segunda huracanada. Los polos electrificados que destilan tal transición son comunicadores per se: fotografía y escritura.
Ambos polos representan la elección material acerca de cómo se encamina nuestro viejito hacia el amor: dos figuras femeninas -las dos distanciadas de su alcance de manera muy distinta en metros y significado- configuran el fondo de la motivación. Cabe señalar que la segunda de ellas por orden cronológico, la germánica Gerti, la más cercana en términos de distancia física, se ve empujada a ocupar esa atención por pura generosidad de nuestra joven sentimental, que interpreta una fotografía en pro de aportar otra, lo cual constituirá de nuevo un diálogo argumental de doble cauce: dos amores imaginarios-fabricados (este por la muchacha, el otro, primero y más relevante, por el propio Tomás).
La primera fotografía -la hallada vs. la realizada- es de Tere: ‘amor platónico’ será seguramente una etiqueta fallida para describir la relación entre Tomás y ella. Se trata de un amor epistolar, eso sí: nuestro cartero asalta la ficción para reemplazar a Manuel -personaje también afectado por la guerra, como aquel primer hombre rememorado en Así en tu cuerpo como en el mío– en su correspondencia mancillada por interferencias. Como acto egoísta de salvación -de la pasión de ella, del recuerdo -aún-vivo-pero solo aún- de Manuel- actúa con la prosa personal haciendo suyo receptor y emisor, abandonando el intermediario vehicular para instalarse en un enamoramiento nada fingido.
La petición de continuación de la tarea escritural -como otro tipo de herencia envenenada- es el punto de tensión culminativo de una espiral que crece y se autoalimenta de nervios desde el visionado de la fotografía de Tere. El desenlace no desenlazado conserva la presión y estalla ya en la imaginación, libre, del lector, que siente en sus dedos una responsabilidad parcial al poder decidir por la joven escritora.
Donde mueren las perras
El último escenario -y único homosexual- del amor nos presenta un potente dueto entre chicas de nombres secretos (“los nombres secretos son los más importantes porque con ellos nos apropiamos del mundo”): ‘Pajarita’ -Valentina, nuestra protagonista narradora- y ‘Clap’ -su compañera con derecho a que le enseña el mundo; animadora de programas televisivos-.
En la última narración en formato retrospectivo, Valentina nos habla desde su presente actual para contarnos la historia de aquel presente juvenil apasionado, sexual, aventuresco, imparable en ambiciones y relaciones humanas y animales. Introducida por palabras de William Faulkner y parida en Rosario, la trama se despereza suave en una calidez de pareja que permite la cómoda introducción de la figura capital de su argumento: los perros -en una posición diametralmente opuesta en contundencia activa a los perros muertos de la tía Cleo en El invernadero de Eiffel-.
El Parque de España engloba el Patio de los Cipreses, centro neurálgico del desastre venidero y primo lejano del mítico Overtoun Bridge, en Escocia. La estructura se parte ocultamente en dos una vez más: en esta ocasión se acelera el proceso dramático una vez se retoman las visitas al parque, mucho más letalizado que antes, lugar de los imprevisibles suicidios de las hembras caninas -hembras, ahá, en evidente armonía con el marcaje femenino de los personajes principales del conjunto de la obra-. La relación entre animales, ofrendas y plano onírico de obligaciones vitales señalaba previamente el atisbo de problemas futuros para la incontenible rescatadora Clap.
La fuerza es el derecho de las bestias, de Juan Domingo Perón, la aparición estelar de la Rubia, periodista de La Capital, como personaje afectador de la relación V-C y el cada vez más mediático tratamiento -sí: también aquí aludimos a la Rubia- de la pareja de nuestra narradora -esa Pajarita que se muestra considerablemente más mustia que otras jóvenes protagonistas en cuanto a tomar las riendas de sus dificultades: Merceditas, Vanesa- se distribuyen responsabilidades en el explosivo cóctel que estamos por tragar.
Nos vemos envueltos en terreno pantanoso, detectivesco, sectario, bestial. Nos encontramos justo al comienzo de la segunda línea argumental del cuento, bastantes grados más escalofriante que la original: la pobreza, la venganza y la enésima falta de hombre-marido-padre azuza un incendio que nos rodea con una ferocidad diabólica en torno al crimen de la niña Celia López y que alcanza en sus descriptivas pesquisas la máxima nota de horror de todo Hubo un jardín.
