-RIL Editores-

   Inés Martínez García se viste de Dama del Bosque para contar, a la luz del fuego nocturno, la leyenda de la transmutación biológica en árbol. Una fantasía poética cargada de simbolismo, tradición quebrada y refundida desde posturas imposibles, prohibidas, extraordinarias, siempre jugosas, siempre frondosas; un sendero de hojas, huesos y vida que persigue la identidad, que se escurre bajo la tierra movediza, y la libertad, que juega al escondite donde abundan las ramas y un viento generoso. Una de las voces más originales de la poesía actual nos toma la mano en esta excursión sobre el cuerpo y el alma.

   Yo soy la luz del bosque se compone de tres partes, que intercalan magistralmente texto prosado y texto versado, de mismo potencial lírico, introducidas por Emily Dickinson desde la bienvenida global, ese gran pórtico, Marta López Vilar, que aguarda en la entrada a la Parte Primera, Angélica Liddell, que custodia la Parte Segunda y Raúl Zurita, que encabeza el último poema de esta misma fase -y extiende su contagio poético con efecto retroactivo, hacia ambas direcciones: atrás y adelante- para cerrar el bloque bipartito sobre el que posteriormente crece un apéndice memorable: ese impresionante Epílogo (Sauce y Cristal).

   PARTE PRIMERA

   Impera la forma de prosa sobre la de verso, que concede un inicio brutalísimo. Seis textos de la índole predominante (el segundo de ellos: “Me late la nariz…” es la foto de la contracubierta) orquestan un riego de agua de lluvia de alta hondura. La última composición trata la definitiva conexión entre la tierra (raíces y salamandras) con el cuerpo, aunque niega que esté hablando de su cuerpo (ni del tuyo), incluyendo una  imagen muy universalizadora y muy natural de mancharse la cara, entre otras reivindicaciones extremadas. La estructura poemática es la de bloques compactos pero en un caso determinado se parte en dos, como dos escalones, y en otro en tres: bloque + línea + línea final, lo cual nos permite saborear cada pausa y distintivo tono según el creciente impacto deseado por la voz narrativa.

   “Existo como soy y eso me basta”borda una de las frases capitales de toda esta parte, que derrama mucho cuerpo, mucha herida, mucho dolor interno y propio, mucha familia (ascendencia, genealogía, casi como tribu) y un volumen casi opaco de intimismo casi total, incluso propio de hablar en privado, en cuarto o confesionario, y emplear verbos afines (desde el mismo ‘confieso…’ hasta formas desviadas), un intimismo unido a un ritual de rezo.

   Esta primera etapa inicia con un poema sobre una losa translúcida en su memoria, no se la ha enseñado a nadie -atención a este concepto de ocultación, de no enseñar ni decir, que hasta el brillante desenlace de la obra se mantiene-, y una conexión rápida con el cuerpo como campo de batalla, tan brutal. No tarda en apuntalar el ferviente componente religioso que impregna muchos de sus pasos, en actividad y actitud, una mirada que contrasta con referencias sutiles al placer físico/sexual. 

   IMG usa mucho el recurso de la comparación para construir imágenes, entre las que deslumbra una recurrencia: la del concepto del acto de abrir la boca -superior a otras también poderosas: concepto de culpa/perdón (y acto de pedir perdón), el frío, la dualidad daño-herida y, desde luego, el hecho de desdoblarse en dos entes, que será fondo y forma para la mayor parte del juego poético-. Voluntad, lenguaje y medición del silencio arman el conglomerado que vomita Inés desde su pecho reluciente y rojo.

   Nos movemos hacia el siguiente estadio con una sinfonía que complementa perfectamente este desgranado espacio inicial, pero desde otro escenario: es el segundo texto prosado un vertiginoso texto que fluye con violencia entre latir, doler y golpearse con, de tremenda mención a la genealogía precedente (abuelo, padre…) y forma obsesiva de expresión con la reiteración bien afilada y un ritmo alto con comas esparcidas jugosamente y empleo de la conjuntiva “y” para enlazar veloz. Posada la forma, extiende sus brazos hacia el dolor, la visceralidad, despegados desde una primera palabra proverbal: Confieso, Tengo, Existo, Tiemblo, Siento… Nos presenta su brechita -y conviene atender a cómo habla de este tipo de rasgos y/o circunstancias con tono muy atenuado, livianamente infantiloide- en la frente… y cómo le laten en ella las voces… y cómo es horadada por el brillo y el valor de elementos familiares del oro. Sin descansar en el combate entre el cuerpo y el silencio. 

