-por Virginia GA-
“Necesitamos un renacimiento del asombro. Necesitamos renovar, en nuestros corazones y en nuestras almas, el sueño inmortal, la poesía eterna, el sentido perenne de que la vida es milagrosa y mágica.”
– E. Merrill Root
1. LA ESTACIÓN QUE MUERE
Quienes hablan de la vida y la muerte dicen que solo hay una muerte y muchas vidas antes de ella. Que cada día es una nueva oportunidad de vivir hasta el encuentro último. Pero, quizá, quienes hablan así olvidan la de muertes y renacimientos que se producen durante una vida. Y entonces, quizá, lo más sensato fuera hablar de vidas y muertes. Como hace natura con su tierra.
La llena de vida, la llena de muerte y en esa muerte planta las semillas de una nueva vida. De esto los antiguos sabían mucho, pues eran grandes observadores del ciclo natural. Y así observaron cómo la tierra y sus seres cambiaban con el paso de las estaciones.
Con el calor venía la vida, la tierra se llenaba de luz, de sonido, de alegría, de fertilidad. Con el frío llegaban sus opuestos: el sol y su luz dejaban más presencia a la luna y la oscuridad, el sonido se tornaba silencio, la alegría viajaba al interior y toda la tierra permanecía yerma bajo un manto níveo, helado y con escarcha.
Pronto entendieron que entre el otoño y el invierno se producía la muerte de la tierra. Y que este hecho no debía verse como algo negativo. Al revés: era un proceso necesario (aunque duro) que permitía a la tierra renovarse y prepararse para resurgir en la primavera. La tierra, hacia afuera, moría para poder descender a su propio interior, cuidarse y cuidar las semillas que brotarían con la llegada del calor.
Y muchos de estos antiguos, como los celtas, entre otros, acogieron algunos elementos de la tierra para hacerles simbolizar ese proceso de muerte y renacimiento. Animales como la serpiente, que cambia su piel cada cierto tiempo, o el ciervo, que hace lo propio con su cornamenta, se convirtieron en potentísimos símbolos de renovación. Aunque quizá uno de los símbolos más importantes eran los árboles, en especial los de hoja caducifolia, pues al morir sus hojas en época invernal dejaban a la vista la silueta de un esqueleto desnudo de madera para luego volver a vestirse, primero de hojas y luego de frutos, a partir de la primavera.
Los árboles eran seres mágicos, para algunos aún siguen siéndolo. Eran puentes, puntos de unión entre la vida y la muerte, entre el cielo, lugar al que se extendían sus ramas, y la tierra, donde reposaban sus raíces. Por ello su presencia en mitos sobre el Más Allá, de ahí la belleza del nombre de Avalon (¿recuerdas lo que significa?).
Puede que ahora te estés preguntando de qué les servía conocer esto, qué importancia tenía saber que la tierra moría y renacía. ¡Mucha! En sociedades eminentemente agrícolas, donde debían calcular casi a la perfección la cantidad de reses y de grano que reservaban para pasar el duro invierno y no quedarse escasos de recursos, saber que la tierra volvía a crecer con una energía renovada aportaba un poco de esperanza, ¿no crees?
2. LA RELIGIÓN QUE MATA
Hubo religiones que compraron este discurso de la muerte y el renacimiento de la naturaleza y lo incorporaron a sus prácticas como parte de una ceremonia iniciática. Quizá te esté viniendo ahora a la cabeza uno de esos rituales iniciáticos de muerte y renacimiento, uno que aún se sigue practicando. Si no, no pasa nada porque lo retomaremos más adelante.
Ahora quiero hablarte de los cultos mistéricos. Porque en ellos la muerte, una muerte simbólica, formaba parte importante de sus prácticas. Estos cultos se llamaban así porque estaban basados en el Misterio, una especie de prueba espiritual de carácter iniciático en la que la persona que se sometía a ella moría de manera simbólica, dejando atrás la persona que era, y renacía comprometida con la divinidad a la que estaba dedicada el culto y con una promesa que se manifestaba ya en esta vida, pero también tras la muerte: la salvación.
Estos cultos se desarrollaron durante las épocas helenística e imperial romana en la zona oriental del Mediterráneo (Anatolia, norte de África…) y tenían como principal característica que los iniciados debían guardar silencio con respecto a las prácticas que allí se celebraban.
Por eso en la actualidad se sabe que existieron estos cultos, se sabe que estuvieron dedicados a divinidades como Démeter y Perséfone, Dionisos, Sed, Min, Isis y Osiris, se sabe que los más conocidos son los Misterios Eleusinos, los Misterios Órficos y los Misterios Dionisíacos, pero ya las prácticas en sí, todo lo que formaba parte del ritual iniciático no resulta tan conocido.
