María González

-InLimbo-

   María González hurga en su cuerpo para desprender filamentos, vidrios, aristas, pieles muertas y sustancias sanguinolentas. Extrae cada límite y lo coloca cuidadosamente frente a los azulejos, que no tardan en perder su brillantísima pulcritud. Cirugía de la muñeca narra la transición vital de una mujer de corazón biomecánico que persigue la libertad -contra su cuerpo, contra la sociedad, contra su contexto, contra su pasado aún humeante en un presente descafeinado, contra su propia imagen e identidad especular-.

   Heiner Müller introduce la obra cuestionando precisamente esa autoidentificación que asoma tan imperfecta, asimétrica, cuando exclamamos quién es ese yo y ese mí cuando se habla de mí, quién soy. Dicha premisa mayor aúna dos partes bien diferenciadas en la estructura del conjunto de poemas: La muñeca y La herida.

   La primera se extiende como el gran cuerpo del poemario. La segunda es un broche argumental en forma de bloque definitivo de cinco poemas de marcado tono epilogar. La muñeca atesora un prefacio poetizado titulado Welcome to the dollhouse y un total posterior de cuatro secciones con: seis, once, ocho y seis poemas. Por su parte, La herida muta la nomenclatura para romanizar la denominación de las distintas composiciones, carentes hasta entonces de más título que su primer verso. Ambas se funden en una armonía devastadora que infla la tripa de una obra ruda, muy poderosa en el apartado visual y frenéticamente afilada en su elección lingüística. Guantes, bisturí, luces -fundidas-. Entramos.

   La muñeca

   Welcome to the dollhouse es acaso la presentación más intimista posible: la autora nos comparte algunas de sus aficiones, como fotografiar espejos rotos, morderse el interior de sus labios, o pequeños rasgos característicos, como un diente pequeño y un corazón biomecánico. Además, nos confiesa su grandioso afán: buscar una nueva carretera para seguir galopando, para hallar la libertad y mantener activo esa válvula vital que le bombea algo parecido a la esperanza. Desde este prefacio recibimos como ofrendas mancilladas algunos de los elementos básicos del conglomerado que se pondrá en marcha a partir del escape del primer subconjunto de poemas, todos ellos envueltos en lo agridulce más agrio que dulce y con el corazón como principal protagonista de la proyección global.

I

   La Danza macabra de Baudelaire nos abre la puerta al universo dollcificado de González, que propone por voz del primer poeta maldito la adopción de una máscara de sirena hecha de carne y terciopelo -sustituida más adelante por la siempre idílica porcelana-. Ya con la máscara puesta, incorporada a nuestra realidad como inevitable órgano de separación sensible, hallamos una ristra de poemas construidos en torno a una palabra reina, que destaca gráficamente por un agigantamiento de la tipografía llana.

   Las palabras-materias encerradas en este primer corte son: pelo, cara, pestañas, labios, mejillas y orejas, cada una expresada con ligera desviación respecto del foco de la evidencia, esto es, señalada claramente a posteriori, lo cual permite una digestión no obsesiva del texto en cuestión y tolera la interpretación del entorno desde una perspectiva mucho más completa y compleja, dotando al conjunto de unos detalles geniales que sí merecen esa pausa. 

   Una impresión rauda descubre quizás la sección más amorosa-romántica de la totalidad de la obra: trata indefectiblemente del amor y del conocer a esa otra persona desde el miedo a hacerse daño, desde la ilusión y la pasión y desde la frustración y el dolor, con lágrimas brotando, hasta romper voluntariamente el corazón para que no suene más. La retrospectiva es la técnica elegida para tratar el tiempo de las acciones y los momentos que se nos presentan. Embisten con feroz prontitud las menciones a los cristales -uno de los cruciales elementos de la obra, símbolo del daño y la memoria- y a las carreteras -símbolo de la libertad y el futuro-. También observamos el primer ejercicio de rotura de zapatos como forma de desligarse brusca, desesperadamente del pasado y lo que implique, gesto que igualmente apreciaremos en el poema final de II, que significa la salida al mundo en clave de autonomía. El dibujo descrito por la serie ensamblada de estos primeros textos es el de un puente roto, partido justo en su ecuador, justo cuando parecía terminar de extender sus brazos hacia la estabilidad. El golpe es mayor que si no hubiera nada de puente… El poema que completa la saga es demoledor y anticipa el huracán.

