Entrevista a Iria Fariñas
PARTE II
-InLimbo & Altavoz Cultural, febrero 2023-

Sigamos con la herida. Cuerpo y alma dejan a la vista todo un ecosistema propio de su grieta, de su hendidura. Tratemos sus vendas y antídotos: ¿cuál es la parte del cuerpo que menos te convence para dibujarle un texto herido? ¿Cómo integras el amor, el consuelo o incluso la felicidad en Ruido de cicatriz como paliativos para el hueco sangrante?
No creo que haya ninguna parte del cuerpo menos convincente para protagonizar una historia de dolores no sanados. Todas ellas son epicentros narrativos potenciales. Desde la obviedad de relacionar un órgano enfermo a una enfermedad como el cáncer a los sucesos que se nos imprimen por todas partes: un beso, una agresión, una caída, un comentario, un fracaso, una despedida, una renuncia. Este cuerpo nuestro lo recibe todo. Por ejemplo, el complejo de una chica con su barbilla puede nacer del mote malintencionado que recibió en la escuela, la aprehensión de alguien con la sangre puede tener que ver con un accidente que presenció en su infancia y que no recuerda, el lóbulo de la oreja izquierda puede ser el último punto erógeno en una persona tetrapléjica. Todo esto son suposiciones literarias, no trato de construir aquí ningún tipo de alegato psicológico, faltaría más.
En cuanto a la segunda pregunta, es cierto que el amor, el consuelo y la felicidad no abundan en los relatos de Ruido de cicatriz, sin embargo, creo que puede intuirse la luz al final del túnel en muchos casos. Por ejemplo, pienso en la madre que permite la partida de su hija antes de tiempo en Ligera como un estremecimiento porque intuye que es lo que su hija necesita, o en la extraña comprensión entre los personajes de Tal vez la luz, o en el apoyo incondicional del padre en Ser parpadeo a través de las diversas escenas hospitalarias, o en la esperanza desoladora con la que la protagonista de Planos del deseo se imbuye en una fantasía diaria. Sin el contraste de estos retazos que fundamentan la existencia de otra realidad menos cruel todas estas historias se hundirían en el pozo de lo inhumano.
Cuando no configura una presencia brutal, tan peligrosa, la figura del hombre/marido/padre protagoniza la gran ausencia de las historias. ¿Cuál es la ausencia que más ha marcado tu vida hasta hoy y cómo canalizas todo cuanto te provoca hacia la escritura de otras ausencias?
Para empezar, creo que está claro que no ha existido una figura masculina fuerte en mi vida, del mismo modo en que he estado rodeada de figuras femeninas que iban desde lo contundente a lo devastador. Las figuras masculinas, a menudo, se reducían a provocar una reacción, tanto mediante la presencia como mediante la ausencia. Respecto a esta última, quizá la ausencia originaria fue la del padre. De niña aquello no me parecía raro: casi todas mis amistades tenían el mismo hueco en su vida. Aquellos que tenían una pareja estable o un padre monoparental o con la custodia completa o, incluso, que cumpliera al pie de la letra su parte de la custodia compartida eran la excepción. Tuvieron que pasar algunos años para que pudiera contemplarlo como un problema social: existían padres, por todas partes, que aparecían algún domingo que otro o en los cumpleaños o que mandaban un regalo y generaban una fiesta a sus espaldas o que escribían mensajes penosos que avivaban lágrimas de rabia o a los que se quería tan lejos como fuera posible. En mi entorno había padres con órdenes de alejamiento, padres tan agresivos que deberían estar en la cárcel (no fue mi caso, pero lo contemplé muy de cerca en otros), padres alcohólicos y/o drogadictos, padres que solo reaparecían para pedir dinero, padres escapistas, padres que engañaban a sus parejas y a sus amantes y a sus hijos… la lista es larga. Y, en contraposición, un tejido fortísimo de madres convencidas de que podían con todo y que, de algún modo, podían. Muchas de ellas en condiciones catastróficas y, aun así, estaban ahí. Alimentaban, llevaban al colegio, curaban heridas, castigaban, abrazaban y aguantaban. Sobre todo, aguantaban como una especie de monumento que todo el mundo espera que jamás se caiga. Y esa expectativa es una carga desorbitada.