   Dos hitos formales interesantes gobiernan el siguiente poema: el mantra que lo vertebra («Existo como soy y eso me basta») y el doble escalón de una línea (grueso del texto + escalón de línea + escalón de línea), en el que explota: «Un día tu voz estará rota / y tus palabras ya no dirán nada», en un perfecto remate a un texto curtido sobre una imagen desdoblada en dos que son la misma fuente, una dedicada a abrir la boca y proferir las oes -y taladrar el mantra- y otra entregada a describir lo que le sucede a esa boca (a ese rostro, a ese cuerpo) frente al espejo, cómo todo vuelve a ella, cómo se rompen la voz, las palabras y la boca en una escala brutal.

   El cansancio y el perjuicio conversan alrededor de una base que sostiene la gran preocupación de que no está aprovechando, de que no está haciendo más que existir como es en lugar de rebelarse o utilizar ese lenguaje, esa voz, esas palabras… (frente al espejo vs. en solitario, en soledad vs. a alguien, al mundo, esa forma de silencio al no compartir…). Una pequeña rendición que es motor de progreso y motivo de histérico triunfo tras la autoflagelación. 

   El siguiente espacio cultivado también presenta dos puntos formales especialmente destacables: la estructura es equitativa de dos párrafos muy iguales; inicia con un «extraño» tono dirigido hacia el tú ((«Me has dado voz para que cante»)) -ojo al contraste con el silencio autoimpuesto- ‘y empezó a cantar cuando todo estaba perdido’… Hasta que nos encontramos con el tesoro mejor escondido: «Me has dado voz para ser la luz del bosque» +dijiste «quien quiera seguirte no caminará entre tinieblas» +su garganta es una «cavidad arbórea». En el segundo párrafo se despliegan estas relaciones: canto-fuego y tierra del bosque-luz de la vida.

   Acaba la parte más prosística con el segundo texto más grande tras el primero, de forma que realmente encuadra todo lo que habita dentro, en ese espacio entre ambos, dejando fuera el primer texto versificado y los dos restantes detrás para cerrar esta primera parte de la obra. Despellejemos este último tramo en prosa. 

   «Siento la humedad» inaugura el texto más brutal, animal, salvaje de esta primera etapa. Labra su discurso sobre enfermedad, propagación, contagio, llagas, multiplicarse, observar desde lejos y miedo a acercarse pero también ganas… cuerpo, mucho cuerpo, el cuerpo como núcleo de toda esa toxicidad, de todo eso malo, de la plaga, pues todo lo que está en ella se cae, muere, es como si le arrancara la vida, una boca enferma y un clímax con la fusión de la mano y su boca, sus labios. Una auténtica barbaridad tan hipnótica y devastadora. 

   El siguiente, penúltimo y versificado texto -aunque no tanto como el primero ni como el siguiente y último ((en este sentido, lo versificado también cierra al modo en que lo hace la prosa, pero además mete ese compartimento dentro de este más amplio))-. Un poema muy inmersivo que nos invade con un «hazlo conmigo» que sirve para su otra yo y para el lector mientras desarrolla una especie de ritual con la mano (herida) sobre los ojos en plena tierra y humedad, una escena muy trasladada a la naturaleza salvaje en pleno bosque, de hecho la arranca con «Tiemblo como ese árbol que aún no has visto» (forma de asimilarse al árbol incluso como anuncio y después con ese ritual que es una forma de conversión humana en árbol en sentido ¿figurado? [de hecho: inspira la imagen de cubierta]). 

   La ultimísima composición responde a todo lo dicho hasta entonces negando que venga a hablar de su cuerpo (ni del tuyo) y despliega tiene tres escalones que inician al revés respecto de como lo hacen los textos en prosa: primero una línea y luego dos bloques de texto. Su fondo es continuista, sobre la misma conversión: hincar los pies en la tierra, mancharse, rellenar el hueco de la mano, sentarse repleta; no ser únicamente sino configurarse con las raíces y las salamandras, es decir, integrarse, fundirse o fusionarse. La belleza y la fuerza de Inés deslumbra en su pluralidad, tanto en verso atajado como en renglón eterno. Pero sus matices son distintos y la recepción creada también, lo cual enriquece nuestra experiencia lectora hasta límites insospechados. 

   PARTE SEGUNDA

   Pronto comienza el diálogo a doble página redonda vs. cursiva en izquierda vs. derecha con esa voz que después se traslada a la parte del epílogo con la misma idea de encontrar la boca del árbol. Una voz bifurcada. Desaparece la prosa salvo excepciones puntuales en una sucesión de diecisiete cortes que tienden a alternar discursivo unívoco y diálogo en una enorme piscina de extensiones, una piscina cuyo cartel de bienvenida equivale a un primer texto de tres versos: «Mis manos / dos cuerpos blanquísimos / abriéndose sobre tu cuerpo», proyectando una escena muy catártica, acaso mínimamente sexual, o al menos corporal, ya con ese tú ahí incorporado que arrastrará toda esta parte, especialmente acuñado en torno al tocar, al contacto, al cuerpo como herramienta o arma.