II

   Sarah Kane amadrina el desguace del cuerpo al que vamos a asistir en esta segunda capa: el propio cuerpo como un todo, ombligo, brazos, muñecas, manos, dedos, yemas, caderas, piernas, tobillos y pies serán los comensales. El paulatino descenso a los infiernos se concretará postmortem, de cuerpo presente, en la sección III, si bien en esta segunda “aprendemos a suicidarnos lentamente”. 

   El retrato grotesco del cuerpo como mapa esperpéntico, el asco, el ansia de autoherirse desde dentro, enfatizada por el sentimiento encarcelador que la oprime en sus propias costuras de carne y hueso y la ya mencionada imagen recurrente de los cristales como arma amiga -incluso lúdica- suman el ejército estándar de peligros-soluciones que pasean su sombra sobre la humana que está al borde del precipicio.

   El corazón asume aquí el gran foco: comienza su influencia a impregnar todo el cuerpo en términos de afectación. La homonimia del término ‘muñeca’ también se desarrolla hábilmente en este contexto y asoma por primera vez el decorado del cuarto de baño, del lavabo, como fondo predilecto para lo que resta de lectura, excepcional y gratamente abandonado en escasos puntos determinados. 

   El re-[greso / cuerdo] del amor caducado es tremendamente fugaz, aliado de la confusión plasmada que empaña el espejo situado encima de la pila. Mientras se dispersa su efecto, crece la relevancia del color verde y la fotografía constante de las comisuras como otro de los fetiches físicos de la autora, que no desaprovecha el caldo que humea en este segundo fuego para introducir también el concepto de alergia.

   La piel, que adquirirá el protagonismo absoluto rozando la campana final ya en los últimos rasguños de La herida, desliza aquí una tarjeta de consideración con disfraz insoportable masa culpable de encerrar el cuerpo. Alrededor de ello se tejen algunos poemas de extensión particularmente breve: los dedicados al ombligo, a las yemas y a las caderas.

   En los tobillos nos chocamos contra la primera cita interna, de índole musical, perteneciente a la canción Porcelina of the vast oceans, de Smashing Pumpkins. En este penúltimo poema de la segunda capa -el más decisivo para la narrativa general- encontramos una nueva aparición de ese corazón biomecánico, en este caso salvajemente cuestionado en cuanto a veracidad: emerge extraordinariamente una segunda voz, reflejada escrituralmente en cursiva, que asalta a nuestra narradora para desafiarla, inquietarla y hasta burlarse de ella, una voz que proviene de una fuente femenina con carita de porcelana. 

   Contemplamos, pues, la primera escena con más agentes que nuestra solitaria María y, consecuentemente, la primera fusión de direcciones discursivas que no dependen de la mirada fija del lector, artimaña que alcanzará su éxtasis en los últimos pasos de La herida, cuando la colecta de individuos potencialmente referentes será multiplicada, en un escenario tan inédito como catártico para el espectador, tan revelador para concluir la historia trazada.

   Los pies son las estrellas del corte final de II: constituyen el propio sentido de liberación/libertad, instrumentos de salida hacia un escenario que por primera vez -y única en toda la obra- se percibe externo, esto es, particular del afuera, ajeno al encierro en casa/hogar/lavabo/espacio claustrofóbico en el que nacemos en la primera página, entendiendo incluso aquellas visiones de carretera como un deseo oásico, una burda ilusión hallándonos en todo instante internos, dentro de.  Los árboles, el asfalto, esa sensación de aire tan potenciada por la firme concepción de lo cerrado durante tantas páginas… Su tono dispone un preámbulo esencial de lo que acontecerá a continuación (para seguirlo o para derrumbarlo en un terrible contraste) -como sucedía con el último poema de la primera parte y el comienzo natural de la segunda, recurso por tanto entrenado por la autora-.

III

   El director de cine Koreeda nos regala la presentación de esta tercera secuencia mediante una relfexión grabada en su película Air Doll: “Tener un corazón duele”, que preside una reunión de: sangre, venas, esqueleto, tórax, pericardio, corazón, estómagoy vagina, de nuevo atravesados en mayor o menor medida por el centralizador órgano bombeante de color rojo, aunque más relacionados con la defunción y sus restos, con la descomposición y su restauración cancelada.

   El inicio hacia otro baile tú-yo se esfuma con la rápida declaración “estoy rota por dentro”. Habitamos ahora la cubierta de Cirugía de la muñeca: acampamos en ese lavabo, vemos de cerca y notamos el dolor permanente y la inmovilidad cuerpo-en-suelo-, su muerte, su consumición. La descomposición deja paso al abandono, a la expulsión del espíritu.