También llama la atención tu gusto por la geometría, los planos, las matemáticas aplicadas, ya desde los títulos de algunos cuentos y hasta una simbología muy original. Queremos preguntarte por ello, por el origen de este fetiche, pero queremos hacerlo desde una aparente paradoja respecto de tu naturaleza eminentemente poética, la cual debería chocar -aunque sea un poquito- con esa rigurosidad tan propia de lo matemático. ¿Cómo logras aunar ambas características en tu escritura?
Ja, esta es buena. Comencemos por el principio, cuando era una niña como las de mis relatos y entré, a los tres años, en mi primera clase de matemáticas. Fue en un cubículo prefabricado porque la escuela aún estaba a medio construir. A la salida, lo primero que anuncié fue “odio las matemáticas”. Me sentía muy decepcionada: si dos más dos eran cuatro y no había nada más que discutir, ¿qué gracia tenía aquello? Se lo comuniqué a mi madre esa misma tarde y lo mantuve durante toda mi etapa escolar. En cuanto pude librarme de ellas, me mudé primero a letras puras y, después, a artes. Digamos que no nos reconciliamos hasta ya pasados los veinte, momento en el que comprendí que ni odiaba las matemáticas ni a las ciencias en general, sino que odiaba sus clases.
No fui una buena estudiante, en lo que a relación profesor-alumno se refiere. No es que diera problemas, es que casi nunca asistía. Mi comportamiento se resumía en una silla vacía y muy buenas notas. Me aburría una barbaridad y el aburrimiento es una de las sensaciones que peor tolero. A lo largo de los años y los diferentes centros en los que estuve, agudicé este no-comportamiento, con cierta permisividad de los profesores (algunos por complicidad, otros, por apatía y, los menos, por resignación, ya que era muy peleona a la hora de luchar por mi ausencia).
A día de hoy, en mi biblioteca hay libros de física, matemáticas, lógica y otras ramas que realmente no entiendo, pero que me producen gran fascinación. Me parece que en Ruido de cicatriz aún apenas se percibe esta influencia más allá de algún título o algún guiño. El reto real de mi creciente fusión de afinidades y fetiches se está produciendo con la novela que tengo en curso desde hace algunos años.
Ah, y qué diversidad de escenarios socioculturales, querida Iria. Nos has llevado desde Albacete hasta Japón, desde lo más salvaje y recóndito a lo más asquerosamente urbano. ¿Tiendes a plantear primero el espacio para después dotarlo de actividad y trama o piensas en la acción y durante el proceso vas implementando las coordenadas de la historia? Por defecto, ¿cuál es tu prototipo de escenario favorito como narradora? Y saltemos afuera: ¿dónde sueles escribir tus textos de manera rutinaria y en qué lugares has escrito los que conforman Ruido de cicatriz?
Mis relatos suelen aferrarse a elementos muy pequeños: un sonido, un olor, un gesto, una frase que le he escuchado a un desconocido por la calle, un pensamiento intrusivo, un nombre que no había escuchado nunca, un consejo que me desconcierta, una postal vieja en una tienda de segunda mano, el atuendo de alguien en un bar. Todo lo demás (su geografía, su escenario, su trama, sus personajes) aparece a lo largo de la escritura. Así que no, no decidí a priori que María Luisa y Josema se llamaran así ni situarles en Albacete (ciudad, por cierto, en la que nunca he estado pero en la que planeo estar en breves). Lo mismo sucedió con Akira, Fumiko, Kaito y Haru: su realidad surgió de golpe a raíz de un primer impulso. Mi objetivo en el relato de esta familia japonesa, de hecho, era buscar un nexo entre el nacimiento y la muerte de la protagonista en el menor tiempo posible. Insisto: para mí la escritura es un juego en el que, más allá de aprender técnicas y herramientas (que también), lo que me ha resultado más valioso ha sido encontrar el interruptor que apague o, por lo menos, mitigue los juicios internos.
No sé si tengo un escenario predilecto a la hora de narrar. Primero va el disparador, luego la voz interna del personaje y después el resto. Revisando los relatos mientras pensaba en esta respuesta, es posible que me sienta a gusto hablando de casas y habitaciones, o séase, con los espacios de intimidad en los que es más habitual que dejemos sueltas nuestras manías y rarezas, en los que más lloramos y nos desesperamos, y en los que nos proyectamos como si la casa fuera un apéndice de nuestro cuerpo.
