Traducción de Mercedes Pacheco
-Bunker Books-

Qué barbaridad. Qué mosaico de atrocidades, vilezas y escenas grotescas. Cuánta belleza. Faltaba la música clásica de fondo para la banda sonora ideal de esta exhibición de deshumanización, de monstruosidad, de extremismo. Inhumanos es el libro que más rápido hemos leído en mucho tiempo. Lo hemos devorado. O él a nosotros. Porque la prosa de Claudel te atrapa sin compasión. Muestra incorporados los diálogos, las pausas, las interrogaciones y preguntas, la propia acción contenida en el desarrollo de la narración.
Sublime. Adictivo. Tan ágil y arrollador. La hiperbólica brevedad de los veinticinco capítulos que conforman la novela -de una a cuatro páginas, límite máximo excepcionalmente alcanzado-, capítulos con título y página de presentación -roja, por supuesto- independientes, aviva esa profusión descarriada de texto, que no permite el respiro ni tolera el aliento, salvo cuando se requiere de una amplia, apasionada JA, una risotada de estas que nos hacen llevarnos la mano a la boca por pseudovergüenza -o tremenda impresión-.
Caminamos a lomos de un caballo blanco lisiado y sucio que nos entretiene sobremanera, que nos provoca (c)arca(ja)das sin cesar, como consecuencia natural de la corriente que fluye por la historia, sobre todo, en los momentos más inesperados, especialmente cuando se funde la subtrama paralela con la narración principal, en una perfecta configuración de partes que resultan en un puzle tan deforme como maravilloso. Halagos y ofrendas al margen para la espléndida labor traductora de Mercedes Pacheco, que hace posible todo cuanto leen nuestros ojos hispanohablantes.
Desde “El placer de regalar” hasta “El sentido de la vida”, previa cita definitiva de Kofi Annan (“El ser humano es un riesgo que hay que asumir”), enlazamos una masa de episodios, una maraña de escenarios y estímulos catártica, magistral en planteamiento y espectacular en ingenio y continuidad. Una delicia contada por una voz en primer plano del protagonista masculino y maridada por su compañera eterna, la de su mujer, como dúo principal que se eleva desde las sábanas de su cama matrimonial -su cuartel general, el check point de la narración-.
Alrededor vuela un círculo de aves -acaso palomas, acaso cuervos- que constituyen el reparto de personajes implicados en las deplorables acciones, magníficas conversaciones y, en fin, el desarrollo de esta parte de la vida que nos sirven en bandeja de plata. Todos ellos derivan de la Empresa, esa especie de secta, de tribu laboral que los reúne en espacio original, lazos profesionales-personales y costumbres colectivas de dudosa moral, con los satélites de sus seres “queridos” orbitando a una distancia prudencial. Destacamos entre todos al portentoso Legros y a Bredin, primer nombre pronunciado en la obra y protagonista de la primera desgracia.
Actividades, juegos y sueños, es decir, realidad, verosimilitud y fantasía se fusionan en el motor narrativo-descriptivo de una propuesta visualmente salvaje y literariamente deliciosa. Con el estómago fuerte y la conciencia libre, disfrutamos como gorrino en charca de cada una de las secuencias presentadas. Depravación, lujuria, racismo, xenofobia, clasismo, elitismo, crueldad, brutalismo, ¡canibalismo!, parafilias varias y fetiches inenarrables. Con tres grandes focos de perjuicio: los pobres; los viejos; los extranjeros. Cada tema y enfoque hallan una raíz común que configura, como un sistema central, el mismísimo sentido de cuanto se arroja en estas páginas: Inhumanos es una extraordinaria afrenta al aburrimiento (¡hasta en su forma más vacacional!).
De Francia para el mundo, nuestra aventura arranca en navidades -primera celebración/fiesta de varias y, sin duda, la central, la más querida, con mayor cota de presencia en el caudal de eventos y locuras-. El humor todo lo trasciende, todo lo arrasa: muertes, asesinatos, torturas, suicidios (o tentativas de…). Juegos macabros explotan nuestra ilusión como si cada ocurrencia, con tal de reventar el dichoso aburrimiento, de aplastar la tediosa rutina de este grupo de burgueses, fuera un motivo más para abrazar la fascinación por lo irreverente, lo feroz, lo terrible.
La enfermedad, el contexto familiar más trunco y un escalofriante sentido de mercantilización de propios y extraños afloran como puñales entre nuestras costillas para resignificar el orden de prioridades y beneficios de una vida estancada, cuyo mayor obstáculo radica, precisamente, en una visión demasiado estandarizada de lo que debe gustarnos, lo que debe adecuarse más fácilmente a nuestra edad y lo que universalmente funciona o consuela, desde un punto de vista lúdico-práctico, en diferentes ámbitos.
Hablar de body horror debería ser una nimiedad aquí, pero, desde luego, se sobreentiende: en escenas que firmaría el mismo Edward Lee hallamos genitales que amenazan con ser una representación menos amable de Godzilla y otros que, sencillamente, desaparecen, se esfuman como si existiera la invlución; prácticas tan potentes en lo erótico -ah, ese espacio particularmente conflictivo para derrocar el hastío- como perversas en lo biológico; baile no enmascarado de pellejos de tercera edad y fetos… El aderezo definitivo lo pone el manejo de Dios, cosificado para su posible venta.
Algunas de las guest stars que adoramos son la osa, Papá Noel y el ficus. Es en el penúltimo capítulo donde obtenemos una ligera recopilación de los integrantes de la Empresa -esparcidos entre una amena, enésima, conversación sobre somodía y poligamia- que han galopado por estas llanuras de papel manchado de fluidos viscosos. Claudel guarda el huracán de Filosofía para el último cartucho: “El sentido de la vida” abre la puerta de esa casa conceptual en la que tantas veces se reúne la fauna empresarial para menesteres de muy distinta índole a los llamados “filósofos”, portadores de la verdad.
Esta especie de epílogo resume algunas de las bases de ciertos mensajes lanzados a lo largo de toda la obra, cuestiones primordiales para el ser humano que son entregadas a esos desgraciados para que, entre bocado, bocado y postre, desembuchen alguna respuesta de calado. Con la cámara apuntando por primera vez hacia el lector como receptor en segundo plano, se divaga sobre la transitoria condición humana, sobre la necesidad de hacerse preguntas nuevas -en detrimento de encontrar solución a las antiguas-, sobre nuestro viaje por este mundo, con perlas como: “Cuando dejéis esta vida no olvidéis apagar la luz” o “Estamos bastante hartos de ser humanos”; dejaremos otra, la última, la que cierra la novela, para el lector.
Dicho final, por cierto, ese proceso hasta esa conclusión referida, no deja indiferente a nadie: no desentona un ápice con la dinámica desplegada durante todas las páginas precedentes. Está a su altura: no esperábamos menos. El regreso al surrealismo es, ante todo, cálido. Reconfortante. Inhumanos es una balsa de espejos que nos salva del sopor vital para clavarse en las plantas de nuestros pies: sangramos, lloramos y reímos.
Altavoz Cultural