
-Ediciones Algorfa-
[Semana de la Poesía // 20-27 de Marzo 2022 – Altavoz Cultural]
La espectacularidad propia de la narrativa de ficción aterriza en el ámbito poético con esta impactante obra de Antonio Ríos, que no escatima en recursos, registros polifónicos y montajes más intrínsecos al cine o las artes plásticas, por supuesto a la cuentística. Horizontes Verticales es sumamente ambicioso, entretenido, literariamente maravilloso.
La paradoja que nutre el concepto fundacional de la obra -ese inesperado alzamiento de la línea horizontal que limita y sitúa nuestra mirada futura hasta hacerla erguida, vertical- se palpa ya desde una cubierta preciosa. El prólogo de Pedro Villarejo, a partir de su particular homenaje personal al poeta, dispone claves y coordenadas de estilo que transitan sobre la vida, la búsqueda y, efectivamente, sus horizontes verticales.
Las dedicatorias anteceden a los poemas. Un total de treinta, de extensión moderadamente amplia, diversos en escenografía, mecanismos narrativos y objetos de inspiración, uniformes en calidad y profundos en relevancia, sea para alimentar al estilista, sea para desaguar al hombre. Hemos disfrutado mucho de los mensajes, tanto como de los trucos. Y ahora solo queda referir algunos pequeños desgloses a esta fantástica experiencia.
Yo no escribo el poema es toda una carta de presentación con declaración de intenciones incluida: la extensión del texto, la disposición de las estrofas -cortadas sin mayúscula inicial como llamativo rasgo excepcional respecto de la mayoría de composiciones- y la tan espectacularidad de las imágenes -leemos a Antonio con gafas de sol en algunas partes- son las primeras pistas ya saboreadas empíricamente.
No podemos negar, especialmente por esta última consideración, el aroma a simpática paradoja que nos supone esa desviación de implicación desmedida o esforzada en la labor poética: es la inspiración la que encuentra a nuestro poeta, que funciona como mero canal de transmisión, como simple medio -automático- de producción de tamaña vistosidad, de tan tremenda capacidad comunicativa.
Este es, pues, el primer juego que nos propone Ríos, desligado de aparente responsabilidad más allá de la del escriba más estándar. Lo que es, por supuesto, un estupendo canto a la relación creativa entre imaginario y mano es también un primer muy buen poema que nos advierte de la habilidad del autor para entrar y salir del foco -como protagonista, personaje ficcionado, metanarrador y puro objeto arrastrado por su contexto-.
Le sigue Hoy, único poema con cita introductoria; la de A. Machado (“Hoy es siempre todavía”), que nos arroja el tópico del segundo texto versificado en torno al mensaje encorajinador de afrontar y vivir el presente desde la fortaleza autogestionada y la esperanza. Las imágenes vuelven a sorprendernos, si bien nos descubre mirando una melodía extraordinariamente musical. Recuerdo verte en aquel bar -que ya cuenta con tres páginas- inyecta el resto del sentido enmarcador de este comienzo de obra: nos vierte la reminiscencia del primer conocimiento, del primer encuentro de una vida -explotada en porciones compartidas aquí- vinculada a la musa suprema: Alicia.
Mantiene el tono musical -u oratorio en un espacio público- y ese carácter introductorio ¿Dónde vive la Vida?, cuarto poema y primera aparición de mayúscula deliberada. La estructura cosechada desde la explosión de formas negacionales -ese ir y venir de imágenes extendidas entre los “Ni aquí – ni aquí”- permite que el bloque sinfónico penetre fácilmente en nuestra memoria habituada a la reiteración cancionil -hay bastantes letras de cantautor en este libro, siempre en términos de halago-. Sin perder un ápice de dicha musicalidad -tal vez agrandada con la inserción de rima interna- nos adentramos en De la duda y otras certezas para conocer otros dos componentes esenciales del discurso elaborado por el autor, acaso los más importantes de los que quedaban pendientes: la incertidumbre y Dios.
Con este bagaje audiovisual alcanzamos el primer puerto de esplendor estético: Cuentos (hoy) imposibles activa un escenario experimental en el que se rompen las convenciones poéticas más conservadoras. Tres cuentos -desplegados en tres estrofas, abrochados todos por una última indistinta- de vidas anónimas atravesadas por las respectivas menciones a Francis Bacon, Oscar Wilde, Paco Ibáñez configuran una cascada de imágenes potentísimas que, de paso, transgreden ciertos pactos políticamente correctos entre decisiones léxicas, tabúes y sombras de entendimiento autor-lector. No solo estamos cómodos, es que hemos ido a por palomitas.