Respecto a la geografía de la escritura fuera de la escritura, siempre he sido un bicho de lugares públicos. Mi primera opción es un cliché: las cafeterías. Creo que son un buen huerto mental porque aúnan un ambiente relajado con el efecto burbuja de los espacios cómodos, en los que se genera una falsa intimidad, es decir, en el que las personas conversan con la sensación de que nadie puede oírlas. Y el olor a café, por supuesto. Muy fan del olor a café. Pero cualquier otro sirve: he escrito en aeropuertos, lavanderías, bares, parques, iglesias… También escribo en casa, por supuesto. Tengo un despachito, aunque lo utilizo más para los procesos de documentación, estructuración y corrección. Para escritura y reescritura prefiero espacios menos “oficiales”: la barra de la cocina, mi cama, el sofá o incluso el suelo del salón.
Cuento de nadas vs. el clásico cuento de hadas. Preferimos el tuyo. ¿Qué reminiscencias de la tradición cuentística española reconoces en tu contribución personal y qué rasgos consideras ciertamente revolucionarios, al menos llamativos? Sin modestias, por favor. ¿Qué autoras leías durante el proceso de elaboración del libro?
Buf, dejadme que haga memoria. De manera paralela a la escritura, la lectura es, en mí, un ente caprichoso, hiperactivo, desleal y gozoso hasta el extremo. Suelo leer cinco o seis libros de manera simultánea (en general, de géneros distintos). Algunos los termino, otros los abandono. Soy picaflores en mis lecturas, en mi ocio, mis formaciones y mi distribución del tiempo. Quiero estar en todas partes a la vez y, aunque sea imposible, la intención de ello siembra ciertas actitudes. Salto de un libro a otro, un poco en una especie de trance, un poco conducida por el hambre pero sin saber cómo satisfacerlo. Tras un tiempo, todo se me mezcla y difumina, como quien ha vivido una fiesta muy salvaje o ha tenido un sueño fantástico.
Por encima y en específico de relatos, de aquella época ahora podría nombrar a Schweblin, Neuman, Peri Rossi, Eloy Tizón, Julieta Valero, Ana María Shua, Carver, Cortázar, María Fernanda Ampuero y Fernando Iwasaki. En otras áreas de la narrativa, ya sea novela, no ficción o cualquier tipo de hibridación, entonces estaba leyendo a Verónica Gerber, Brenda Navarro, Anaïs Nin, Siri Husdvet y Margarite Duras. Y, en poesía, a Chantal Maillard, Sara Torres, Mariano Peyrou (aunque a él también lo estaba leyendo en narrativa), Eduardo Falcón, David Leo García, etc.
Y como me gustan las recomendaciones, voy a aprovechar para dar algunas de lecturas posteriores a la escritura de Ruido de cicatriz: Solange Rodríguez Pappe (quien, además, me concedió la alegría inmensa de escribir el prólogo del libro), Pilar Adón, Nothomb, Mónica Ojeda, Cristina Rivera Garza, Sofía Crespo Madrid, Alejandra Banca, Berta García Faet, Carolina Otero, Eduardo Ruiz Sosa, Vivian Gornik, Nerea Pallares y Ana Martínez Castillo (quien es, además, mi editora).
Recientemente hemos hablado con David Roas acerca del tiempo como elemento fuertemente integrado en sus cuentos, tan moldeable, ambiguo, flexible, tramposo. Más allá de esa tremenda oda en Un minuto tarde, y de haber leído en tu poesía otras tantas menciones a la relación humana con el dios Cronos, tan inexorable, ¿qué es lo que más te seduce a ti de la inclusión de tal ingrediente en el terreno narrativo, desde el punto de vista de sus infinitas posibilidades lúdico-dramáticas?