   Especialista costurera IMG, el siguiente texto lo complementa perfectamente, incluso a nivel de «presentación del personaje” (pasamos de manos y cuerpo a palabras y mirada): se desvelan formas de estar en el mundo -su palabra y la mirada tierna compartida- e irrumpe con fuerza el primer fragmento en cursiva desde la otra voz: construido desde interrogantes/preguntas sobre enseñarle la boca del árbol, la conversión en árbol y la fusión, ese grito que espantó a los pájaros (esto será recuperado en el Epílogo), con el tema de la deidad y esa unión entre cuerpo y naturaleza -estamos cerca de una suerte de concepción mitológica- de fondo. 

   Retoma la voz primera su discurso sobre palabra, mirada y cuerpo, en tres versos estirados a cuatro líneas, es decir, un mismo cimiento formal que va acumulando elementos, conceptos e ideas previas, en este caso para alimentar la llaga impronunciable y estar en el mundo a través de «envolverse en el bosque».

   El primer poema que se libera de esa estructura pequeña y compacta y rompe más en extensión comienza con un importante «Respiro lentamente» -retrotrayendo aquella idea de rituales, preparación, momentos solemnes- que a continuación se refiere a «esta Tierra Santa», en una vinculación total naturaleza – religión/creencia. Se parte en dos pedazos para hacer salir el miedo -siendo importantes para la lectura global tanto la idea de partirse en dos como la reiteración del elemento miedo-. El lenguaje se asienta como base: pronuncia esos miedos, articula la expresión del cuerpo y constituye el «lenguaje divino que nos cose». 

   En el dúo posterior persiste la fórmula: verso brújula y bloque de extensión similar. El primero inicia con un verbo conjugado en primera del plural, un nosotros tremendamente sorpresivo, conjuntivo frente a la habitual separación/bifurcación de voces y/o cuerpos. Su interior habla de construir este bosque con los ruidos de ambos cuerpos; dice que si se pierde la palabra nada podrá quitarles ese sonido, el del cuerpo, e insiste: “Siempre nos quedará el cuerpo cuando se pierda la palabra”. Además, se dirige al tú llamándole “amor”, camino de una escena final que abrocha con “Escucha, escucha, cuerpecito” (¿recuerdan la estrategia de los diminutivos?) y la hilazón con la imagen del principio de esta parte del libro: estas manos blanquísimas que sobre ti se abren, que tiende el puente ideal hacia el segundo de este binomio: esculpida una imagen muy naturista alrededor de beber del otro (su savia) y respirar su olor y alimentarse de él… como lo haría un árbol. 

   Regresamos a la cursiva: “Si me pierdo en el bosque / ¿qué rastro seguirás para atravesar el verde / y decir mi nombre?”, preludio de la mayor tormenta en prosa de esta segunda sección. Dicho tifón textual comienza con un “Mira…” y termina con un “Escucha…”. ¿En medio? Toda una cascada de imágenes abastecidas por el cuerpo y su erosión, mutación, deshecho…, en un maremagnum sumamente orgánico ataviado con expresiones y formas ya conocidas, especialmente basadas en sonidos y en los ojos, desde “Cómo me rugen las tripas” a “Cómo tiembla la hierba” (es bellísimo que utilice Mira para hablar de sonidos y viceversa: cómo habla de movimiento a partir de Escucha…).

   En el siguiente abre el cuerpo al lenguaje y espera a que el lenguaje la embista, la penetre y atraviese; lo espera como a un animalillo (ahá, -illo), sin pedir clemencia, clavada en la tierra (en una escena salvaje, tan fuerte, por un instante erotizada, una de las más importantes en ese juego cuerpo-lenguaje). 

   Retoma la cursiva y la ‘otra voz’: “ábrete corazón sepulcro temblor involuntario / ¿ves ahora la boca del árbol?” -nota: suelen ser fragmentos muy cortos y directos salvo el primero, que fue algo más extenso debido a aquellas preguntas. El siguiente de este estilo viene dos páginas allá después del nuevo texto en redonda y dice: “¿Has encontrado la boca del árbol? / ¿Escuchas cómo tiembla la tierra?”, con una continuación [reiteración] natural de estos anteriores, en una configuración próxima a la matrioska-. 

