-Santiago Eximeno-

Flores frescas para la corona. Alambres ocultos enredados entre los tallos para sostener la estructura sobre la cruz, cubierta de herrumbre, que se ha marchitado. El mojón de piedra que marca el punto kilométrico, que brota del firme frente al quitamiedos como un diente cariado. Al jardinero nada de aquello le satisface. El conjunto quiebra la línea de la vía, convierte la ofrenda en reclamo, en aviso para otros más despiertos. Y a ojos del jardinero, no es esa su labor; no aquella con la que ha sido concebida. La corona de flores siempre frescas conmemora la ausencia, la marcha inesperada. Si otros deciden seguir ese camino mal trazado, no es responsabilidad del jardinero. Él solo acude para reemplazar lo perdido, para limpiar lo que no permanece inmaculado.

Y, en contadas ocasiones, para arrancar de cuajo las malas hierbas.

La corriente de vehículos no cesa. La carretera rezuma combustible como riego para sus pérdidas. El rumor de los motores acuna los actos del jardinero: siempre cuidadoso, siempre metódico. Junto al quitamiedos, ajeno a la cercanía de llantas y carrocerías, el jardinero se afana con las flores. Emplea sus tijeras con las que amarillean y las sustituye por otras nuevas, de las que arraigan en su cesta de mimbre, tirada sobre el arcén. Una nube de moscas recorre la cuneta en sentido contrario. El jardinero cepilla con fuerza el óxido de la cruz, frota un paño sobre la placa que muestra el nombre, saborea un inesperado hedor a sangre. Una niña lo señala desde un vehículo que ya se pierde más allá de la curva. La niña le habla a su madre, que conduce sin apartar la vista de la carretera, de ese hombre que parece caminar sobre sus raíces, de esas manos que son un puñado de sarmientos, de ese rostro marcado por el arado, de esa boca que podría ser hogar de ardillas. No lo he visto, cariño, dirá la madre. Qué imaginación tan maravillosa, pensará.

El jardinero continuará con su trabajo en el silencio de los grandes bosques. Sin demoras. Cuando considere que todo el daño ha sido reparado, que las flores brillan como recién cortadas, que la herrumbre se ha descascarillado como semillas sobre campo recién labrado, continuará su camino. Lo hará a través de los sembrados, de los campos de olivos, de las riberas de ríos que no son más que tristeza de la tierra. Lo hará con la vista perdida en el horizonte, en busca de otra carretera, quizá una comarcal, otro punto kilométrico junto a una curva mal peraltada, con marcas de llantas como plañideras sobre la vía. Allí dejará la cesta junto a la cruz, quizá esta vez de piedra o de madera, y reanudará su labor, la de cambiar las flores, la de limpiar la ofrenda, la de adecentar el altar erigido por aquellos seres efímeros, volubles, que revolotean a su alrededor ajenos a su presencia, que lo han olvidado, a él y a los suyos, y los han sustituido por el metal, por el combustible, por la máquina.

A veces no es una niña desde un vehículo quien lo atisba y lo olvida instantes después, a veces se encuentra de frente con alguno de ellos. Uno que acude a la ofrenda a llorar a sus muertos y tiene ojos para lo muy antiguo, para lo que solo se debería intuir. Siempre sucede de noche, cuando se multiplican las tragedias. El recién llegado le hablará, le increpará incluso. Y el jardinero sentirá que todavía forma parte de esta existencia, que él y los suyos, los antiguos, los olvidados, los apartados por la ciencia, todavía tienen cabida en la realidad de los seres efímeros. Después, la criatura sentirá pavor, tratará de huir al comprender, quizá sentir en lo más profundo de sus entrañas, ante quién se encuentra.

En esas ocasiones, el jardinero se ve obligado a arrancar de cuajo las malas hierbas.

Ya se arrepentirá de ello cuando adecente una nueva ofrenda.

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