Empecemos por que el tiempo es inseparable de la creación. Puede faltarte espacio, dinero, materiales, energía, ideas… pero lo único sin lo cual es imposible crear es el tiempo. El acto de crear (sea lo que sea, desde un relato, una escultura o una coreografía hasta una familia, un huerto o una hipótesis) es sinónimo de vivir. Creamos porque nos rebasamos de vida. No nos basta con aquello que tenemos al alcance de la mano: queremos ir más allá. A partir de ese mismo momento, el tiempo va a estar presente en todo lo que hagas. Es la moneda de cambio.
Una de las habilidades de la narrativa que más me fascinan es cómo invierte los papeles. En algún momento, la creación deja de supeditarse al tiempo y este pasa a ser una masa moldeable. Una narración puede suspender el tiempo y hacer que tres minutos duren cuatrocientas páginas y que, aun así, suceda en un vértigo. Puede llevarnos desde el nacimiento hasta la muerte de alguien en setecientas palabras. Atravesar genealogías de un plumazo. Viajar al futuro, reescribir el pasado, alterar el presente. La lectura podría ser, entonces, una suerte de ratificación de la teoría de cuerdas, siendo todos estos tiempos alternativos tentáculos de universos paralelos que conviven con nuestro tiempo palpable y diario.
Apoteósico final por culpa de Contraindicaciones para una bañera. De bañera a bañera viaja Ruido de cicatriz. De dolor a dolor. ¿Cómo fue el proceso creativo de este último cuadro, también respecto de su función estructural como cierre del libro?
¿Os podéis creer que no me había dado cuenta de que el libro iba de bañera a bañera? ¡Qué descubrimiento tan divertido! Es más: estoy entendiendo ahora que hay otra conexión más entre esas bañeras que no voy a desvelar aquí, porque sería spoiler.
Como decía antes, la ordenación de los relatos siguió un proceso entre lo orgánico y lo intuitivo, más centrado en el paso de un relato a otro que en el cuadro general. De hecho, admitiré aquí en petit comité que tuve muchas dudas con el orden a última hora y que quise quitar Contraindicaciones para una bañera del final. Fue Ana, mi editora, quien me convenció de dejarlo todo tal y como estaba.
En cuanto al proceso de este relato en sí, aquí va otra confesión: al principio eran dos relatos separados. Estaba la historia íntima y en primera persona de Luna, por un lado, y la de una habitación en la que los personajes están ausentes o distanciados, en tercera. Después de un par de lecturas al manuscrito, comprendí que eran las dos caras de una misma moneda, que estaba contando lo mismo con unas horas de diferencia entre ambas narraciones.
¿Cómo ha sido tu experiencia editorial con InLimbo? ¿Cómo consideras que irrumpe Ruido de cicatriz desde su catálogo hasta el hueso del panorama literario (y su feroz mercado editorial) actual?
Desde el inicio de los inicios hasta ahora, maravillosa. No recuerdo cómo descubrí la existencia de InLimbo, a través de quién y en qué momento, pero estoy segura de que fue mediante las redes sociales. Como siempre que veo una editorial que desconocía, me metí en su web para cotillear su catálogo. Y me pregunté: ¿dónde han estado todo este tiempo? No solo varios de sus títulos me despertaron una inmensa curiosidad, sino que entendí que Ruido de cicatriz pertenecía a ese universo. Así que, cuando vi que tenían abierta la recepción de manuscritos, no dudé. Una vez rellené el formulario pertinente, salió a flote un mensaje que te avisaba de que tardarían unos seis meses en responder. Así que me olvidé del tema, como hago cada vez que mando algo a algún lugar, porque si no estaría histérica de manera permanente. Imaginaos mi sorpresa cuando recibí un mensaje (¡de Instagram!) apenas un mes después que tan solo decía: “Tú y yo hemos de hablar, Iria”. En ese momento estaba en Nakama, una librería preciosa de Madrid que se inundó hace unos meses y que espero que puedan reabrir pronto, porque los libreros Rafa y Miren son extraordinarios. Una característica de la antigua Nakama es que es muy alargada, y cuando estás al fondo no tienes datos ni cobertura. Estaba allí para asistir a la presentación de Desde la salvajada (ed. Lecturas del arraigo) de Alejandra Banca y estaba a punto de comenzar. El corazón me iba a mil y sabía que no iba a recibir respuesta a mi tembloroso “¿Ah, sí?”, como mínimo, hasta que acabase el evento. De hecho, no lo recibí hasta la mañana siguiente a las siete de la mañana. Ana está hecha una máquina del suspense. Después de eso, tuvimos una conversación delirante que fue mejor que cualquier correo oficial que pudiera haber recibido. Desde entonces, la expresión microinfartarse se ha alojado entre nosotras como un chiste privado, ya que fue la palabra que más utilicé en ese primer contacto.