Instalados en la dimensión onírico-ficcional de espectacular calado para la entraña y la víscera, asistimos a continuación, en perfecta armonía tras ese salto, a Mis pesadillas: un cóctel infernal de lo grotesco -ese hermano grandote y feo pero atractivo de lo poético- con lo escalofriante -ese filo frío y azulado-. Sirenas, como spin-off libre parcial de su antecesor, estabiliza definitivamente el poder icónico de la poesía de Antonio Ríos. En la ascendencia hacia esa libertad formal absoluta ganamos otro obsequio llamado Tragedia del sueño (poema en tres actos): un imponente texto dramatizado.
Una línea de puntos posterior a la que acabamos de deslizar es la construida a partir de Credo, Mi Reina e Invisible e intangible: tres estadios apologéticos orientados a la fe, el amor -y la figura humana que lo sostiene como máxima causa- y la Felicidad.
Muy cercano al ecuador estructural se sitúa el Día de año nuevo (32 de diciembre de 2020), de repentina sacudida presente, de eléctrico impacto actual entroncado con la crisis del COVID y la responsabilidad social. La trascendencia del tiempo como factor universal que planta semillas en nuestra rutina -ya vimos aquel Hoy, ahora hemos hablado de un golpetazo tan descarnadamente vigente- alcanza un grado superior en la poética de nuestro autor con Es fue cuanto fue es.
Asumidas, entonces, una suerte de coordenadas temporales -más o menos flexibles, comúnmente pellizcadas por los difusos límites de la alegoría, el espacio invisible y la ubicuidad- podemos sentarnos a disfrutar de las vistas que nos brindan poemas como Magenta, Cap Negre o La metamorfosis.
Lo procesual deja paso a lo eminentemente continental en uno de los más notables textos que hemos leído dentro de un poemario, por el qué y el cómo: Nevada es un cuento de cuatro páginas de tacto americanizado, fruto de un excelso manejo del mecanismo ficcional -bañado de sueño y fantasía en el diálogo con el lector-, identidad arrolladora y brillo de viaje foráneo al más puro estilo pulp. ¡Pero es un poema! Nos quedamos encantados. Justifica esta maravilla toda la obra a pesar de ser un magnífico conjunto sin fisuras ni desequilibrios cualitativos.
Aterrizamos después en otra serie de proclamas de suficiente semejanza como para permitirnos la cohesión expositiva: Getsemaní, Acaso y Trasteros y fantasmas comparten sobre todo el modo y la mística. Siendo el central el más oscuro al intelecto, ambos extremos caminan sobre una fina cuerda de proyección espiritual, mucho más próxima al suelo en el caso último. La naturalidad con la que integra el autor la creencia -en sentidos dispares respecto del referente creíble- y su poder evocador es un símbolo contundente de su capacidad alegórica.
De la levitación al terreno del corazón abierto: Tu meteorito y Mater representan el máximo grado de tributo amoroso a la figura femenina. El primero dirige sus versos hacia la mujer amada y el segundo vuelca su pasión hacia la gran madre. La intimidad y la honesta confesión de sentimientos articulan entrelazadas dos de los poemas mayores del conjunto: en belleza, contenido explícitamente hermoso, ideal elección formal y color de tono.
Recuperamos en la nariz el aroma de Sirenas para abordar un contexto de índole marina y legendaria en Las consecuencias, el poema del libro dedicado a la muerte por antonomasia. Mi habitación 101 -parida de la Habitación 101 de G. Orwell- retoma la ficción cruda, salvaje, en el escenario del hotel caótico y terrorífico. Ambos poemas constituyen el último retazo escalofriante del poemario, previo a la descarga final, que conservará en sus primeros pasos la actitud creacionista de piel ficcional pero rebajará la tensión hacia climas más tenues.
Así conocemos dos estupendas demostraciones de la habilidad que tanto hemos halagado durante esta reseña: Serenata del Ocaso es una excepcional alegoría eróticoamorosa entre él y ella -Ocaso y Luna-, mientras que Viajes a ninguna parte es uno de los poemas más ambiciosos, originales y brillantes de toda la obra, armado desde aquella minuciosa labor observadora –Magenta, Cap Negre– ad infinitum, sazonada con el artificio puesto en marcha en otras composiciones como Nevada o Mis pesadillas. Una delicia. Dos.