Donde mueren las perras -de título adoptado desde el noticioso altavoz de La Capital– destapa finalmente el tarro de las esencias terroríficas que sabíamos que poseía Correa Fiz en su alcoba: la némesis Mae Rita, sacerdotisa vudú encumbrada por el demoledor ocultismo de los orixas, refleja una amenaza de dimensión transversal intramundos. En el que nos concierne a modo de terrenal, Clap se esfuma de la vera de Valentina y desaparece de nuestros ojos en su cruzada por una nueva -y mucho más compleja- meta. La desazón y la (paradójica) ignorancia por lo ocurrido rematan un cuento magistral.
Hubo un jardín muestra en su cubierta una perfecta danza de hojas con ojos y pájaros ansiosos por observar las calamidades que contiene su selva. Bien podría ser un fragmento visual de El invernadero de Eiffel, si no fuera porque este mismo está contenido en un jardín mayor, que cuenta con siete espacios insólitos de aspecto urbano y mordisco natural.
Francia, Austria, Alemania, Escocia… Todas caben en la Argentina internacional que diseña Correa Fiz, que tampoco teme a los viajes nacionales desde su Rosario natal: Córdoba, la Pampa…, ni a los intercontinentales: Madrid y su Parque del Retiro. Es precisamente el espacio el actor principal de su filmografía literaria: acaso fue ya un componente difícilmente reductible al concepto de ‘componente’ en La condición animal, hoy explota en una carga de responsabilidad argumental arrolladora.
De sus raíces brota el triángulo isósceles de la obra: [pobreza + violencia] + horror, al que conviene añadir una contundente ráfaga de amor como razón transversal a todos los lados: para combatirla, para justificarla o censurarla, para abrazarlo o comprenderlo, respectivamente. Ese amor posee una génesis bicéfala de cuello único: la familia y la pareja, entornos colectivos emergentes en la mayor parte de casos desde la configuración monomaternal respecto de la hija -sobre todo-, ante una ausencia que viene dada de un pasado trágico o que se conserva firmemente activa, como sombra que dura demasiado, en algunos pinchazos de presente no deseado.
Son ellas, las mujeres, las heroínas, las figuras superiores de este compendio de (des)venturas tan bien narradas. Son las madres, las hijas, las adolescentes, las amantes, las escritoras, artistas, ambiciosas, las supervivientes, también las villanas, las monstruas, las venenosas.
Dos luchas se agarran a sus pasos: la interna del cuerpo y su mutación; la externa propia de su tóxico entorno, que motiva su huida. Capaces de mejorar o borrar el pasado, capaces de sortear el destino o crear uno más apetecible, son maestras del lenguaje, largas fuentes de humor, sorna y agilidad, las mejores amigas de la fauna y la flora en un mundo excesivamente humano -ergo podrido-.
Pero no esperen ingentes animales, ni extraordinarios personajes híbridos; tampoco busquen una gama de colores altamente simbólica que explique encrucijadas. Las perras y los perros -en su ámbito más absolutamente doméstico- y ciertos chispazos de amarillo son todo lo que se nos revela del código secreto de la autora, que se empeña en hacer de los finales una fiesta de tensión, desesperanza, angustia y pesadilla. Deja en nuestras inocentes manos una bomba de infierno futuro, un camino de espinas, suspiros y capitalismo opresor para con las desgastadas almas de nuestros protagonistas.
Valeria Correa Fiz extiende todo su verdor poético, mortal y adrenalínico para presentarnos una obra tan compleja como majestuosa. La riqueza de su plantación narrativa es apabullante en cuanto a la autonomía de espacios, elementos, personajes, voces y símbolos. Siete cuentos forman un todo lo suficientemente homogéneo como para compartir brillo acumulativo, lo suficientemente diverso como para conquistar las obsesiones, las fobias, los tonos o los gustos literarios de cada cual. Es impensable no adorar uno de los textos -nos declaramos a Hotel Edén-. Como lo es no valorar notablemente cada uno de ellos. Páginas de Espuma es el jardín ideal: contiene delicias como la rosarina.
Altavoz Cultural