A partir de ahí, muchos audios y mensajes, documentos de Word volando de un lado a otro, siega de adverbios, dudas, fechas que bailaban hasta que se adaptaron a nuestra realidad, algún que otro susto. Y, finalmente, librito entre las manos. Y, ahora, a ver qué sucede. Y aquí enlazo con la segunda parte de la pregunta, la cual no puedo contestar sino diciendo que la manera en la que Ruido de cicatriz irrumpirá o dejará de irrumpir no puedo vaticinarla. Será algo que iremos viendo. Por lo pronto, estoy muy contenta de hacerlo desde el abrigo de InLimbo.
¿Qué experiencias promocionales confesables aguardan a estos veintitrés relatos a corto y medio plazo?
De momento, solo hemos presentado el libro en Barcelona y Murcia, pero tenemos varios eventos a la vista: el viernes 3 de marzo en Letras Corsarias (Salamanca) junto a la poeta y editora Inés Martínez y el 10 en el Auditorio Ángel María Bonorat (Aspe) junto al poeta y profesor Joaquín Juan Penalva. Se está hablando de una presentación en Logroño a finales de marzo / principios de abril y aún faltan por colocar las fechas de Alicante, Madrid y Albacete, entre otras.
Por otro lado, ya os comenté que hemos grabado un videoclip para la canción Soñar, del grupo de rock La punta de un sauce verde, con la narrativa visual de A un roce de distancia, que, si bien no es una acción promocional en sí misma, sí que ha sido toda una experiencia de transmutación y cruce de géneros. Pronto saldrá en diferentes plataformas y estoy muy ilusionada. Me encantaría que surgieran más oportunidades así, en las que expandir el libro hacia horizontes nuevos.
¿Qué mensaje deseas enviarle a tu público lector en este momento? ¿Dónde podemos encontrarte y seguirte para estar al tanto de tus novedades?
Uy, no sé si yo, de momento, tengo lo que podríamos llamar un público lector. Eso suena grande y oficial. Ahora, a esos seres desperdigados que me han leído, ya sean amigos, enemigos, conocidos, ex-amores o (y esta es la categoría que más escasea en este mundillo) completos desconocidos, les diría ¡ay, qué emoción! Entre la inmensa oferta editorial ante la que nos encontramos, qué bello saberme en vuestras lecturas.
Podéis encontrarme en Instagram (@hiedradetinta) y en Twitter (@IriaFarinas), aunque de este último soy más una voyeuse que una usuaria.
Para terminar: ¿cuánto tiempo habitas tus obras una vez terminadas?, ¿procuras desligarte lo antes posible, acaso por puro hábito de continuar produciendo desde otros frentes, o gustas de caminar con una nueva aleta invisible ya para siempre, por si necesitas recordar o recurrir?
Para mí, cerrar un libro significa intentar publicarlo. Y, a su vez, empiezo a mandarlo a concursos o editoriales cuando siento que, si sigo corrigiendo, lo cambiaría todo y dejaría apenas un regusto de lo que fue si acaso en el fondo de la lengua. No creo que este afán vaya a ser así siempre o, al menos, no así de agudo. Imagino que tiene que ver con la etapa en la que estoy y la cantidad de cambios que se han producido estos años, tanto en la vida como en la lectura y, por tanto, en la escritura. Así que, digamos, para mí publicar es un medio para contener mi instinto de reforma / devastación constante. Por eso mismo, una vez un libro está “cerrado”, en mí se produce un distanciamiento casi instantáneo: por un lado, para no caer en la tentación reformuladora y, por otro, porque mi estado de verborrea habitual me arrastra enseguida a otro proyecto. No soy mucho de contemplar la obra propia una vez terminada, que me suele resultar agridulce (como abrir un diario de la adolescencia o ver publicada una fotografía poco favorecedora), sino de ensimismarme en el proceso.