Viajes a ninguna parte es el vigesimoséptimo poema de la treintena completa. Restan tres sumamente relevantes para la argumentación interna de la narración que ha desarrollado Ríos en Horizontes Verticales. Haiku de la prudencia aúna entusiasmo y realismo -incluso con una pizca de humildad en su doble interpretación-, en un perfecto contraste entre no dejar de soñar pero mantener siempre los pies en la tierra, filosofía que nos descubre tanto virtudes literarias como formas de habitar nuestro mundo.
Por su parte, Poeta concluye el diálogo con Yo no escribo el poema -texto inaugural del libro- en torno al oficio del verso, en su concepción más artesanal. Esta contestación no solo complementa el debate sobre la función estricta del escritor -respecto de su traslado de la inspiración a la morfosintaxis del papel-, sino que superpone una indispensable reivindicación de Libertad y Poesía como hermanas inviolables del mismísimo evento creativo.
La cuenta nos despide en el mismo contexto de Recuerdo verte en aquel bar -acaso hemos estado allí desde el comienzo de la obra, sin abandonar la barra, la música, las imágenes difusas y los contornos de mujer, personajes diversos y héroes de nuestra propia película-. Alberga en sus líneas un magnífico equilibrio emocional -las dos caras, triste y alegre, dramática y lúdica, que han marcado el recorrido de las páginas- con final feliz, incrustado en la Esperanza. Tan performativo como otros, tan ideal en su dualidad para configurar un perfecto mapa de calor de la voz poética plasmada.
Horizontes Verticales describe un universo riquísimo, como un puzle autorreferencial que sostiene toda una vida de sentimientos, emociones y experiencias -vividas, soñadas, anheladas, resignificadas-. Antonio Ríos se destapa como un escritor de gustos y método ciertamente impresionantes, poeta de pies a cabeza. Corran a leer esta obra, se harán un bonito favor.
Altavoz Cultural
CUATRO PREGUNTAS A ANTONIO RÍOS

¿Cómo se gesta Horizontes Verticales desde el concepto propio que da origen al título y al desarrollo de la obra y cuál es su estímulo creativo original una vez asumido ese trasfondo?
Me gusta pensar que, además de las casualidades, existen las causalidades, y el nacimiento de este libro diría que es una de ellas. A fin de concretar la génesis de Horizontes Verticales con el mayor atino posible, permitidme rebobinar mi tiempo y dar rienda suelta a la extensión de mis explicaciones…
Durante mi adolescencia, siempre tuve la gozosa necesidad de expresarme a través de canciones o de poemas (“poemas en potencia”, como en su día yo les llamaba); sin embargo, al llegar a la universidad y, más tarde, al comenzar mi profesión como economista, las musas no tuvieron más remedio que exiliarse durante años, en silencio, desdeñadas por mi persona, netamente centrada en el trabajo y en la inercia y ritmos de la sociedad y de la “vida”.
Pero entonces llegó “la gran parada”, esa extraña situación a la que todos nos vimos abocados durante el estado de alarma del año 2020. De repente, estábamos prácticamente atrincherados en nuestros hogares, con un mundo rozando lo apocalíptico, en el que el pulso y las prisas de nuestro día a día no tuvieron más remedio que desacelerar su marcha. Y, mientras el tren de nuestras rutinas iba aminorando su velocidad, comenzamos (al menos yo) a poder observar y apreciar el paisaje que siempre habíamos tenido al otro lado de la ventana, los horizontes que, con la invisible rapidez de un vehículo en movimiento, no conseguíamos degustar. Por supuesto, jamás hubiera querido que un desastre de las magnitudes de esta pandemia hubiera tenido lugar y ojalá no hubiera sido más que una pesadilla de la que puedes huir con un simple despertar; pero fue, sucedió. Y dentro de ese desierto de desgracias y tristezas, tuve la suerte de toparme con un hermoso oasis personal. Por primera vez en más de una década “recordé” que, alguna vez en mi historia, disfruté tocando la guitarra, cantando canciones o escribiendo un poema. Por ello, a pesar de los pesares, uno de los más bellos fragmentos que atesoro de esa “gran parada”, durante el confinamiento en nuestros hogares en el que el tiempo pareciese andar con pies de plomo, es que, por primera vez en mi vida, durante prácticamente todo el día se podía escuchar el trino de las aves surcando las despobladas avenidas, las gaviotas del puerto conquistando los barcos varados, las golondrinas en la tarde con su júbilo serpenteante.
