Silvia Mago nos presenta Eco como un laberinto en el recuerdo, un camino en el que puedo decir que me perdí hace tiempo; y quizás no es mi camino y no siempre me gusta lo que hay, pero es uno que innegablemente creo haber andado y donde puedo asegurar que casi todas hemos dejado nuestra voz.

Porque Eco es una trayectoria donde vamos de la mano. Todo el laberinto está lleno de pisadas, y si me fijo bien encuentro algunas huellas encharcadas y el reflejo en el agua me devuelve un rostro más joven que ya no sé quién es. Las voces que susurran sin descanso a veces no me gustan; a veces me hacen suspirar, a veces me devuelven a una versión de mí misma que ya no reconozco, pero que hace tiempo estuvo ahí y negarlo sería una tontería. «Soy la chica más fuerte que he golpeado nunca», dicen, y yo, que hace tiempo perdoné al reflejo, sonrío melancólica y asiento.

Porque Eco es una trayectoria, y creo que es fácil encontrarse en su camino: si giras a la izquierda en el laberinto, te encuentras con la risa indolente del amor, «el suelo es cielo y el cielo es casa», pero si te desvías un par de veces a la derecha hay un suspiro roto que busca reponerse y hay una tumba que reza: «la sangre que me palpita dentro no me pertenece del todo». Hay un camino donde tu propia voz es dura y afilada, donde es difícil aceptar que «nunca dejaré de ser el monstruo que se enamora de lo que acaba de matar», pero si avanzas más, si no te detienes y soportas el peso del dolor propio (que al final, de alguna manera, también es dolor ajeno), la voz se vuelve suave como el metal de una armadura recién pulida; «permite que el corazón te sangre de ira», te pide, y tú aceptas porque recuerdas que hace que tiempo aceptaste, y hay pactos que no debes romper.

Y cuando sales, cuando encuentras el final del laberinto, alguien te suelta la mano y por un momento crees notar tu propia ausencia, incluso aunque no fuera tuya la voz que resonaba. Porque Eco es una trayectoria donde vamos de la mano, unos versos donde, creo, es fácil encontrarse: la voz de Silvia te guía en el museo descompuesto del recuerdo, en la imagen intrincada de sus manos haciendo sombra en la pared, y mientras habla tú no puedes evitar preguntarte si no proyectaron tus manos esa sombra alguna vez. Es el rastro de sangre que deja una herida adolescente, lo que contemplas desde lejos una vez has encontrado la cura.

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