   En este ambiente con olor a podrido se confirma la manzana como otro de los símbolos más jugosos del catálogo autoral, mientras se eleva otro intento de monólogo hacia una silueta indetectable, la más próxima a la persona amada del primer tramo, sin interrumpir la cadencia de imágenes muy poderosas, que incluso elevan el color gris tensión y el granate visceralidad para crear la parte objetivamente más oscura del libro, aterrizaje acumulativo y al fin vomitado desde que zarpó aquella fase II.

   El esqueleto y las venas ventiladas experimentan el peso de la oxidación sin vergüenza ni pena ni autocompasión, con el deseo entre los dientes y un fantástico anticipo del frío como capital del sentido que llegará a la cima en la ya revelada apoteósica etapa final de La herida, en ese mismo poema IV que aúna otros tantos ingredientes de primera fila argumental. El plano terminal nos muestra a su corazón restablecido en su vagina, refugiado de los furiosos y contaminantes estímulos del exterior, y un apetito voraz con pretensión de llenar su estómago con la otredad más apasionada.

IV

   Acudimos a la estancia más cinematográfica y críptica de la obra: las palabras introductorias de La flauta de las vértebras de Maiakovsky, sobre cómo brotan tan gráficamente las ideas de su cerebro, conforman la antesala de seis composiciones que se despojan de la acústica de las partes del cuerpo para visitar un museo audiovisual de tan diversos creadores: Jean-Luc Godard y su película Pierrot le Fou, la historia de Hiroshima mon amour, el personaje principal de Zazie dans le métro, la figura de Bernardo Bertolucci, entre otras.

   Entre toda la maraña de referencias, reinterpretaciones y licencias se sostienen dos pilares existencialistas rotundos: la resignación de “volver a ser la muñeca idiota” y la reflexión de que “es mejor no saber nada, no conocer”. El último poema de la serie está encabezado por Le ballon rouge de Albert Lamorisse y gestiona el proceso hacia La herida con poso nostálgico y bello, de autorreconciliación con aquel nosotros que recorre la ciudad y cambia piedras por plumas en un deseo de rescate y salvación.

   Cabe señalar que estamos en el espacio de la ficción mayúscula de la obra, leyendo entre diversidad de pieles y personajes, acompañados por Karina, Nevers o Zazie, trabajando la dimensionalidad desde una altura más alargada y ambiciosa. Los espejos se han roto para sustituirlos por vestuarios.

   La herida

   El recibimiento de la última pieza del rompecabezas que tiende González sobre la loza es musical: un fragmento de “Climbing up the walls” de Radiohead suena para invitarnos a descubrir el pentagrama definitivo: esos cinco poemas desenrollados bajo sus correlativos números romanos, más largos que la media del conjunto total, con ese IV como capitán de la cantidad y la trascendencia.

   Todos ellos atesoran un grado más en cuanto a la cualidad narrativa y descifran el universo de González desde una perspectiva de cierre respecto de La muñeca, como si de una réplica epistolar se tratase. El volumen de ocupación del espacio se dilata para engullir tres referentes interconectados en lo tóxico-romántico, en una espiral furiosa de dos rostros femeninos y un vértice fantasmal masculino. 

   El corazón cede excepcionalmente cuota de pantalla a la piel, que responde al lienzo de experimentos infantojuveniles, al sueño del tatuaje, a la probatura de fortaleza original y traga memorias y fuegos de variada génesis en un marco forjado sobre un verano en el que hacía mucho frío. 

   El colofón, cuya custodia es compartida por los poemas IV y V, es sumamente amazónico, espeso, brutal. La emoción se desborda con la mirada puesta en esa sustitución de mujeres, ese horizonte de herencia, esa quizás ahora sí plena felicidad. La cuestión troncal de la identidad se ve superada por una orquesta definitiva de coros desgarradores, que abrochan el último hueco de aire de un poemario en el que se emplea con gusto el verbo lamer, se microscopioriza cada circunstancia hasta su asimilación, en la dermis o en la sangre, y se rompen bastantes huesos en nombre del amor.

   Cirugía de la muñeca resultó ser el artefacto explosivo esperado. María González es una sabia en la elección de teclas y mecanismos que trasladan la poesía a frentes más antagónicos, incómodos, de estómago gelatinoso. Permite la virtuosa sensación de estar aún guardando algo de su bilis para pozos futuros, como si sus muros de contención todavía proyectaran decente resistencia. Su inteligencia literaria, su celebérrimo carrusel de motivos inspiracionales y su sentido del ritmo dotan de una extraña magia a los versos que pintan el cuerpo inerte que ha amanecido blanquísimo en el frío suelo de InLimbo.

Altavoz Cultural

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