El maestro D. Antonio Machado encontró la digna belleza que, en un olmo seco, luchaba por brotar, con su verde esperanza de vida. En mi humilde caso, quizá fuese el canto, claro y limpio, de los pájaros lo que me trajo de vuelta esa belleza, la poesía, lo que liberó de su exilio a unas musas quienes, a pesar de que yo las había condenado a un injusto olvido, siempre me llevaron consigo en las maletas de su memoria.
Alejandro Jodorowsky dejó deliciosamente bordados estos versos: “Gracias / plantas de mis pies / por llevarme / a donde me estoy esperando”. Y así, hace apenas un par de años, desenterré mi papel y mi lápiz (hoy convertidos en un práctico smartphone) y comencé a tejer, una década después, un “primer” nuevo poema, deleitado por la verticalidad de algún horizonte. Causalidades de la vida…
Con el título “Horizontes Verticales” pretendo poner de relieve cómo el poeta, como manifestador de bellezas, debe pararse a observar su entorno, las realidades que lo circunvalan, los horizontes que le abrazan; pero siempre desde otros prismas, desde otras perspectivas, con otros ojos. Y así, frente a ese “horizonte”, al girar su cabeza hacia un lado, el poeta logra descubrir la columna vertebral y vertical del mismo, conquista esa otra realidad (quizás la más real de todas) que subyace y sobrevive en todo. Al erigir los “horizontes” sobre sí mismos, el poeta puede desvelar la poesía que todo lo habita; es, en los “horizontes verticales”, donde, considero, brota el verso.
Y en eso, por mi parte, ha consistido el desarrollo creativo de este libro: observar e identificar “horizontes” (ideas, conceptos, realidades…), ponerlos en “vertical” (viviseccionarlos, meditar sobre sus contenidos y continentes…) y, uno a uno, permitir que vayan floreciendo los poemas.
¿Cuánto tiene la estructura del poemario de férrea premeditación y cuánto de espontánea libertad a través del propio proceso encadenador de textos?
Considero que, de forma muy genérica y aglutinadora, podría llegar a clasificar mis poemas en “poemas de corte clásico” y “poemas de corte contemporáneo”.
Así, ciertos poemas comienzan a componerse con una estética más geométrica, con una estructura más ortodoxa en cuanto a su rima y una métrica más marcada, resultando incluso la propia voz del poema algo más épica o solemne. Estos poemas son los que englobaría dentro del corte “clásico”, y aquí podemos encontrar ejemplos como “Mis Pesadillas”, “Serenata del Ocaso” o “Poeta”, por citar algunos.
En la otra dimensión estarían los poemas en los que me permito cierta frescura verbal, ciertas licencias y libertades estéticas más propias (a mi juicio) de la poesía contemporánea. Aquí encontraríamos poemas como “Recuerdo verte en aquel bar”, “Nevada” o “Tu meteorito”.
Partiendo de esa “clasificación” personal, y una vez que tuve casi la mitad de poemas en un bando y la otra mitad en el otro, entendí que una buena forma de tatuarlos en las hojas del libro era que estuviesen coordinadamente entremezclados, como un tablero de ajedrez en el que junto a una casilla blanca hay una negra, y viceversa. Con la intención de que cada paso en el libro, cada poema, fuera sutilmente distinto al anterior, ya no sólo en cuanto a su contenido, sino también en cuanto a su perfil (más o menos clásico o contemporáneo), buscando huir de una posible monotonía estructural y temática, y persiguiendo, premeditadamente, una sensación más coral y diversificada en el discurrir de su lectura.
Destacamos subjetivamente una cualidad fascinante de tu obra: es un compendio fantástico de historias, un poemario muy narrativo (pensamos en poemas como Nevada, Mi habitación 101 o Viajes a ninguna parte, entre otros). ¿Qué influencias y/o referentes literarios te han llevado a este escenario?