Sin embargo, una de las descripciones más extensas que tenemos se la debemos a Apuleyo, un escritor romano del siglo II. Apuleyo, en su maravillosa obra El asno de oro, describe un ritual mistérico que vive el protagonista al final del relato, en este caso con la diosa Isis. Me gustaría compartir contigo un párrafo de esta obra en la que se desprende esa obligación de guardar silencio y esa muerte a la que se someten los iniciados para luego renacer en la salvación:
“Quizá, curioso lector, me preguntes con ansiedad qué se dijo luego y qué se hizo; lo diría, si pudiera decirlo y lo conocerías si pudieras escucharlo. Pero contraen la misma culpa los oídos y la lengua de la temeraria curiosidad. Sin embargo, yo no te atormentaré con la angustia prolongada, al hallarte quizá en suspenso por un piadoso deseo. Escucha, pues; pero cree lo que es verdad. Me acerqué al borde de la muerte; yo hollé con mis pies el umbral de la mansión de Proserpina y fui llevado a través de todos los elementos; en medio de la noche yo vi resplandecer el sol con todo su esplendor; yo me acerqué a los dioses de los Infiernos y a los dioses del cielo, viéndoles cara a cara y adorándoles de cerca. He aquí cuanto te he dicho que, aunque lo has oído, es necesario que, sin embargo, no lo comprendas.” (Apuleyo, El asno de oro, cap. XI)
El Cristianismo, incipiente en la época en la que se desarrollan estos cultos, se hizo eco de algunas de sus ideas y prácticas. Déjame compartir contigo otra frase que aparece en El asno de oro: “Cuando ya lo exigía el tiempo, como decía el sacerdote, me conduce con todo el acompañamiento religioso a los baños que se hallaban en las proximidades del templo; luego que, según costumbre, me sumergí en el baño, me purificó arrojando sobre mí agua pura implorando la protección divina.”
Te suena, ¿verdad? Te suena ese ritual iniciático que a día de hoy se sigue practicando. Efectivamente, hablamos del bautismo. ¿Y qué es el bautismo? El bautismo no deja de ser una muerte simbólica, una liberación de la antigua vida surgida en la mancha y el pecado, un baño purificador que permitirá el renacimiento dentro de la fe y la promesa de una salvación futura.
3. LA PARTE QUE SE DEJA MORIR
La naturaleza vive su muerte y renacimiento. Las religiones y cultos desarrollan rituales de muerte y renacimiento simbólicos. Las personas también.
Vivimos nuestros procesos de muerte y renacimiento. A veces lo hacemos de forma consciente; otras veces comprendemos el tipo de proceso que hemos pasado tiempo después de haberlo experimentado; y otras, simplemente, pasan sin llegar a ser conscientes de ello.
Sea como fuere, todos tienen en común que una parte de nosotros muere en ese proceso, algo que se pierde, que cambia, evoluciona, que renace y se renueva. Somos primavera, pero también invierno y, de nuevo, volvemos a ser primavera. Como árboles, nos liberamos del peso de las hojas muertas y tras un período de silencio y trabajo interno la primavera emerge en nosotros.

A veces es la vida la que te empuja, implacable, hacia esta muerte, la que te remueve, te retuerce, la que te incomoda hasta tal punto que todo aquello que estabas viviendo hasta ese momento se hace insoportable de seguir y no te queda más remedio que despedirte de tu antiguo “yo”. Otras veces serás tú quien, a través de un profundo trabajo de introspección, ahondes en aquello que eres y en lo que podrías ser, y decidas lo que quieras quedarte y lo que quieras dejar morir, lo que tienes en ti pero que sabes que no te sirve, ya no.
Sabes que esto ha pasado porque cuando echas la vista atrás y miras lo que hacías antes, cómo te comportabas, cómo te afectaban determinadas situaciones ya apenas te reconoces. Sabes que lo has vivido, tus recuerdos te hablan de ello, pero eres tan consciente de lo que has cambiado, de cómo has muerto aquellas partes que no te hacían bien que puedes incluso sorprenderte de tus gestos y actitudes pasadas.
Y es esa muerte consciente, esa muerte sin morir, la que te hace saber que puedes cambiar cuando quieras, cuando lo necesites, lo que quieras y lo que necesites. Porque tus recuerdos te cuentan que ya lo has hecho.
Porque la cuestión no es renovarse o morir, como decían, sino morir para renovarse.