   Entremedias acontece este baile: eco, hoguera y marca de Dios en un pasaje sin luz (sin sol) y con un fuerte componente religioso recuperado (el ritual de orar), antes de concluir que conviene huir de la hoguera, pues es donde muere la carne -por fuego y por luz, como si necesitara de sombra, de oscuridad, incluso de silencio para florecer y existir, con inevitable vinculación al corazón hambriento entregado a la boca del árbol-. 

   Emerge la tipografía redonda para prolongar esta línea con la descendencia: habla de los hijos vinculados al cuerpo, que caen por la marca de Dios, anuncio de un fragmento final en cursiva -un poco más largo que habitualmente- que refiere a caminar/pisar/seguir el camino y el asumir dolor y todo lo que implica (legado, ganas, deseo), en una descarnada petición de que no se siga el camino (“no sigas mi camino”), que así no se pise, que se cercene su continuismo biológico/genético.

   Pasamos al penúltimo texto de este segundo tramo, en redonda, que recupera la brevedad de tres líneas (versos) de antaño: “Tienes miedo de que se acabe el amor / como tienes miedo de mirar al suelo / y ver crecer una semilla hermosa”, de tono muy finalizador, de ultimátum o despedida, con cierta congoja y melancolía. 

   El poema definitivo de la Parte Segunda es encabezado por la voz de Raúl Zurita ( “Yo te levanto / Yo te sostengo / Yo te devuelvo la fe”) en la confección de una referencia religiosa / de creencia / de fe y esa acción de levantar y sostener y devolver la fuerza. Estamos ante un texto bastante extenso para la media de esta parte, con alguna marca formal original hasta ahora (como en otros poemas también, los corchetes por ejemplo o los guiones), en el que se repite el mantra de hace algunas páginas: “ábrete corazón sepulcro temblor” y se reúnen todos los elementos clave que han recorrido esta fase del poemario en una conclusión demoledora gracias a esa doble figura que ahora se une, y sin abandonar dicho mantra para combinar sepulcro, temblor y corazón con otros elementos, como la voluntad, tan importante desde el principio. Asimismo, la escena atañe al acercamiento a la boca del árbol, con manos y cuerpos blanquísimos, al atravesarse las llagas y retornar el grito a la boca antes de espantar a los pájaros, en un impresionante rebobinado de acciones y causas y efectos que terminan en: romper el silencio con los labios manchados, sucios, con esta boca repleta de la Tierra Santa.

   EPÍLOGO: SAUCE Y CRISTAL

   Cuatro páginas mide. Cuatro páginas mide una de las más prodigiosas piezas artísticas labradas por la palabra que jamás hayamos leído. Inés Martínez García alcanza en este cierre epilogar dialogado el summum de la poesía hispánica: su nivel de belleza, de verdad y de lucidez está al alcance de tan pocas manos. Podríamos mudarnos a esa cascada de alternativas líneas redondas vs. cursivas a dos voces respectivas y simplemente nos entregaríamos a la felicidad. Es tan complicado sentir tamaña calidez en una obra poética tan potente, tan compleja y trascendental. 

   Nos lo presenta centrado, absorbiendo toda nuestra atención con sendas orillas a los márgenes laterales, dotando de un carácter más directo -incluso más oral, como recrea el propio texto- a la sucesión de elementos capitales: corazón, árbol, luz, mariposa, pérdida de sí misma, ¡el dolor!… De aliento terapéutico, volvemos a partir del pecho para gozar del lugar en la naturaleza, de esa conexión que traspasa el árbol como espejo, el placer tras el (auto)castigo, y ese deleite incomparable que es un corazón perpetrado por el lenguaje, en un final que conecta con su alejado hermano concebido en el inicio. 

   Aplasta IMG la repiqueteante línea inaudible “no hablarlo con nadie” y eleva con sus manos el megáfono de cómo el lenguaje es creador de voz, de vida. Rompemos el silencio como nacimiento, como forma de (comenzar a) existir. Este acontecimiento es vinculado con el génesis biológico en la propia naturaleza, en su concepción más animal, en su definitiva equiparación, mutación en árbol. Se cierra el círculo. Y de qué manera.

      Lean a Inés, lean su verdoso proceso hacia, su singular cosmogonía ataviada de paisaje, maleza y tierra. Lean a una poeta omnívora, capaz de universalizar el hambre, la necesidad de satisfacer la evolución total, la completitud de un cuerpo consagrado a su destino luminoso. Ella es la luz del bosque. Ella es la luz de un corazón de hoja perenne. Ella es la luz de la poesía eterna.

Altavoz Cultural

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