Desde siempre he admirado un género que, a nivel literario, muchos teóricos y académicos podrían considerar “menor”, pero que espero pueda llegar a alcanzar el respeto y admiración que merece tras la concesión del Premio Nobel de Literatura al señor Robert Allen Zimmerman, por sus, al fin y al cabo, letras de canciones. Si bien, como el propio Bob Dylan quiso resaltar en su discurso de aceptación del citado premio, al igual que el género “teatro” está más pensado para representarse (atendiendo a los decorados, voces de los actores, ambientación…) que para leerse (si es que queremos alcanzar el más óptimo nivel de épica o dramatismo, y sin dejar por ello de ser una grandísima manifestación literaria), el género “canción”, de igual forma, está más pensado para cantarse (acompañado de una interpretación vocal y de una base musical que consigan elevar esas letras a un nivel superior al que, ya de por sí, pueda otorgarle una hoja en la que queden transcritas) que para leerse, sin por ello menguar su grandiosidad literaria.
He querido resaltar la importancia que, en mi vida y para mi poesía, han tenido las canciones ya que, gracias a muchas de sus letras, he bebido y han brotado en mí las musas necesarias para acabar conquistando un poema; y, más aún, si nos centramos en esta poesía “narrativa”, la cual podría confesar bebe directamente de este género. Pienso, de nuevo, en Bob Dylan (“Ballad of a thin man”, “Simple twist of fate”…), pienso en Joaquín Sabina (“Pero qué hermosas eran”, “Peces de ciudad”…), en Nacho Vegas (“El hombre que casi conoció a Michi Panero”, “Morir o matar”…)…
En fin, las historias que abarcan las más grandes canciones de los más grandes escritores de éstas puede que sean, por un lado, una fuente incesante de inspiración para ese tipo de poemas, de corte más narrativo, que suelo esbozar. Y, sin duda, por otro lado, lo es el género “cuentos”, que tanto me fascina y al que siento, en muchos aspectos, tan cercano a la poesía. Véase, por ejemplo, a Borges, un grandísimo poeta y un incomparable cuentista.
Creo, sin duda, que el género “canción” y el género “cuento” abordan la posibilidad de hilvanar completas historias, dentro de un limitado espacio, que me parece envidiable (y, a su vez, valiente), y llevar este hecho a otro género como la poesía, muy acotado también en cuanto a su extensión (me refiero a poemas de tendencia y demanda actual, que suelen tener un número de versos más o menos corto, a diferencia de las antiguas formas que, Dante o Manrique, por ejemplo, llevaran a cabo, extendiendo los poemas durante páginas y páginas y más páginas), me parece un ejercicio creativo ilusionante y hermoso y que, personalmente, logro degustar siempre que tengo la ocasión (vestida de inspiración). Con un pie puesto en la poesía, más rigurosa y técnica, y otro pie rozando con algunos dedos las historias y la narrativa que las canciones y los cuentos logran encapsular, creo que pueden nacer poemas muy interesantes y atractivos.
¿Cómo ha sido tu experiencia publicando con Ediciones Algorfa? ¿Qué impresión ha venido causando este debut poético entre tus círculos más cercanos y entre aquellos anónimos de lectores que han ido conociendo Horizontes Verticales?
Abrigado con el cariño de mi querido amigo Pedro Villarejo (sacerdote y poeta), quien siempre tuvo fe en mí, tocamos a la puerta de Algorfa y, desde el primer momento, tuvieron a bien abrirme y acogerme en su casa. Es una pequeña editorial familiar, radicada en la provincia de Málaga, a la que no puedo sino mostrarle mi eterno agradecimiento por haber querido darme la oportunidad de hacer realidad esta obra. Además, me regalaron la libertad de poder decidir el diseño de la portada, que es un collage de mi mujer, Alicia Fuertes, el cual yo soñaba y ansiaba quedara premeditadamente tatuado en el libro, sabiendo que estos siempre sobreviven a sus autores, consiguiendo así que una parte de ella me acompañe de la mano, a lo largo y ancho del tiempo.
Y, por último, respecto a la acogida de la obra, siento que ha sido hermosamente recibida, ya no solo por amigos, familiares y allegados, sino también por valientes lectores que han querido darle un voto de confianza, por un lado, a un género literario no tan comercial (como lo es la poesía) y, por otro lado y sobre todo, a un autor novel que, con una inmedible ilusión, viene a mostrar en sociedad sus humildes creaciones. Ojalá que, poco a poco, mi obra vaya surcando las pupilas de nuevas personas que encuentren algo digno en las mismas por las que detenerse a degustarlas y, espero y deseo, que las musas sigan siempre seduciéndome y dejándose seducir, brindándome así el camino nuevos “horizontes verticales” en los que poder sembrar palabras y recoger poemas cuyo jugo consigan dulcificar los labios de quienes me leyeren.